Relato erótico
Una noche que lo cambió todo
No estaban pasando por su mejor momento y pensó que iría bien que salieran un poco. Le dijo a su mujer si quería ver una película de las que a ella le gustaban y después a tomar unas copas y bailar un poco.
Manuel – Almería
Ser cornudo, amiga Charo, puede ocurrirle a cualquiera, pero que te pongan los cuernos en tu cara y te quedes mirando es algo inusual.
Esa noche, Lucía y yo decidimos salir a entretenernos un poco. No lo hacíamos a menudo, pero los chicos estaban pasando unos días en casa de los padres de ella y la oportunidad era inmejorable. Por cierto, no pasábamos uno de los mejores momentos de nuestro matrimonio y un cambio en la rutina podía ser beneficioso. Jamás pensé, creo que ella tampoco, hasta qué punto llegaría el cambio en la rutina.
Dispuesto como estaba a mejorar las cosas, propuse ir a ver una película romántica, algo erótica pero romántica al fin, sabiendo que son sus preferidas. Al salir del cine, Lucía estaba muy cariñosa y algo excitada. Le propuse tomar una copa antes de volver a casa y aceptó con gusto. Fuimos a un local con algunas mesas y un diminuto lugar para bailar. Aunque la concurrencia no era mucha, las pocas parejas que bailaban casi llenaban la pequeña pista. De todas maneras, lo hacían con los cuerpos tan pegados que no hacía falta más espacio. Nos sentamos en una mesa libre, pedimos nuestras copas y observamos a los bailarines, mientras hablábamos de cosas banales, intercambiando algunas frases amorosas. Una cosa trae a la otra y la conversación tomó un ligero tono erótico. En un momento, Lucía me propuso bailar. Yo nunca lo hago, no me gusta y me negué. Allí naufragaron mis intenciones de pasar una velada agradable. Lucía se enojó, insistió, yo me molesté por su insistencia y terminé diciéndole que podía bailar sola, si quería seguir el ritmo, o con alguno de los pocos hombres solos que había en el local.
Dicho y hecho, Lucía se dirigió a la pista y comenzó a bailar. Debo reconocer que lo hace con gracia y, con su atuendo de esa noche, una muy escotada blusa blanca, una falda negra que apenas le llegaba a medio muslo y sus zapatos de tacones altos, estaba esplendorosa. El bamboleo de sus caderas y sus tetas de buen tamaño saltando al ritmo de la música componían un cuadro más que excitante.
Un hombre de mediana edad, aproximadamente de la nuestra, alto y robusto, la estuvo observando y yo a él, hasta que se decidió a acercarse y seguir la música junto a ella. Lucía lo miró, sonrió y le dijo algo. Dejaron de bailar y se acercaron a la mesa. El desconocido se presentó como Luís y me pidió autorización para bailar con mi mujer. Aunque no me agradaba la idea, no encontré motivo plausible para negarme, de modo que les dije que cómo no, que bailaran.
Volvieron a la pista y siguieron bailando sueltos durante una o dos piezas. La siguiente resultó ser un bolero, lento y meloso. No me pareció cuestionable, aunque no me gustó, que se enlazaran para bailar ese ritmo. Sobre todo, porque mantuvieron una distancia mínima, aunque decorosa. A la distancia observé que hablaban, que Luís sonreía y que Lucía emitía risitas, con aspecto de estar disfrutando mucho placer personal.
Ingenuamente, me pregunté cómo ella no reaccionaba ante tal grosería y me erguí para rescatarla del abusador. Entonces tuve una nueva sorpresa. Lucía apartó su cara de la de él y volvió a acercarla, pero esta vez para besarlo en los labios. Ni corto ni perezoso, el compañero de baile abrió su boca y se unieron en un beso que nada tenía que envidiar, en intensidad y duración, a los que habíamos visto en el cine. Me convencí de que no había tal abuso y que, en cambio, había pleno consentimiento.
Tuve plena conciencia de mi deslucido papel. Lo visto bastaba para considerarme un cornudo. Quedé un momento paralizado junto a la mesa y, cuando iba a completar mi intención de acercarme a la pareja, fueron ellos quienes abandonaron beso y baile y vinieron hacia la mesa.
– He invitado a Luís a tomar algo en casa – me dijo Lucía con el tono más natural, como si lo ocurrido y visto no mereciera ninguna explicación.
Habrá quien encuentre que pequé de corto, al no reaccionar. Dos cosas me lo impidieron. De una parte, la sorpresa. No es fácil reaccionar ante lo completamente inesperado. ¿A usted le parece normal que la madre de sus hijos, mujer de muchos años, mujer discreta, se ligue a besos con un desconocido y lo quiera traer a la propia casa? La segunda razón fue que lo que acababa de ver me había excitado de una manera loca, algo que podía notarse perfectamente, pues el bulto en mi pantalón era tan visible como el que lucía Luís.
