Relato erótico

¿Qué me pasó?

Charo
25 de mayo del 2020

Cada día iba en coche con su compañera de trabajo. Pasaban tanto tiempo juntos que acabaron contándose muchas cosas. De pronto, se sintió atraído por ella, le tiró los tejos y…

Óscar – Lugo
Quiero contar algo que ocurrió hace muchos años. Me lié con una compañera de trabajo. Milagros y yo compartíamos coche, desde hacía años, con otro par de compañeros para ir a trabajar. Aquella rutina había hecho que a lo largo de los años acabásemos compartiendo muchas horas de nuestras vidas y con ellas pequeñas intimidades. No sé como ocurrió, pero de pronto comencé a sentirme atraído por Milagros: 45 años, 1,60 de estatura, 65 kg de peso.
Después de tantos viajes, ¿quién no acaba hablando de dietas, pesos, los años…? Me enteré de eso y de mucho más. Su sonrisa me cautivaba, su culo me parecía excitante (una vez más la realidad acabó superando la imaginación). Y sus pechos, buf, sus pechos, cuántas veces miré a hurtadillas su escote mientras conducía. Si me concentro todavía puedo rememorar como mi lengua llegó un día a endurecer sus exquisitos pezones, pero, no quiero adelantarme.
Llevaba unos días metiéndome con ella, su forma de vivir, su vida de pareja, etc. Me di cuenta que se estaba mosqueando y no sé cómo ni de dónde saqué empuje de mi recalcitrante timidez y aparqué el coche a un lado de la carretera. Todavía era noche cerrada.
-¿Qué haces? – se sorprendió.
– De verdad, lo siento. Lo último que quisiera es hacerte daño – y soltando el cinturón de seguridad me giré hacia ella y la besé en la boca.
Fue increíble. Ella no se apartó. Yo pasé la mano por detrás de su espalda la atraje hacia mí y la besé profundamente. Nuestras lenguas se mezclaron y una excitación, como hacía años no sentía, recorrió mi cuerpo.
A partir de aquel día comenzamos a poner disculpas a nuestros compañeros de viaje de forma tal que pudiéramos hacer el recorrido solo nosotros dos. El viaje se convirtió así en un rosario de breves encuentros amorosos, con pequeñas paradas trufadas de besos.
Llegó diciembre, la cena de despedida de Navidad. No la olvidaré mientras viva. Al llegar al restaurante, Milagros se quitó el abrigo. Llevaba puesta una camisa blanca ligeramente escotada y una minifalda negra con un poco de vuelo que le sentaba genial. Medias negras y zapatos de igual color con un poco de tacón. Estaba para comérsela, y ella lo sabía.
Durante la cena se situó frente a mí y disimuladamente desabrochó uno de los botones de la camisa. Sabía que eso me ponía a cien. Nunca se me hizo tan larga una cena, y después había que ir de copas a escuchar las estupideces del trabajo.
– Me encuentro fatal –dijo Milagros cortando la insoportable tertulia del grupo en el que yo estaba en ese momento- voy a llamar un taxi.
-Te acerco yo –dije yo cariacontecido.

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-No te molestes, de verdad.
-¡Bah!, que tontería… te acerco a casa en un momento.
Nadie sospechó nada raro, ni yo mismo… realmente creí que Milagros se encontraba mal. En el coche, me sacó de mi error.
-Que ganas tenía de estar a solas contigo –me dijo.

Me acerqué a ella y mientras nos besábamos yo acariciaba sus pechos por encima del sujetador y ella pasaba su mano por mi entrepierna.
¡Qué raro!, recuerdo que pensé, “esto” no reacciona.
-Espera, espera.-interrumpió mis nerviosos pensamientos- yo tengo mucha experiencia en esto del parking. Se incorporó ligeramente en el asiento, metió sus manos bajo la falda y con un rápido movimiento se quitó las medias y las colocó encima de la guantera.
Se coló entre los dos asientos delanteros y se dirigió hacia la zona trasera del coche. Al hacerlo, se levantó la falda y me mostró su maravilloso culo cubierto con un minúsculo tanga.
Fui detrás de ella como un corderito…o como un lobo… no sé.
-¿Te vas a quedar pasmado ahora?
La besé. Me besó. Mezclamos nuestras salivas. Me pelee, como sucede en estos casos, con el cierre de su sujetador, pero ¡por fin! pude liberar sus pechos. ¡Qué maravilla!… ¡Qué suavidad!… Los acaricie, los bese, chupé sus pezones… estaba en la gloria.
Milagros acariciaba mi cabeza y la empujaba con firmeza contra sus tetas… y yo no podía parar de mordisquearlas, lamerlas…. ¡¡¡qué placer!!!
Metí una de mis manos entre sus muslos… Diossss, ¡más suavidad!
Toqué su coñito, jugué con los rizos de su pubis y cuando me decidí a meter un dedo, su vulva estaba gordita por fuera y cremosa por dentro. ¡Qué placer!, acariciaba su clítoris como lo había hecho muchas veces con mi mujer y, porque no admitirlo, con alguna otra en esporádicas aventuras.
Ella, mientras tanto, ya me había bajado la cremallera del pantalón y me acariciaba la polla.
-¿Pasa algo? – dije yo, que me pareció notar algo raro.
-No –dijo ella- … pero a ti sí te pasa ¿no?

