Relato erótico

Y volvio la magia

Charo
13 de noviembre del 2018

Les pasaba lo que a la mayoría de matrimonios que, al pasar los años, el sexo se enfría. Viendo una película porno con su mujer, le dio la sensación que los tríos la ponían cachonda. Pero fue con otra “fórmula” como alegraron su vida sexual.

Arturo – Bilbao
Amiga Charo, tras un hijo y cinco años de matrimonio, Cristina y yo comenzamos a aburrirnos en la cama. Hacíamos el amor sin magia y nos conformábamos con conseguir discretos orgasmos hasta que un día decidimos afrontar el problema y hablamos. Había que hacer algo, pero ¿qué? La lencería erótica y las comidas afrodisíacas no dieron resultado. Pasamos a los DVD pornos y logramos un éxito al cincuenta por ciento pues a mí me ponían pero a Cristina no. La mitad es mejor que nada, de modo que seguimos con los DVD, aunque mi mujer les hacía poco caso. Hojeaba revistas de decoración o hacía sudoku mientras yo me entusiasmaba mirando a nenas que se comían mutuamente el bollo o a negros de trancas tremendas que partían a pollazos a rubitas de pechos operados.
Pero una noche se produjo el milagro. La película no tenía un guión muy distinto a los otros. En el interior de una vivienda, el marido leía la prensa y la mujer veía la televisión. Sonaba el timbre de la puerta. Era un tipo que, en un abrir y cerrar de ojos, se follaba a la tía con el marido mirando, aunque luego era el marido quien se la beneficiaba mientras ella le hacía una mamada bien arregladita al tipo. Cristina, ante mi asombro, dejó a un lado el sudoku y se tragó la película sin siquiera respirar. Cuando llegó el “The End”, me arrastró a la cama y allí pegamos un polvo glorioso, de los de antes de casarnos.
Así descubrimos que a Cristina le ponían los tríos, sobre todo si yo participaba. Le excitaba pensar que tenía otra polla, aparte de la mía, a su disposición y que podía fantasear al juego de “a ésta la chupo y ésta me folla” y después al revés. La cosa me vino de nuevas y me dejó a cuadros, sobre todo cuando le dije que tal afición era propia de putas y me contestó que le encantaba que la llamara puta. Era lo último que me esperaba. Yo alguna vez, eso es natural, fantaseé con revolcarme con dos mujeres, pero esto era consentir que Cristina me pusiera los cuernos y encima sonreír, besarle las tetas y llamarla puta para que se sintiera más a gusto todavía. Muy gordo, ¿no?
Me consolé pensando que las fantasías son solo fantasías. Lo más sensato era sacarle provecho al tema en beneficio propio y ya está. Un ejemplo. Estábamos en la cama y yo le susurraba a Cristina:
– Ahora entra un tío en el dormitorio, se saca la polla de la bragueta y te la mete en la boca.
Mi mujer se encendía al escucharme y meneaba el culo a ritmo de reina de Carnaval de Río y yo añadía:
– El tío tiene un pollón que te va a partir en dos, mala puta.
Ella bramaba de gusto pero lo chocante fue que, de tanto repetirle a Cristina que se la follaba un tío, me fui haciendo a la idea, hasta que una noche hube de reconocer que también yo me ponía a mil si imaginaba que se la metían a mi chica por todos sus agujeros.

