Relato erótico
Amantes especiales
Estaban casados, pero mantenían una relación desde hacía años. El sexo funcionaba de vicio y ha querido contarnos una de sus calientes sesiones.
David – Santander
Acabábamos de llegar de cenar fuera. Llovía. Cristina y yo manteníamos una relación desde hacía ya algunos años, a pesar de que los dos teníamos nuestras respectivas parejas. Como ella decía éramos más que amigos.
Ya digo que llovía, como suele ocurrir en otoño en su ciudad norteña. Se asomó a la ventana. Enfrente el mar rompía en la playa y, al final del paseo marítimo, se adivinaban las luces del estadio. Cristina se apoyó en el alféizar de la ventana. Era realmente una mujer bella y despedía sexo por todos y cada uno de los poros de su piel.
Como era habitual en ella vestía una minifalda y un ajustado jersey que dejaba adivinar la forma perfecta de sus pequeños pechos, “glamourosos” como Cristina, con una punta de ironía, los definía. Calzaba unas botas terminadas en unos vertiginosos tacones que realzaban su trasero, una de las partes de su anatomía que más me excitaban. Todo ello se acompañaba por unos ojos de color azabache y una melena negra rojiza, con unos rizos que casi le llegaban a la cadera. Como siempre que me encontraba a su lado estaba permanente excitado y mi polla, como un animal hambriento, estaba en tensión, dispuesta a la caza.
Me acerqué a ella y la abracé por la espalda. Sentí como mi verga se endurecía y presionaba en su trasero. La besé en el cuello. Un pequeño gemido, apenas inaudible, se escapó de su boca. Cristina quiso volverse, pero yo la abrazaba fuertemente, mientras mis labios recorrían su cuello y mi lengua exploraba los lóbulos de sus orejas. Cristina apretó su culo contra mi miembro ya completamente erecto y sentí como mi polla parecía querer romper mis pantalones y penetrarla allí mismo. Nuestra excitación iba en aumento y nuestra respiración se aceleraba: mi aliento acompañaba a mi lengua en su caminar por su cuello.
Dejé que mi mano se deslizara por debajo de su minifalda: no hubo ninguna resistencia. Acaricié sus muslos. Mi mano ascendió por ellos, despacio, notando su calor, cosquilleándoles por su parte interior y notando humedad. Llegué. A través de su minúsculo tanga, noté que estaba mojada. Separé un poco su tanga e introduje dos dedos en su chocho, estaba caliente y empapada.
– Por favor,…- gimió Cristina.
Se quiso girar, ponerse frente a mí, pero no la dejé. Mis dedos mojados por su excitación continuaron explorando su interior. Noté como sus piernas deliciosas piernas temblaban: con mi mano libre, sujeté su cintura. Saqué mis dedos de su vagina. Ascendí por detrás, buscando su culo. Encontré lo que buscaba y uno de mis dedos entró en el agujero de su trasero. Cristina echó su cabeza hacia atrás al tiempo que mi dedo entraba y penetraba en su culo.
– ¡Oh! Por favor, David, déjame. Yo también quiero tocarte.
Se volvió. Nos besamos y mi lengua se enredó con la suya. La miré y sus ojos brillaban como dos piedras preciosas. Una de sus manos buscó por debajo de mi vientre y llegó a mi sexo hinchado, frenético: lo acarició por encima del pantalón, frotándole con la palma de su mano. Me empujó hacia su cama y, rápidamente, comenzó a desabrocharme el pantalón. Por encima de mis calzoncillos asomaba mi polla. Cristina, de rodillas ante mí, me miró, sonrió y enterró mi polla en su boca.
Ensalivó todo mi capullo y comenzó a hacerme una mamada, mientras sus manos me masturbaban y acariciaban mi bajo vientre. Su lengua repasaba mi polla en toda su longitud y se detenía, jugando morosa, en mi glande.
-Sí, Cristina, sigue… así… despacio, le dije, abandonándome al placer.
Cristina continuaba: sabía que aquello me volvía loco y a ella le encantaba ponerme cachondo. Antes de que el placer se volviera demasiado intenso y explotara, la separa de mí y atraje su boca hacia la mía: el sabor de mi sexo en su boca me excitó aún más si cabe. Nos desnudamos el uno al otro de manera frenética. Yo la dejé puesto su tanga negro: siempre me gustaba tenerla con una última prenda.
Comencé a recorrer su cuerpo. Mis manos y mi boca no sabían donde detenerse, donde acariciar, donde chupar: era deliciosa toda ella. Empecé a jugar con sus pies. Mi lengua y mis manos acariciaron sus pies, chupé cada uno de sus dedos, sus uñas estaban pintadas de negro, como a mí me gustaban, y comencé a ascender por sus piernas: sus gemelos, la parte anterior de sus muslos… Nada quedó que mi boca no recorriera sin llegar a saciarme de su piel, con el deseo de pasar al siguiente tramo de su cuerpo y deseando, al mismo tiempo, poder detenerme para siempre en cada centímetro cuadrado de su piel.