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Sí, era difícilmente disimulable. Le estaba chupando las tetas a una mujer preciosa, le estaba metiendo mano en su jugoso coñito, ella me acariciaba la polla y mi miembro no respondía.
-Yo soy más de excitación oral, ya me entiendes –dijo Milagros-, con el dedo ni Roberto ha conseguido nunca que me corriera. Pero, ¿y tú?
Y según acabó de pronunciar esas palabras se inclinó sobre mi polla y se lo introdujo en la boca.
Flácido estaba y flácido continuó.
Yo no daba crédito. Milagros me estaba comiendo la polla, la chupaba con delicadeza mientras me acariciaba los huevos, y nada. Mis manos no daban abasto: del coño iban a la suavidad de su culo, de la suavidad de su culo a la deliciosa rugosidad de sus pezones y nada.
Se la sacaba de la boca y la meneaba con firmeza y nada.
Jamás pensé que mi primer gatillazo iba a producirse estando tan caliente. En un último intento, Milagros se quitó el tanga, me bajó los pantalones y los calzoncillos y se montó encima de mi polla. ¡Era increíble! ¡No podía ser!
Noté la suavidad de sus rizos en mi polla, la humedad y calidez de su rajita que con delicada parsimonia deslizaba en un agradable vaivén a lo largo, a lo corto más bien, de mi polla…. ¡NADA!
.Va a ser que no –dijo ella.
-Me temo que sí.
Aquello, sin embargo nos uniría mucho en los días siguientes.
Dejé a Milagros en casa y me fui a la mía. Al entrar en la habitación, mi mujer se despertó.
– ¿Ya llegas?… ¿qué andarías haciendo? –últimamente andábamos a discusión diaria.
-No empecemos -le dije.
Entonces ocurrió algo extraño, más increíble todavía que la increíble situación que había vivido. Encendí la lámpara de la mesita para colocar mi reloj, separé la ropa de la cama para meterme en ella y… ¡oh, sorpresa! El camisón de mi mujer dejaba ver su culo y mi polla reaccionó.
-¿Te puedes acostar de una vez? – refunfuñó.
-No, por favor, espera.

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Le puse la mano delicadamente en el culo y comencé a acariciarlo…
-Pero… ¿se puede saber a ti qué te pasa? –gruñó de nuevo.
-¿Me dejas follarte?- supliqué.
-Sí hombre, ¿y qué más?
Sin embargo, por el tono, supe que no iba a oponerse. Eran muchos años de matrimonio.
Tiré con fuerza de la ropa de la cama hacia atrás. Le subí el camisón…
-¡Estás loco! –disimuló mal su enfado.
Poco a poco y a regañadientes le logré quitar completamente el camisón. Se colocó cara arriba, le separé las piernas y me monté sobre ella. Tenía la polla dura como una piedra…¡¡No era posible!!
Le comí las tetas, pensando en los maravillosos pechos de Milagros. Magreé aquel culo, imaginando que era el suave culo de Milagros.
Acaricié una vez más el conocido clítoris, que era el recién estrenado clítoris de Milagros.
Cabalgué frenéticamente dentro de un coño que era el jugoso, cálido y alegre coño de Milagros.
Cuando me corrí, tuve un orgasmo como hacía años que no tenía.
Me dejé caer sobre mi esposa y, mientras besaba los dulces labios de Milagros, le mentí:
– Cariño, que bien follas.
Aquella noche me había ocurrido algo increíble. Milagros lo achacó al alcohol. Menos mal que solo pasó una vez.
Un beso para todos.

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