Antes de darnos cuenta ya estábamos dispuestos a dar un paso más y nos planteamos la posibilidad de llevar a la práctica aquella fantasía que ya era de los dos. No hubiéramos vacilado en montar un trío si hubiéramos tenido la seguridad de que el “otro” iba a aparecer y desaparecer según nuestros deseos, materializándose en el momento justo con la bragueta ya abierta y volviéndose humo en cuanto Cristina y yo nos corriéramos. Lo malo de la cama es que tiene un antes y un después, y era ese antes y ese después lo que nos frenaba.
La fantasía hubiera seguido siéndolo de no ser por un golpe de suerte. Estaba aburrido y navegaba por la red. Picoteaba de aquí para allá y me colé en un foro que trataba de prácticas sexuales poco corrientes. Alguien explicaba el sexo anónimo. La cosa es bien simple: Se necesitan dos espacios independientes separados por un tabique, mampara o panel en que se practican orificios redondos de unos quince centímetros de diámetro a cosa de un metro de altura. Los tíos se colocan en uno de los espacios cara al tabique, se sacan las vergas y las meten en los agujeros de modo que sobresalgan por el lado en que están las nenas dispuestas a darse el atracón
Aquel mundo nuevo, cuya existencia ni siquiera sospechaba segundos antes, me dio una idea. Tecleé como un loco: “¿No hay cabinas para una sola polla?”. “Cualquier combinación es posible”, me informó la pantalla del ordenador. Dicho y hecho. Pregunté por la dirección de la instalación de sexo anónimo más cercana a casa, me la dieron, hablé con quien tenía que hablar, me comentó que lo que le pedía no era nuevo ni mucho menos, y quedamos de acuerdo para el jueves siguiente a las ocho de la tarde. Y vino ese día.
Cristina se preparó para la aventura. Se depiló las piernas y se pasó la mañana en la peluquería.
– Pero mujer – protesté yo – ¡Si no te verá el peinado! ¡Si hay una pared por medio!”
– Quita, quita, nunca sobra estar guapa por si acaso.
Hablábamos por no callar. Cristina no estaba quieta un momento y yo andaba de un lado a otro con la polla tiesa. Mirábamos el reloj y comprobábamos que el tiempo no corría. “De aquí a un rato Cristina chupará una verga que no es la mía”. El pensamiento se me agarraba a la boca del estómago, tocaba el tambor en mi pulso, me erizaba la piel.
Llegó la hora. Me costaba no tartamudear. Tuvimos la fortuna de encontrar un hueco donde aparcar justo en la misma puerta. Entramos en el portal, accedimos al ascensor y subimos en silencio. Era un edificio de seis plantas en las afueras de la ciudad. Un amplio descansillo. Pulsé el timbre y nos abrió una señora de mediana edad que retenía algo de la belleza de cuando joven.
– Pasen – nos dijo – El otro señor todavía no ha llegado pero lo espero de un momento a otro.

Nos acompañó a una habitación pequeña y calurosa. Dos butaquitas, escabeles de distintas alturas y cojines por el suelo. En una de las paredes se veía un grabado enmarcado que parecía ilustración del Kamasutra y debajo de él, a conveniente altura, el agujero redondo, clave de nuestra cita. La señora nos dejó solos. Me sentía muy cortado y empezaba a arrepentirme de la aventura. No apartaba la vista del agujero. “Por ahí – pensaba – va a salir la polla que me pondrá los cuernos.”
– Hace calor. Podríamos irnos desnudando – propuso Cristina.
¡Ay las mujeres! Suelen resistirse al golferío, pero cuando se hacen el ánimo no hay quien las pare. Encendí un cigarrillo. Había dejado el tabaco dos años atrás pero hoy había comprado una cajetilla. Necesitaba fumar. Aquel pitillo era el cuarto del día. Cristina se había sacado el vestido y se estaba quitando el sujetador. Me llevaba mucha ventaja. Me apresuré a desnudarme. Todavía estaba desabrochándome la camisa cuando se oyó la voz de la señora:
– Cuando ustedes gusten – dijo.
– Vale – contestó mi mujer, y se acercó al agujero del tabique.
Nunca vi asomar de su nido a una serpiente pero, si alguna vez la veo, no me vendrá de nuevas. Era una verga gruesa, a media erección, de cabeza colorada y gruesas venas zigzagueantes a lo largo del tronco. Cristina tragó saliva, me agarró el paquete con una mano, aunque yo llevaba todavía el slip, y acarició la verga del agujero con la otra. La rozó con las yemas de los dedos, la tocó y retocó, fue tomando confianza y asentó más el contacto. La polla anónima reaccionó de inmediato y dobló su tamaño.
Me resulta imposible describir lo que yo sentía. Era una mezcla caótica de sensaciones contradictorias. Experimentaba rechazo, me jodía muchísimo que mi mujer acariciara una polla con la misma mano en que lucía el anillo de casada, pero, sobre todo, experimentaba fascinación. No podía apartar la mirada de la verga y de los dedos que la recorrían. Me excitaba tremendamente ver aquello y a la vez me hacía daño verlo. Demasiado daño así que decidí acabar con la fiesta. Quise decir “Vámonos de aquí, Cristina” y lo que mis labios pronunciaron fue algo bien distinto:
– Chúpasela para que se dé cuenta de lo puta que eres.
Obedeció a la primera. Como un rayo. A la velocidad de la luz. Se arrodilló y buscó con la boca aquella tranca enhiesta.
– Llámame otra vez puta – dijo un segundo antes de sacar la lengua y dar un lametón a la cabeza del pene.
– Puta… – susurré.
Seguía arrodillada frente a la polla que surgía de la pared, rebajada, humillada ante la masculinidad de un macho que no era el suyo, y disfrutaba que no lo fuera. Yo, su marido, veía como chupaba y chupaba aquella verga, y me llovía en las ingles angustia y excitación entremezcladas, le revolví el pelo y Cristina tiró de mí y acercó mi pene, ya liberado del slip, a sus labios. Dos trancas, la anónima y la mía a su alcance. Incluso cerraba los ojos para que no se le escapara ni un gramo de sensaciones.