– Pues vamos – fue todo lo que atiné a decir.
Cogí una de sus manos. Ella se dejó coger, pero pasó el brazo libre por la cintura de Luís, quien pasó el suyo sobre los hombros de Lucía, dejando caer la mano sobre las tetas. Los clientes del local que no estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos amorosos nos miraron salir con sonrisas socarronas y hasta me pareció que de una mesa, después de un comentario, surgió una carcajada. Hay que reconocer que no es habitual que una mujer entre con un hombre y salga abrazada con otro, mientras el hombre original los sigue con mansedumbre. Ya en la calle, nos dirigimos al coche, pero cuando iba a abrir la puerta del acompañante para que subiera Lucía, ella simplemente me dijo que fuera yo delante para conducir, porque ella iría con Luís en el asiento trasero. En esta oportunidad, logré balbucear una protesta, pero Lucía la hizo morir al nacer.
– Debemos tener una pelea para que me lleves a ver una película de las que me gustan, no quieres bailar y hace tiempo que tu desempeño como marido es más que deficiente y desganado. Esta noche se hace lo que yo quiero.
Eso sí que estaba claro. Pude haberme rebelado, pero presentía que era inútil. Lucía se hubiera ido con Luís y yo ni siquiera sabría lo que hacían. Mi erección indicaba que la situación tenía también para mí cierto atractivo morboso. Mientras conducía, el espejo retrovisor me permitía ver lo que estaba ocurriendo a mis espaldas.
Se abrazaron y besaron como si el mundo fuera a terminar en ese mismo minuto. Otra vez vi una mano traviesa, pero en esta oportunidad era la fina mano de Lucía que manoseaba con ansias la hinchada bragueta de su recién conocido macho. Las de él no descansaron: tetas y culo supieron de la firmeza de sus caricias y en algún momento, una mano se introdujo bajo la breve falda y, al levantarla, permitió ver que toqueteaba el coño. Frente a casa, detuve el auto e interrumpí, por primera vez en el trayecto, a los amantes. – Llegamos, dije con la poca voz que me quedaba.
Había que atravesar la entrada hasta los ascensores, bajo la mirada del portero. Lucía tuvo un resto de pudor, se arregló las ropas y marchamos hacia el piso. Nada más llegar él empezó a desnudarse mostrando una verga algo mayor que la mía.
– Me gusta tu enorme verga, mi amor. ¿Puedo chupártela? – dijo ella con un ronroneo, elevando la mirada hacia el hombre que la tenía fascinada y caliente, muy caliente.
– Me harás muy feliz putita – fue la respuesta del afortunado.
Así que putita, pensé para mis adentros. A mí me habría armado un escándalo si le hubiera dicho algo semejante. Vi la lengua de mi mujer recorrer golosamente la cabeza de aquella verga, bajar por el tronco, lamer los huevos, volver a lamer todo el pedazo hasta la cabeza de nuevo y finalmente tragar la verga entera, para subir y bajar varias veces la cabeza, pero al rato Luís la apartó, aunque ella refunfuñó mimosamente por perder su golosina, pero sabía que se acercaba lo mejor. El macho de mi mujer, ¿de qué otra manera llamarlo?, le quitó la poca ropa que quedaba por quitar. Lucía lo cogió de la mano y lo guió hacia el dormitorio. ¡Todo iba a ocurrir en nuestra cama matrimonial! Giró la cabeza hacia mí y me invitó:
– ¿Quieres venir?
No me lo hice repetir. Fui tras ellos, como un perrito y, mientras se arrojaban abrazados sobre la cama, me instalé en una silla. Nunca hubiera pensado que actuaría de esa manera. Ser cornudo puede ocurrirle a cualquiera, pero que te pongan los cuernos en tu cara y te quedes mirando es algo inusual. Pienso que, sin saberlo, siempre tuve pasta de cornudo sumiso. O tal vez fue el descaro de Lucía lo que me avasalló. Sea como fuere, allí me senté. Luís le manoseó las tetas, deteniéndose a pellizcarle los pezones, lo que arrancó a Lucía ahogados grititos de placer. Luego se inclinó sobre su pecho y le chupó una teta primero y la otra después, con lentitud y, a juzgar por la cara que ella ponía y sus risitas ahogadas, con buena técnica, hasta que Lucía se apartó y gateó hasta los pies de la cama, dándole una amplia visión de su gran culo, se situó entre las piernas del hombre y reinició su interrumpida sesión de mamada, desplegando todo el arte que yo ya conocía bien.
Besó, lamió y chupó repetidamente cabeza y tronco, descendió hasta los cojones y los chupó con deleite. Bajó aún más y lamió la sensible parte que va de los cojones al culo. Luís arqueó y separó las piernas para facilitarle el acceso, rugiendo:
– ¡Ay, putita, cómo me haces gozar!