Sus glúteos se levantaron cuando llegué a ellos. Eran dos medias lunas perfectas, llenas, sin llegar a la gordura, un culo que, al andar, hacía que cualquier hombre se girara en la calle, para deleitarse observándolo. Lo acaricié, lo besé, lo magrée. En aquel momento, estábamos él y yo en el mundo. Me demoré explorando con mi lengua la separación de sus dos medias lunas, mientras Cristina gemía y culeaba de placer. Sin previo aviso, mi lengua comenzó a chupar su ano.
– ¡Ahhh! -Gritó Cristina, con una voz ronca, profunda, de hembra poseída por la lujuria- Sigue, sigue… ¡Dios!, cómo me estás poniendo!
No hacía falta que me invitara a seguir: hacía tiempo que estaba dispuesto a disfrutar el sabor de aquel hermoso y profundo agujero. Mi lengua se introducía cuanto podía en aquella caliente, y cada vez más mojada cueva; con mis dientes, rascaba aquella caverna que cada vez se abría más y más. Yo no sólo lo besaba, sino que iba salivándolo más y más, para dilatarlo. Introduje un dedo, luego otro.
– David, por favor, déjame. Necesito tocarte yo también. Fóllame. ¡Métemela ya!
Pero, yo no tenía prisa, por lo menos, de momento. Seguí con su culo y mientras mis dedos índice y corazón jugaban dentro de él, mi dedo pulgar entró en su coño. Como esperaba, estaba empapada. Noté el roce de mis dedos, sólo separados por una ligera pared de carne. Cristina chillaba de placer.
– No puedo más. Me voy a correr, me voy a correr…-gritó Cristina, fuera de sí.
Noté en mi pulgar la dilatación de las paredes de su vagina, las palpitaciones, mientras Cristina, con movimientos espasmódicos, llegaba al orgasmo. Paré un segundo. Me alcé hasta su cara. Estaba radiante: su rostro arrebolado mostraba las huellas del placer todavía presente, los ojos encendidos, más bellos aún, si eso era posible, que de ordinario, las mejillas brillantes por el sudor. Busqué su boca y nuestras lenguas se buscaron con desesperación.
Cristina se separó brutalmente de mí. Su boca, que hacía unos segundos ocupaba la mía, succionaron con frenesí, sin que casi fuera capaz de darme cuenta, mi miembro. Estaba duro, erecto, presto a recibir las caricias que su boca y su lengua estaban ansiosas de regalarme.
– Quiero comértela toda: déjame tu polla. Estate quieto: ahora soy yo quien actúa –dijo Cristina.
Pero, yo no estaba dispuesto. Reptando por encima de su cama, busqué su coño, cálido, húmedo, profundo. Preso de la pasión arranqué el tanga negro que aún llevaba y apliqué mis labios, mi lengua a aquel conejo que, sin resistencia, se ofreció a mí. Lamí sus labios mayores, los menores, succioné su clítoris y mi lengua casi buscaba, desesperada, el final de aquel chocho que era la cueva de las delicias. Mientras Cristina repasaba mi polla en toda su extensión. No había un pedazo de ella que no fuera huésped de su boca. También mis huevos fueron presa de aquella cazadora desenfrenada. Incluso con nuestras bocas ocupadas por tan exquisitos manjares, éramos capaces de emitir gemidos y jadeos continuos que a mí cada vez me excitaban más.
Cristina paró un momento. Las sábanas, bajo su coño, estaban empapadas de sus flujos y mi saliva.
– Déjame que te folle, David, no puedo más. Déjame que te monte, cabrón- rugió aquella morena impresionante que estaba a mi lado.
Sin darme tiempo a reaccionar se colocó encima de mí. Culeaba y se movía como una culebra. Yo veía sus pechos bailar al ritmo sofocante que Cristina imprimía a aquel polvo que me estaba echando. Loco, me erguí y mordí sus pezones duros y tiesos.
– ¡Ahh! Me haces daño. Pero, sigue, sigue…-me dijo.
– Cámbiate de postura. Quiero verte el culo, mientras me follas. Quiero meterte los dedos, putita –le exigí.
Cristina siguió encima de mí, pero de espaldas. La visión era espléndidamente obscena: veía mi polla entrar y salir de su coño, sus flujos vaginales resbalaban por mi pene y el agujero de su culo se me mostraba en todo su esplendor. No podía más: estaba a punto de explotar. Mis dedos, ya en su culo, arrancaban gritos de placer y de dolor en Cristina.
– ¡Me corro! –gritó de nuevo, como una posesa.
En ese mismo instante, mi polla explotó y todo mi semen se derramó en el coño de Cristina. Nuestros gritos se entremezclaron, al tiempo que los movimientos de nuestros cuerpos se hacían incontrolables. Durante unos momentos, el tiempo, la tierra, el cielo, desaparecieron. Poco a poco, todo fue haciéndose más lento, más pausado.
Cristina sacó mi polla de su coño, con todo el cuidado que sólo ella podía darme. Dulcemente, me besó en los labios. Fuera, en la calle, llovía.
Un besazo para todos.