Relato erótico

Una alumna aplicada

Charo
19 de agosto del 2020

Había estado de acuerdo con su amiga para darle clases a su hija, una chica muy atractiva, aunque sin darse cuenta y poco a poco, quien acabó dando clases fue ella al improvisado maestro.

Álvaro – VALENCIA
Esa tarde, yo estaba junto a esta atractiva chica por decisión de su madre, amiga mía desde la universidad, quien me había pedido que ayudara a esta esplendorosa muchacha de 20 años, llamada Rebeca, en su habitual pelea con el cálculo del segundo año de ingeniería. Su madre nos dejaba solos para facilitar así la tarea docente. Pero no era eso justamente lo que me tenía absorto en ese momento, sino su belleza. Yo no tenía dudas que ella se daba perfecta cuenta de lo que a mi me pasaba y parecía disfrutarlo. Por otra parte no podía ignorarlo puesto que mi erección ya tenía dimensiones francamente molestas.
Fue así que alentado por su actitud más que permisiva, provocadora, me incliné hacia ella y acaricié su pelo, que mantenía sujeto con una cinta de color verde. Ella pareció complacida con mi caricia y eso me alentó a besar suavemente su hombro desnudo que encontré sorpresivamente helado. El tenue temblor en su piel me indicó que ella acusaba el impacto de mis labios y que apreciaba la segura caricia de un hombre cercano a los cuarenta años. No dejaba de mover los muslos y un círculo húmedo se dibujo en el centro de su tanga. La muchacha estaba sin duda excitada y yo trataba de mantener la serenidad, tarea difícil para un macho maduro, sabio e irremediablemente erotizado.
Seguí besando sus hombros desnudos, pero ahora humedecía su piel con mi saliva candente mientras mis manos avanzaban bajo su blusa tenue para apoderarme de sus pechos. Sus pezones me sorprendieron pues parecían los de una mujer más madura. Eran firmes y erectos, casi demasiado grandes y pensé que aquello era producto quizás de las habituales caricias que habría de brindarse cada noche para calmar la fiebre sensual de su cuerpo. Esa misma fiebre parecía invadirla ahora pues levantó su rostro para que yo la besara y mi lengua entró en su boca mientras mis manos empujaban su falda más allá de sus muslos.
Ahora estábamos de pie frente al escritorio y también de pie, desnudo como ella, separé sus muslos y me dispuse a penetrarla. Fue un acto de posesión total, pero debo agregar que fue una posesión cruzada, mutua, en que ninguno de los dos se sintió dominador sino que fuimos cómplices de un pecado delicioso. Entré en ella con propiedad y con agradecimiento. Mi hierro candente fue separando su entrada con una calma meditada, sintiendo cada centímetro de su tubo abriéndose bajo mi presión, teniéndola asida desde su culo prodigioso avanzando en medio de esos jugos candentes, mientras sus pezones me apuntaba como dos pistolas mortíferas, rectos hacia el cielo en el cual realmente nos encontrábamos. Penetración y silencio, respiración agitada y quejidos ahogados.

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Nunca he penetrado a nadie así de esa forma, en que si bien yo era el penetrador ella era quien me tragaba lentamente, rítmicamente, con una cadencia natural y deliciosa hasta sentir que la tenía completa y ella me había hecho desaparecer en su profundidad. Cuando me vacié ella levantó los muslos y me apretó la cabeza entre ellos, con una violencia meditada, como si quisiera darme a entender que por esta vez me perdonaba la vida y yo me sentí agradecido porque no quería morir hasta volver a disfrutarla. Cuando me fui de su casa, caminé sin rumbo por las cercanías del barrio. Yo ahora tenía un destino que era nuevo y del que no quería huir.
Durante varios días viví esa sensación contradictoria y apasionante de felicidad y de pecado que me traía casi al borde de la irrealidad, de la cual salí cuando telefónicamente mi amiga, la madre de la muchacha, me hizo saber que deseba hablarme. De pronto, todo mi paraíso pareció derrumbarse sin remedio y podía imaginar lo que pasaría. Nos habían descubierto y la inmadurez de la muchacha la había llevado a sincerarse con su madre. En cualquier caso, no cabían dudas de que me esperaba un futuro bastante desagraciado pues debería admitir todo, no solo frente a mi amiga, sino sobre todo frente a mi esposa. Aquella noche casi no dormí y no supe responder las preguntas de mi mujer acerca de la causa de mi febril insomnio.
A media tarde del día siguiente llegué hasta la casa de mi amiga, decidido a admitir mi culpa sin haber encontrado ninguna explicación para mi conducta. ¿Qué explicación podría darle a su madre si la muchacha me había embrujado con sus encantos? Mi amiga me saludó con mucha atención y una sonrisa que interpreté casi como una burla. Ella era muy directa y de inmediato me dijo que lo sabía todo, que no me pediría explicación alguna porque ella no era nadie para juzgar lo que su hija y yo, ambos mayores de edad, habíamos hecho libremente, que yo seguramente tenía muy claro mi proceder y que en cuanto a su hija ella lo único que veía era que desde ese día la muchacha estaba plena de una felicidad incomparable y que ella, como madre, simplemente se alegraba de esa felicidad y que sinceramente la envidiaba. Esto me lo decía con una sonrisa que me desconcertó y yo podía percibir como sus labios temblaban levemente al hablarme. Estaba muy cerca de mí. Era una mujer hermosa y enigmática.

