Relato erótico
Una cita diferente
Era un buen amigo y siempre podía contar con él cuando lo necesitaba. Aquella tarde estaba muy triste y deprimida y lo llamó. Como era habitual, su amigo, no le falló pero aquel día todo fue diferente.
Patricia – BARCELONA
Aquella tarde tenía una pena tan intensa que hasta me costaba creérmela. Me llegó sin avisar, pillándome desprevenida. Era una tristeza en estado puro. Me di cuenta de que tenía que ponerle remedio y quitarme de encima aquel sentimiento tan pegajoso, o de lo contrario, acabaría ahogándome. Así que llamé a Julio.
Julio era la única persona en este mundo capaz de poder arrancarme una sonrisa cuando mi estado de ánimo estaba tan bajo. Y no porque fuera un incipiente psicólogo, recién salido de la facultad, sino que en fin, que era uno de esos eternos pretendientes: alegre, simpático, un tanto melancólico cuando sus armas de seducción no surtían el efecto deseado en la persona amada y encima era guapo. Pero con todo, lo mejor, sin lugar a dudas, era que yo le gustaba. Él a mí me gustaba bastante, pero la cosa no iba más allá. Me agradaba y punto. Le llamaba de vez en cuando, salíamos a tomar algo, a charlar y luego cada cual a su casa. Y tan contentos, al menos yo. Cuando yo le llamaba, él siempre quería quedar, jamás me puso objeciones y, sin embargo, cuando él trataba de quedar conmigo por su propia iniciativa yo solía negarme. Y eso, con el tiempo, fue creando una atmósfera un tanto inhóspita pues Julio se dio cuenta, comprendió que en realidad yo le estaba utilizando. Y esperó. Supo esperar hasta que yo volví a dar señales de vida y a pedir de nuevo su presencia en mi vida.
Y yo precisamente no tuve a bien llamarle otro día, sino aquella tarde de enero en la que hacía mucho frío. Salí de mi casa sobre las ocho y media de la noche para esperarle en mi portal y así evitar que mis padres se dieran cuenta de que iba a salir con un chico mucho mayor que yo ya que por aquel entonces yo tendría unos 20 años y él unos 29, cosa que no les hacía precisamente mucha gracia.
Julio estaba guapísimo. Llevaba un jersey negra que le llegaba a la altura de medio muslo y unos pantalones negros con un jersey de cuello alto y de color beige. Yo llevaba unos vulgares vaqueros y un jersey de esos que llevan renos dibujados en el pecho, con los guantes y la bufanda de rigor, y una preciosa chaqueta de ante que aquella noche, y debido a la lluvia, pasó a mejor vida.
Nos saludamos con dos castos besos en las mejillas y echamos a andar calle abajo buscando algún garito donde poder resguardarnos del frío, cosa que nos costó bastante, porque no hallamos ninguno que nos gustara del todo hasta bastantes manzanas andadas. En realidad lo descubrió Julio, que parecía conocer bien aquella zona de la ciudad. Se trataba de una pequeña taberna al estilo irlandés, poco iluminada y muy acogedora, totalmente decorada con madera y con cierto olor a cerveza rancia. Era un sitio perfecto para poder hablar. Había poca luz y casi nada de gente y con solo dos camareros dedicados a jugar a las cartas en la barra, justo en el extremo opuesto de la mesa donde nos instalamos, es decir, que estábamos situados en el fondo del local, al lado de una ventana enrejada y a través de la cual pudimos ver como había empezado a llover, aunque más que llover estaba diluviando.
Me invadió la sensación de que jamás escamparía y eso me reconfortó, ya que estaba en un lugar seco y cálido. Me sentí muy relajada. Y mi tristeza repentina de aquel día, al contrario que la lluvia, comenzó a disiparse de mi mente y además, oír hablar a Julio era fantástico.
Pedimos sendas cervezas a uno de los camareros y nos dedicamos a ponernos al día sobre nuestras respectivas vidas, fumando sin parar y escuchando de fondo a algún grupo de música celta. He de reconocer que la escena era fantástica. Y Julio con aquella luz parecía aún más guapo. Poco a poco nos fuimos acercando el uno al otro con la excusa de que hacía frío y comenzamos a bajar la voz hasta que nuestra conversación no pasó de ser más que un susurro prolongado. Daba la sensación de que el hecho de aproximarnos tanto el uno al otro y el de hablar en susurros, parecía un acto natural en aquel ambiente. Y creo que Julio notó como yo, poco a poco, fui bajando las armas, deshaciéndome de mis sistemas de autodefensa que se activaban cada vez que estábamos juntos.
Sin embargo, en lugar de dar comienzo a sus eternos dispositivos de táctica y estrategia, como la de los piropos pronunciados a media voz, la de las medias sonrisas y las miradas lánguidas y los fugaces roces de las manos y la de mirarme en silencio, como memorizando mis facciones o como adorando mi anatomía a pesar de las gruesas ropas, la de tocar con su rodilla mi rodilla por debajo de la mesa, a pesar de que yo me insinué, Julio no hizo nada. Se limitó a mirarme fijamente y a hablar sobre cómo le iba en su nuevo trabajo.
