Relato erótico
Voyeur por casualidad
Su trabajo en una empresa de seguridad le permitió conocer los devaneos de su joven mujer con algunos de sus amigos. Sabia que a veces coqueteaba con ellos y aquel día instaló cámara.
Antonio S. -BADAJOZ
Es cierto, amigos de Clima, que yo soy el primero que me considero un voyeur. Pero eso sí, un poco especial, ya que solo espío a una persona en concreto, a mi mujer. Me presentaré, soy Antonio y ya voy camino de los cincuenta, mientras que mi amada mujer, Margarita apenas acaba de pasar la barrera de los treinta.
Al principio nuestra diferencia de edad nos unió aun más, pues yo era un sólido punto de apoyo para una cabecita tan loca como la suya, pero ahora es solo un obstáculo, pues su cuerpo está en la edad que más busca que reconozcan su belleza, y el mío no está ya para muchas florituras.
Margarita ha sido considerada desde siempre una belleza de ojos claros y boca de labios gordezuelos y tentadores. Con un tipo perfecto, realzado por un busto grande y firme. Y no quiero olvidarme de sus largas y torneadas piernas, que acaban en un trasero amplio y respingón, que es delito no admirar.
Desde que la conocí, permití, e incluso alenté, su natural coquetería, que era mucha en verdad, pues pronto me di cuenta de que me gustaba, tanto o más que a ella, ver como la admiraban y la deseaban otros hombres.
Hace ya muchos años que trabajo como agente de seguridad. Al principio como mero vigilante y en la actualidad, como experto en la instalación de cámaras y circuitos de vigilancia de una conocida compañía. Durante todo este tiempo he perfeccionado mi natural talento para hacerme el despistado, mientras me percato de todo cuanto acontece a mí alrededor, por eso me sonrío cuando oigo a mis compañeros como bromean acerca de mí, tratándome como si fuera un genio distraído, que nunca se da cuenta de nada. Este curioso don lo vengo cultivando desde bastante antes de conocer a Margarita y ni siquiera ella sabe lo bien que conozco la mayoría de sus travesuras y escarceos, pues las suele realizar casi siempre con muchos de los que dicen ser mis amigos.
Al principio, no me consideraba realmente un voyeur, pues la verdad es que no había mucho que observar, pues he de reconocer que, aunque Margarita siempre ha sido motivo de miradas y comentarios tanto por su espectacular físico como por la escasa ropa que suele usar para cubrirlo, siempre me ha sido fiel. Y, aunque en alguna ocasión he podido observar, haciéndome el tonto distraído, como algún que otro invitado exaltado le daba algún cariñoso apretón en aquellas carnosas zonas que se supone que no debía tocar, en alguna fiesta que hecho en mi casa y aprovechándose del estado de euforia que le produce el alcohol a mi mujer, aun en pequeñas dosis, la cosa no había pasado de ahí. Al menos que yo sepa.
En ese aspecto fue realmente memorable la fiesta con que celebramos la despedida de nuestro piso. Ya de madrugada vi como algunos de mis vecinos, a los que quizás no volveríamos a ver, la sacaban bastante borracha, al balcón. Podía oírles bastante bien a través del ventanuco de la cocina, mientras llevaba y traía bebidas al comedor, regocijándome con las burdas picarescas que le decían, y que Margarita a duras penas podía contestar de tan borracha como estaba ya. En una de estas idas y venidas oí como uno de nuestros más íntimos allegados le pedía con voz ronca un dulce recuerdo de despedida. En ese momento me pareció oír la apertura de una cremallera, acompañada por un suave gemido de protesta rápidamente acallado por las roncas voces que susurraban apremiantes que querían ocupar su lugar. Lo que sucedió allí durante la siguiente media hora solo lo saben ellos, mal que me pese.
Fue en nuestra nueva casa, cuando me convertí de verdad en un voyeur. Hace más de un año, el propietario del gimnasio donde iba mi mujer varios días a la semana, me pidió que le instalara, a nivel particular, una serie de cámaras de vigilancia, ocultas por todo el recinto, para descubrir posibles robos, por parte de algunos clientes. Dada nuestra amistad no supe negarme y probé en su recinto una nueva clase de cámaras en miniatura, de alta definición. Para evitar problemas legales con los clientes solo instale tres de esas cámaras, con sus correspondientes micrófonos, en el vestuario de los hombres dejando para días sucesivos el resto de las instalaciones hasta ver el resultado inicial. Esa mañana, mientras hacia una serie de pruebas de sonido con los micrófonos ocultos, oí como tres sacos de músculos hacían bromas obscenas acerca de una de las muchachas del gimnasio, a la que llamaban con el apodo de la “calientapollas”, describiendo muy explícitamente lo que le harían a la chica si pudieran ponerle las manos encima. Cuando llegaron las mujeres de hacer aeróbic me quedé de una pieza al ver que ellos se dirigían en línea recta, y sin dudar lo mas mínimo, hacia mi sudorosa mujer. Margarita los saludo con cariño, como si los conociera bastante bien, y enseguida se despidió de sus celosas compañeras para irse a hacer pesas con ellos tres. Digo esto pues sé que fui el único en oír los ácidos, y envidiosos, comentarios que levantó entre sus amigas con su marcha.