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Cuando dejó de hablar se acercó más a mi cuerpo y repentinamente, como obedeciendo a un impulso poderoso, me abrazó y comenzó a besarme solo como una hembra ardiente madura y reprimida podría hacerlo. Con un murmullo que se deslizaba entre los besos, me dijo que desde el día de mi encuentro con su hija, que ella había observado secretamente, no podía pensar en otra cosa sino en estar con el dueño de la madre y de la hija. Esta era una fantasía más allá de toda explicación y mientras mis manos recorrían su culo maravilloso, me daba cuenta que el de la muchacha no había sido sino la réplica perfecta del culo sabio de esta hembra madura que se me entregaba con plena conciencia de lo que hacía y eso me hacía disfrutarlo con mayor intensidad.
Recorría con mi lengua impregnada de saliva pecadora la hendidura entre las nalgas de este maduro tesoro carnal hasta sentir palpitar sobre ella los latidos de la entrada de ese culo perfecto dándome a entender el promiscuo deseo de la hembra.
Sabios los dos, buscamos la posición precisa y el ángulo más caliente y fui adueñándome de ese culo maravilloso y cuyo disfrute comenzaba justamente donde había terminado el que me diera su hija y así las dos generaciones completaban para mi un placer que estaba más allá del tiempo. Fue una tarde larga, meditada y caliente en que mi amiga y yo, por fin, mas allá de la circunspecta amistad que nos unía, habíamos llegado al valle del pecado directo y absorbente, embriagador, porque sin decirnos una sola palabra arrinconamos todos los placeres de nuestros cuerpos hasta cansarnos de felicidad.
Me hizo prometer que volvería. Sí que volvería cuanto antes, al día siguiente a la siguiente tarde porque me dijo que me daría cosas que no imaginaba pues por primera vez podía entrar al mundo de lo francamente encantador y prohibido. Yo no podía negarme. Así, en la tarde siguiente, al llegar a su casa, me di cuenta que mi ardiente amiga y cómplice sabía hacer las cosas demasiado bien. La puerta estaba semiabierta, de modo que di unos golpes muy suaves para hacerme sentir justo en el momento en que escuché su voz diciendo que entrara, que ella estaba en su cuarto. Entonces me lo imaginé todo.
Un golpe de deseo invadió mi mente ya casi quemada y comencé a desnudarme.

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Imaginé a la hembra desnuda tendida sobre la cama con sus preciosos muslos separados. La imaginé acariciándose sus pechos, pellizcando sus pezones hasta ocasionarse pequeños dolores excitantes, la imaginé humedeciéndose los labios para luego tragarse mi sexo ardiente a punto de estallar, la imaginé ofreciéndome el guiso exquisito de su culo palpitante y entonces había llegado a su cuarto y ella estaba sobre la cama.
– Quiero darte cosas que no imaginas – me había dicho y no mintió.
Mi amiga era ligeramente más alta que su hija, pero la muchacha era un poquito más gruesa, pero aquello, ¿qué importaba en ese momento? Me sentí idiota con ese pensamiento porque no era el instante de pensar sino de llenarme la visión con ese espectáculo más allá de todo deseo y de toda fantasía. Era un verdadero infierno de piel de suavidades y de perfumes de hembras ardientes y desbocadas.
Por necesidades de espacio, pienso, acabo aquí mi relato pero que continuaré en una próxima carta
Besos, Charo, y saludos a los lectores de ambos sexos.

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