Cristina tenía las dos vergas en sus labios, pasaba la lengua de una a otra, las acogía al tiempo en el interior de su boca, chupaba, lamía, y sin querer chocaron las dos vergas sobre la almohada carnosa de la lengua de mi mujer, dureza contra dureza, rigidez contra rigidez, remedo de cruce de lanzas en un torneo de cachondez muy nuestro.
Busqué los pechos de Cristina, me aferré a ellos, los amasé, pellizqué sus pezones con rabia y sin poder apartar la mirada de los labios golosos de mi mujer que succionaban mi verga y la del desconocido. Jamás me había sentido tan excitado.
– Ponte de pie e inclina el cuerpo, puta – dije – Quiero follarte mientras sigues chupándosela.
Obedeció. Se puso culo en pompa sin dejar de lamer la tranca del agujero. Busqué su coño y acometí con fuerza, tanta, que se dio un golpe en la cabeza contra el tabique y casi se tragó la polla anónima.
– Mueve el culo, cerda – ordené.
Necesitaba barrenarla, hurgar en sus entrañas, convertirme en verga todo yo para encastrarme en ella, empotrarme en su carne como un clavo en madera o una bala en el corazón. Quería arrojar de mí todos los demonios, quemarme y quemarla con mi fuego. La embestía con ciega fiereza, odiándola y adorándola con todo mi tesón y voluntad, chapoteaba en sus jugos y entonces Cristina se desenganchó de mí, se zafó de mi abrazo y puso su trasero contra el tabique.
– Ahora quiero que me folle él -dijo añadiendo- Pero así no nos acoplaremos bien, tendría que estar más alta. Búscame un escabel que me acomode, cabrón.
Tenía las facciones desencajadas y hablaba entrecortadamente. Se me hizo todo rojo. Quise chillar, rasgar, golpear. Tragué saliva, tomé uno de los escabeles y Cristina se subió a él.
– Sí, este servirá – y luego gritó al sentir que la polla del agujero se abría paso en su vagina – Te estoy poniendo los cuernos, maridito – jadeó – Me están follando ¿sabes? Eres un cabrón.
Jamás me habían presionado tanto y me horroriza confesar que no es que me gustara, es que me llevó a lo más alto. Me dejó a punto de nieve. Fue la descarga más brutal de adrenalina que he tenido en mi vida.
– Cómeme la tranca, hija de puta – me impacienté.
Me corrí en su boca aunque pude resistir el primer lengüetazo. El segundo no. Normalmente aguanto bastante más, pero aquella tarde no era normal. Cristina también se estaba corriendo. Y el tipo del tabique. Se le notaba en el tono con el que llamaba puta a mi mujer. A poco se había disipado la fiebre. La tranca del agujero desapareció discretamente.

Cristina y yo nos vestimos, nos despedimos de la señora, salimos a la calle y nos tomamos unas horchatas en el bar. Nos sentíamos ligeros, optimistas, nuevos. Al llegar a casa le pagamos a la canguro y Cristina le dio la cena al niño. Recuperamos fuerzas con unos buenos filetes de ternera que obran milagros y estuvimos viendo un rato la televisión antes de acostarnos y dormirnos como bebés.
Hemos vuelto varias veces al piso del agujero y Cristina ha conocido varias pollas. Incluso me ha convencido últimamente de que yo las toque, pero bueno, esa es otra historia que tal vez os cuente cualquier otro día. Hoy solo quería explicaros cómo fue la primera vez que Cristina me puso los cuernos.
Besos de los dos.

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