Yo seguí mirando y a la expectativa de lo que podía pasar, pero aquel día no paso nada, así que decidí instalar un aparato emisor que me permitiera captar desde mi casa todas las imágenes de lo que sucedía cada día en el gimnasio y así poder grabarlas, para mi exclusivo uso personal, sin necesidad de tener que ir.
Todavía estaba dándole vueltas a todo lo que había contemplado en el gimnasio cuando vinieron a cenar dos de los más asiduos, y osados, amigos que teníamos. Ellos daban muestras evidentes de que ya habían bebido bastante alcohol antes de venir a nuestra casa, y no pararon de decirle piropos a Margarita. Llevaba una ropa muy veraniega, con un escote de lo más sugerente y una minifalda tan reducida que todos le habíamos visto ya varias veces breve ropa interior.
El caso es que mientras preparaba los aperitivos pude ver desde la puerta de la cocina como uno de ellos acariciaba impunemente el trasero de Margarita, metiendo audazmente una mano bajo su reducida minifalda para alcanzar más directamente su ansiado objetivo, mientras le musitaba algo en la orejita. Y aunque ella meneo al cabo de un momento su firme pandero para quitarse la mano de encima, no pareció enfadarse lo más mínimo ante tamaña osadía, pues incluso se rió acerca de lo que acababa de decirle.
Así que me animé y saqué de mi despacho una de las cámaras en miniatura para ponerla sobre mi silla, me senté frente a ella, con uno a cada lado, y me hice el despistado cuando empecé a ver que sus manos se perdían bajo la pequeña mesa. Me encargué yo de servir la cena, regándola con abundante vino, para poder ausentarme cada dos por tres a la cocina, dejándoles así todo el campo libre.
Al principio pude ver como mi mujer también bajaba su mano de vez en cuando, con disimulo, para frenarles en sus avances. La cena se prolongó excesivamente por mis frecuentes ausencias, y ellos se tuvieron que marchar precipitadamente después de los postres, pues debían entrar de servicio al poco rato.
Mi deliciosa mujercita estaba tan mareada a esas alturas que la tuve que llevar en brazos a la cama. Mientras la acostaba me di cuenta que no tenía puestas las braguitas y aunque las busqué, tampoco las hallé en el comedor, por lo que me fui hasta mi despacho para ver que se había grabado en el vídeo, mientras cenábamos todos.
Gracias a la abundante luz indirecta del comedor y a la gran calidad de la cámara, pude asistir a un magnifico duelo bajo el largo mantel de la mesa, entre tres duros y entusiasmados contendientes. Empezó la ardiente batalla bajo la mesa con unas subidas cada vez más prolongadas de sus hábiles manos por los prietos muslos de Margarita, llegando pronto a descubrir para la cámara las preciosas braguitas azules que lucia esa noche.
Después continúo el acoso de ambas manos, pero esta vez directamente sobre la prenda, siendo interrumpido una y otra vez por las manos de mi mujer, hasta que lo dejó por imposible se dejo hacer.
Una vez logrado este objetivo primordial, se dedicaron a acariciar a conciencia su espeso monte de Venus hasta conseguir que se abriera completamente de piernas para la cámara y para acariciarla mejor, y así pudiera ver como sus cálidos flujos empapaban de tal forma la prenda que esta se transparentaba por completo.
El ataque definitivo vino cuando una de las manos se introdujo dentro de las braguitas y se dedicó a hurgar en ella a placer, vencida ya toda resistencia, dejando en la cámara toda una exhibición de masaje de clítoris para la posteridad. Al no haber podido conectar ningún micrófono no pude oír el momento del orgasmo, pero sí vi como temblaron sus torneadas piernas cuando este se produjo. Como recompensa por sus abnegados servicios, el autor del orgasmo se agachó para apoderarse de las finas braguitas con ambas manos. También lo hizo Margarita para tratar de impedirlo, y así fue como pude ver que tenía uno de sus magníficos senos completamente fuera del escote, con el pezón al aire.
Ya habréis adivinado que no consiguió impedirlo y tuvo que permitir que se las quedara, mientras yo me arrepentía de no haber dejado una cámara fuera para ver también lo que sucedía por arriba mientras me ausentaba en la cocina, pues estoy convencido de que las manos de su compinche no debieron de quedarse ociosas mientras su osado colega exploraba la húmeda cueva de mi mujer.
Pero como pienso que me he alargado mucho, ya seguiré con el relato en una próxima carta.
Saludos.