Lucía culminó la tarea metiendo la lengua en el mismísimo culo del macho. A mí nunca me hizo esa caricia. Yo permanecía fascinado, paralizado, ante semejante espectáculo en mi propia casa y cama. Entonces Luís se incorporó, la cogió de los brazos y la situó junto a él en el centro de la cama, se instaló entre sus piernas y comenzó a penetrarla. La calentura de Lucía era tanta que, entre gemidos y convulsiones, tuvo su primer orgasmo, pero no sería el último de la noche. Luís comenzó un lento metisaca, mientras le besaba y mordía el cuello. Lucía gemía como una loca diciendo:
– ¡Dame, mi amor, mi macho… dame fuerte… más, más…!
– ¿Te gusta como te follo, putita?
– ¡Sí, mucho, dame más, más!
Jadeos, gemidos y gritos descontrolados marcaron que ambos amantes tenían un orgasmo simultáneo y desde mi punto de observación, pensé preocupado que nadie se había acordado de los condones. Todavía siguieron un rato en la misma postura, con movimientos y gritos que extraían hasta que los dos se corrieron simultáneamente. Entonces Lucía me invitó, o mejor me ordenó, comerle el coño y yo comencé a chupar y lamer la mezcla de flujos vaginal y semen, mientras ella se aplicaba a hacer la misma limpieza en la verga de su amante. Tanto roce volvió a excitarlos y un nervioso movimiento de piernas me indicó que mis servicios ya no eran requeridos. Lucía y Luís volvieron a enlazarse en su rutina de manos y bocas y piernas, de toqueteos, pellizcos, besos y mordiscos.
El segundo polvo se realizó en la posición del perro, Lucía apoyada sobre manos y rodillas y Luís penetrándola desde atrás, aferrando sus manos a las caderas de ella. Con su nuevo orgasmo, Lucía se aplastó sobre la almohada aullando como una poseída.
– ¡Ay, amor, macho mío, me llenas!
El amante se pegó a la espalda de ella, llevó las manos hasta apoderarse de las tetas y rugió convulsivamente:
– ¡Te lleno de leche, mi hembra, mi puta!
– Sí, soy tu hembra, tu puta, tu mamadora…
Mi excitación era enorme. Mi verga reventaba. Pero un curioso pudor me impedía masturbarme. No podía haber una vergüenza mayor que la que estaba pasando, pacífico espectador y aún colaborador de la entrega total de mi mujer a otro hombre, escucha paciente de las frases calientes, los gritos y los gemidos que puntuaban sus escarceos. ¿Podía una masturbación ser más vergonzosa que todo eso? Y, sin embargo, algo me detenía. Quizás la misma magnitud de la humillación que sufría hacía insoportable subrayar mi consentimiento con un mísero placer solitario. O quizás la evidencia de que un hombre recién conocido satisfacía a mi mujer mejor de lo que yo lo había hecho por años, me impedía darme un placer no merecido.
Entonces Lucía se salió de debajo del peso de Luís y ambos amantes quedaron tendidos recuperando la respiración. Sin necesidad de que ella me lo ordenara, volví a hundir mi cabeza entre sus muslos, para chupar su anegada vulva. Pero me esperaba una nueva y peor humillación. Lucía aceptó las caricias de mi lengua por un momento, luego extendió una mano, apartó mi cabeza, la dirigió hacia el ahora fláccido miembro de Luís y volvió a usar ese novedoso tono imperativo:
– ¡Límpiasela y ponla dura otra vez para mí!
Nunca me he considerado homosexual, ni me considero tal ahora. Tocar o, menos aún, chupar la verga de otro hombre no me causa placer. Sin embargo, estaba descubriendo un agridulce placer en someterme a la voluntad, los caprichos y los placeres de aquella hembra que, tras años de casados, solo ahora estaba descubriendo en su verdadera condición de zorra caliente. Obedecí y besé, lamí y chupé aquel miembro cubierto de semen y jugos vaginales y cuando Luís empujó mi cabeza hacia sus cojones no me resistí. Volvió a empujarme y arqueó su cuerpo para que mi boca estimulara su perineo. No pasó mucho tiempo para que sintiera que la raíz de la verga comenzaba a endurecerse bajo la piel, al roce de mis labios y lengua. Oí la risa de Lucía:
– ¡Que bien que lo haces! Desde ahora, me lo comerás a mí todas las noches.
Luís también rió y, nuevamente excitado, la tomó de las caderas con ambas manos y la guió hasta sentarla sobre su verga. Desde mi incómoda posición, pude ver cómo la polla penetraba lentamente en la almeja. Lucía gimió. Luís gimió. Yo no me atreví, a falta de una orden, a abandonar mis caricias orales en los cojones del semental. Seguramente por eso, el tercer polvo no fue tan largo como podría haber sido, puesto que precisamente era el tercero.
Saludos y gracias por leerme.