Aquello me descolocó. No comprendí su cambio de actitud, pero surtió efecto en mi casi de inmediato, pues pronto comencé a sentir como la sangre me empezaba a hervir en las venas, como el deseo se me iba encendiendo por dentro, como sus ojos, que tan fijamente me observaban, me comenzaban a parecer teas encendidas dispuestas a quemarme las entrañas, a sentir como mi respiración se volvía más profunda y entrecortada. Entonces sentí que no podía esperar mucho más. Le miré con ojos suplicantes, humillada, y pronuncié su nombre quejumbrosamente. Deseaba tanto aquel cuerpo que hubiera hecho lo impronunciable con tal de hacerlo mío.
Me sentía rara, porque después de tantos años negándome a estar con él, adoptando una fría pose de reina de hielo, por fin, y en contra de mis expectativas, había llegado el día en que Julio me había derretido por completo consiguiendo que le deseara con violencia, hasta la extenuación. Y lo había conseguido justamente cuando dejó de tratarme como a la perfecta imagen de mujer fría y distante que yo misma me había impuesto. Lo había conseguido justo cuando me había mirado de frente y no de rodillas, sin hacerme distinciones especiales. Fue como si se hubieran trastocado los papeles y ahora fuera él quien se había convertido en el mismísimo rey del hielo.
Por eso pronuncié su nombre quedamente, presa de una pasión enfermiza y temblando ante la idea de que aquel hombre me hiciera suya. No obstante él permaneció impasible, quizás felicitándose interiormente por haber conseguido provocarme la reacción esperada. “Una venganza un tanto amarga”, pensé. Pero no soy una mujer que se amilane tan fácilmente y decidí arriesgarme. Me incliné hacia él y le besé suavemente en los labios, notando por primera vez su sabor y su textura, permitiéndole a mi lengua inspeccionar tímidamente los entresijos de su boca. Sentí cómo un escalofrío me recorrió la espalda cuando él posó una de sus manos sobre mi cintura, presionándola con sus dedos hacia abajo, y entonces me quité los zapatos sin dejar de besarle y me levanté, separándome de él, para observar la situación en la que estábamos.
Había llegado un grupo de gente joven que estaba en la mesa más cercana a la puerta el pub y los camareros seguían con su juego de naipes. No había nadie más en todo el local y de los que había, ninguno parecía interesarse mucho por nosotros. La poca luz estaba de nuestra parte y además, el extremo de la barra nos ocultaba de cuello para abajo, más o menos.
Sin perder tiempo, me desabroché los botones de mis vaqueros y me liberé de ellos ante la atónita mirada de Julio, quien, aun habiendo entendido mis intenciones, no daba demasiado crédito a ellas. Sin embargo no había tiempo para andar dando explicaciones porque podrían pillarnos en cualquier momento y yo estaba demasiado caliente como para andarme con tonterías. Le insté en voz baja que se bajara los pantalones, pero solo se los bajó lo mínimo y lo justo para sacarse la considerable verga que se guardaba en el pantalón. Recuerdo que pensé fugazmente en lo triste de la situación, ya que era la primera vez que hacíamos el amor, si cabe llamarlo así, y la forma, desde luego, estaba muy lejos de ser la ideal, si bien era bastante excitante y además necesitaba librarme del fuego que estaba abrasando mi sexo.
Tratando de disimular lo máximo posible, a fin de que no nos descubrieran, me senté a horcajadas sobre Julio. Estaba lubricada de sobras por lo que me acomodé sobre él, guiando la punta de su pene hacía mi vagina y sintiendo como me penetraba. Todo me estaba resultando muy excitante, pero me costó mucho controlar los nervios. Me abracé a él y hundí mi cara en su cuello, mientras que Julio me cogió con ambas manos de la cintura, con aquellas manos tan enormes que tenía, a pesar de su estatura, y me ayudó a hacerlo mejor, impulsándome suavemente hacia arriba para luego dejarme caer, a la vez que yo contraía los músculos de mi vagina para proporcionarle más placer.
Fue fantástico. Eso si, quizás demasiado rápido, ya que aún a pesar de lo lentos que eran mis movimientos, Julio se corrió enseguida dentro de mi, llenándome con su cálido semen y su palpitante miembro. Yo continué abrazada a él durante un rato, hasta que nos tranquilizamos. Supongo que la gente, al vernos así, pensaría que solo éramos una pareja de enamorados y nadie nos molestó.
Me incorporé al cabo de un rato y me recompuse un poco mientras Julio pagaba las cervezas y salimos del local.
Fuera continuaba diluviando, así que echamos a correr hasta el soportal más cercano y Julio me preguntó si me apetecía ir a algún sitio, como a su casa pero ya se me había hecho bastante tarde y tenía que volver a casa de mis padres.
Se ofreció a acompañarme y caminamos juntos sin hablar, totalmente en silencio, por debajo de los alféizares de los edificios para evitar acabar empapados por la lluvia, cosa que no conseguimos, por cierto. Al llegar a mi portal me confesó que para él había sido la primera vez que “follaba en un lugar público”, y aquella confesión me excitó tanto, que cuando subí a casa descubrí que no solo mi chaqueta de ante había pasado a mejor vida, sino que también mis braguitas ya no volverían a ser las que fueron.
Con el tiempo volvimos a repetir la experiencia, aunque nunca en un lugar público. Y la verdad es que ya estoy echando de menos aquella sensación.
Besos y hasta otra.