Relato erótico

Voyeur consentido

Charo
10 de junio del 2020

Su mujer tiene un amante y el es un cornudo consentido. Últimamente asiste a sus encuentros y se convierte en voyeur de “los placeres” de la pareja.

José Miguel – Almería
Quiero contaros una experiencia que han vivido mi esposa y su amante. Pues bien cuando mi esposa y su amante se reúnen, suelen ir primero a una discoteca, a los dos les encanta bailar, pero al ser fin de semana nos quedamos en casa. Alrededor de las dos y media, después de comer. María sintió cierta calidez hacia su amigo Rafael. No era exactamente afecto, era con toda seguridad, disponibilidad. Habíamos tomado café y Rafael, con una sonrisa irónica y en mi presencia sentó a María en su regazo. La agarró de la nuca con una mano, mientras la besaba en la boca, y perdía la otra entre los muslos de mi esposa.
– ¡Eres imposible! – dijo ella mientras los dedos de él se abría camino dentro de sus bragas y acariciaban discretamente su chocho.
– ¿Qué es esto, cariño? – preguntó él abarcando con toda su zarpa el coño de Mari, frotándolo lentamente con la palma – ¿Que ha ocurrido… te ha follado este?
María no contestó. Era más divertido negar simplemente con la cabeza. Todavía la tenía sujeta por la nuca con firmeza, como para evitar que escapase de aquel beso tan glotón en el que se bebían los alientos, mientras con la otra mano ahora le recogía la falda y le bajaba las bragas para verla y tocarla más a placer. Rafael había introducido sus dedos en su chocho y dijo que estaba ya mojada. María lo miró con ojos entornados y le dijo:
– ¡Guarro!
Él le dedicó una sonrisa, a mí me guiñó un ojo y me dijo:
– Me gusta que tu mujer esté así.
– Sí… – murmuró ella, casi incapaz de hablar, dominada por el gustirrinin que le daban los dedos de Rafael moviéndose en el interior de su coño.
– ¡Quítate las bragas! – ordenó él presionándole un seno con saña a través del vestido.
Ella tuvo que contorsionarse para acabar de bajárselas. También se quitó los zapatos de tacón. Mientras tanto Rafael se desabrochó los pantalones y tanto ella como yo observamos su pollón, rígido y dirigido hacia ella. Los dos lo conocemos muy bien. Ella, cuando fueron novios, disfrutaba de su verga unas veinte veces a la semana. Aquella verga era un viejo amigo, grande, gorda y sobre todo 28 cm de largo.
– Así, siéntela – dijo él, con su habitual e irritante prepotencia, cuando mi esposa la recorrió con sus dedos
– Ya veo que la has echado de menos esos días.
Rafael hizo que se girase hacia él, separándole las piernas con sus manos. Ella estaba abierta y húmeda. De un solo golpe la penetró hasta lo más profundo de sus agitadas entrañas haciendo tope con los cojones.
– ¡Voy a follarte hasta que no te tengas de pie y tu marido sea el que me pida clemencia! – dijo él.
El bonito vestido de primavera que mi esposa acababa de estrenar estaba arrugado y la falda recogida alrededor de su cintura. Rafael continuaba sujetando su nuca con la mano derecha al tiempo que aprisionaba sus labios en un violento beso de succión.

Su mano izquierda agarraba el generoso culazo desnudo de María, con el dedo corazón introducido entre sus nalgas. María iba de orgasmo en orgasmo, convulsionándose violentamente mientras se sentía colgada de una mano por el cuello como si fuese una coneja.
Cuando terminaron, Rafael se recostó contra el respaldo del sillón, todavía estremeciéndose, mientras María se apoyaba contra su pecho, descansando. No tenía fuerzas para levantar la cabeza y volver a devorarlo, pero en su cara se dibujaba una sonrisa maliciosa esperando los 28 cm sin merma. Rafael tan solo se había desabrochado la bragueta para que su enorme verga escapara fuera presta a penetrarla.
Cuando Rafael introdujo la mano bajo la falda, la mente de Mari se desconectó y cuando él le acarició el coño, le invadió un deseo irresistible de follar. Eran tal para cual. Ella se consideraba la mujer más afortunada del mundo en aquellos momentos.
– Supongo que aún estarás pensando en la rubia gorda con la que te casaste – dijo cáusticamente Mari – Ese es tu tipo.
Realmente la esposa de Rafael tiene un trasero como un tonel de vino y unas tetazas de vaca tan grandes y caídas que le llegan al ombligo. Rafael esbozó una sonrisa lobuna y se quitó la camisa y el pantalón, María se incorporó para desnudarse también y lanzó el vestido a un lado del sillón. Había dejado las bragas en medio del salón, debajo de una silla. Se desprendió de las medias, liguero y sujetador.
Rafael se apoyó contra el respaldo para contemplar su desnudez.
– Bonito par de nalgas – dijo mirando su culazo con expresión lujuriosa al tiempo que jugueteaba con su pene morcillón – No son tan grandes como las de mi parienta, pero me gustan.
– Lamento no poder competir con tu esposa – dijo Mari con sorna
– Seguro que puedes rodearte el cuello con sus tetas – y entonces añadió:
– Lo del sillón no ha estado mal, pero he disfrutado de polvos mucho mejores, no eres tan bueno Rafael. Bajas las bragas a una mujer y lo único que se te ocurre es penetrarla. Dudo de que te fijes en si soy rubia, morena o pelirroja aquí abajo, entre mis piernas, de lo ansioso que estás de ponerte encima de mí.
María quería meterse en el dormitorio con Rafael y a mí me condujo al cuarto de huéspedes. Lo hizo sin vacilar. Se enorgullecía de su cuerpo y le apetecía exhibirlo para chantajearme. Bueno no, “chantaje” es una palabra demasiado fea para lo que ella planeaba, “seducción” era el término más ajustado para quitarme de en medio un par de horas. Me volví una y otra vez para admirarla. Merecía la pena contemplarla. Sus pechos desnudos se movían y sus caderas se contorneaban a cada paso. Mi rostro había enrojecido y se percibía un bulto enorme bajo mis pantalones.
– ¿Me encuentras más atractiva con este aspecto que me ha dejado Rafael? – me preguntó María – Sé sincero nada de piropos y… ¡bájate al pilón cuanto antes!

Mari separó las piernas un poco más. Gemí mientras me desabrochaba la hebilla del cinturón y me quitaba los pantalones.
Mi miembro, endurecido y más tieso que nunca, apareció moviéndose rítmicamente como un juguete mecánico animado. Lo sujeté con una mano y contemplé el chorreante chumino de Mari, que abrió las piernas aún más. No pude contenerme y con un grito sofocado, me arrojé sobre su vientre desnudo, besándolo, para penetrar y lamer hasta lo más profundo de su raja. Ella, de inmediato, se colocó a horcajadas sobre mí, abierta de piernas, para que mi robusto pene se hundiera en su sexo. Las sensaciones fueron intensísimas para mí, la iba a rellenar por dentro de crema blanca como ningún otro hombre lo había hecho, ni siquiera su Rafael, con lo bien dotado que está y con las sifonadas que pega el gachó. Mi mujer asió mi sexo con firmeza por los huevos con sus manitas de seda, para deslizar su chumino de arriba a abajo diciendo:
– ¡Que desperdicio… un pajarraco tan soso como tú con una polla como esta! Conozco hombres que darían cualquier cosa por tener un falo tan fuerte y gordo como este… pero es tan cortito el pobre…
Suspiré. María aún montaba a caballo sobre mí y ocurrió todo antes de lo que ella supuso. Dejé escapar un largo gemido liberador y mis rodillas se doblaron. Retorcido en convulsiones lentas mientras aún me agitaba pero llegó un momento en el que me tranquilicé del todo aunque mi pecho y vientre continuaban temblando. Ella me había “tranquilizado” por lo menos, para toda una larga semana. Mi mujer abrió los ojos y me vio entre sus piernas, sonriendo satisfecho una vez más, como si me hubiese tocado la lotería. Observé mi polla, flácida y pringada, como una lombriz que asomaba orgullosa y avergonzada a la vez, entre los pelos púbicos de nuestra hembra María.
– ¿Qué ocurre? – preguntó ella quedamente y con sorna, intentando controlar la situación – ¿No puedes follar una segunda vez, marido? Antes eras capaz de doblete pero supongo que Rafael te ha domesticado y acomplejado. Me voy al dormitorio con él y guárdate de molestarnos en un par de horas… ¡cabrón!
No acerté a discernir si se fue enfadada u ofendida pero sí poco satisfecha, dominada por la lujuria. Era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera él. Tenía el rostro encendido cuando entró en el dormitorio donde él la estaba esperando. Con las prisas no cerró bien la puerta, dejándola ligeramente entornada y yo volví para mirarles por la rendija. La mano de Rafael, que estuvo acariciando su suave carne, se retiró para coger el endurecido pene. María dejó escapar un pequeño grito al sentirlo en su sexo.
– Ni siquiera te he metido la mitad – replicó Rafael abriéndola con los dedos para facilitar el progresivo avance.
Empujó con fuerza y ella gimió de nuevo al notar que la penetraba a conciencia. Introdujo la polla hasta el fondo y ella se retorció como una víbora mientras sentía como el duro vientre masculino chocaba contra su culo al ritmo de sus rápidas y conmovedoras embestidas.

Rafael se la follaba sin parar para mantenerla sometida desde atrás, tanto física como psicológicamente. La mano libre se deslizó por debajo para estrujar los generosos pechos, aplastados literalmente contra la cama.
– Tienes un bonito par de tetas, María – jadeó él atravesándola fieramente con su hinchada verga – Te las sobaré a la par de la follada para darte más gusto.
María estaba hechizada. Su cuerpo se agitaba al tiempo que una sensación desconocida de éxtasis cobraba una intensidad increíble. Aquello no guardaba relación alguna con los suaves estremecimientos que yo acostumbraba a proporcionarle. Aquella experiencia era algo salvaje, feroz, aterradora, insoportable y qué sé yo cuanto más.
Gimió, cuando las poderosas palpitaciones aumentaron más de lo que este marido consentidor pudiera aguantar y con un grito alcanzó el orgasmo más demoledor, pienso, de su vida.
– ¡No, espérame, Mari! – exclamó Rafael con voz ronca e imperiosa.
Le indignaba que mi mujer se atreviera a anticiparse cada vez. Él se corría más tarde. Su vientre peludo rebotaba contra el blanco culo de mi mujer hasta que, con un insólito y golfo grito de triunfo, se derramó en su coño, desplomándose tembloroso sobre la espalda de mi esposa que apenas se veía, casi completamente oculta bajo el enorme corpachón de más de cien kilos, arqueado sobre las aplastadas nalgas de ella. Permaneció así un rato y cuando su respiración se hubo apaciguado, se puso en pie y le proporcionó un azote en el culo desnudo. Ella suspiró pero no se movió. La gran pregunta que me asalta es si querré volver a pasar otra vez por una experiencia tan íntima y aniquiladora.
Un saludo, y ya os contaré si repito el papel de voyeur.

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