Relato erótico

Un arrebato de lujuria

Charo
27 de septiembre del 2019

Dicen que los exámenes estresan y es verdad, pero aquel día, encontré una buena fórmula para relajarme y seguir estudiando.

Daniela – GRANADA
Se llamaba Rómulo, era un hombre más bien rudo, aunque bastante atractivo, con el pelo cano y la piel muy morena, tostada por el sol de justicia del que gozamos en mi tierra.
Trabajaba como albañil y fontanero, claro, así se entiende que, además de lucir aquel moreno de albañil, tuviera unos músculos tan bien formados. Pero no os llaméis a engaño. Rómulo era mayor. Muy mayor. Al menos para mí, que acababa de cumplir los 19 años. Creo que él tendría unos 55 años, por lo menos… ¡si era más mayor que mi propio padre!
De eso han pasado ya muchos años. Ahora soy una mujer más madura y puedo entender que me dejara llevar por la impaciencia de la edad, por las ganas tan tremendas de sexo que padecen los adolescentes. Y también comprendo que la culpa la tuve yo. En realidad aquel pobre hombre me trató demasiado bien. Yo en su caso…
Resulta que en casa teníamos que hacer reformas. Vivimos en una barriada y aquí todo el mundo se conoce, además que solo hay un fontanero en todo el barrio, con lo cual no hay donde elegir. Yo no había tenido mucho contacto con éste hombre, solo le conocía de vista, en fin, su hija, que tenía mi edad, estaba en mi clase. Recuerdo que ese año estábamos haciendo el C.O.U., acabándolo ya, porque estábamos preparándonos los exámenes de Selectividad.
Yo, por aquellos días, hacinada en el territorio comanche de mi habitación, y agobiada por la extenuante montaña de libros, estaba muy nerviosa. Por los exámenes. Y encima a eso se le añadía el aliciente de las reformas de casa, todo el santo día con el trajín de los albañiles, carpinteros, pintores, fontaneros…
El día clave era precisamente uno de los más críticos para mí. Solo faltaban 2 días para mi primer examen y estaba que me subía por las paredes. Estaba a punto de echarme a llorar de desesperación, cuando mi padre tocó a la puerta de mi cuarto y me dijo que él y mi madre tenían que salir a elegir unos muebles. El plan era que me quedaba sola, allí encerrada estudiando y con una pareja de fontaneros en la cocina. Ante mis quejas, mi padre me espetó que habían quedado ese día y que no podían echarse atrás, que ya era mayorcita para saber cuales eran mis obligaciones, etecé, etecé… y se fueron. Yo me sentía fatal. Total, ya conocía al viejo de Rómulo y a su sobrino, que trabajaban juntos, eran buena gente.
Pasaron cerca de 30 minutos y sentí que no podía más con los libros. Abrí la puerta de mi cuarto y asomé la cabeza al pasillo. A Rómulo y a su sobrino, que creo que se llamaba Julio, pero no recuerdo bien, se les oía trajinar en la cocina.

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Mi casa consiste en un largo pasillo a lo largo del cual se van distribuyendo las habitaciones. La cocina estaba en el extremo más alejado de la puerta de entrada a la casa y mi habitación más o menos por la mitad el pasillo. Y como la puerta de la cocina estaba abierta, desde mi posición pude ver cómo trabajaban los fontaneros. Rómulo estaba inclinado sobre la mesa, así que solo podía verle las piernas, pero a su sobrino si podía verle bien. Le calculé unos veintitantos años. No es que fuera una belleza, pero tenía un cuerpo muy bien formado, bastante apetitoso para una chica de mi edad. Así que ya que estaba sola, aburrida y harta de estudiar, decidí divertirme un poco. Algo, no sé, por entretener a mis hormonas. ¿Qué de malo había en ello?
Volví a meterme en mi cuarto y me dirigí al espejo de la cómoda. Como hacía calor yo llevaba unos pantaloncitos muy cortos, que me parecieron bien para mi propósito, y una camiseta de tirantes, bastante escotada, perfecta. Pero había algo que fallaba… el sujetador. Me liberé de él y la visión que me devolvió el espejo me gustó mucho más. Mi pechos parecían querer salirse de la ajustada camiseta, pues tengo bastante pecho, aunque siempre he querido tener más. Di unos cuantos pasos hacia atrás y avancé hacia el espejo, fijando mi vista en unas bamboleantes tetas que me convencieron de su poder hipnótico. Me descalcé y me solté el pelo, que lo llevaba atado en una cola. Suspiré. Todo bien. Adelante, pues.
Volví a salir al pasillo y me dirigí con paso decidido hacia la cocina, pero justo cuando me quedaba menos de 2 metros de pasillo para llegar, oí cómo Rómulo le ordenaba a su sobrino ir al almacén a recoger no-sé-que-cosa para las tuberías. Llegué para ver cómo el muchacho salía de la cocina y avanzaba por el pasillo sin apenas mirarme. Bueno, si, me miró… las tetas, por supuesto. Pero ni siquiera levantó la vista o se paró. Sin embargo no me desanimé, pensando que como no tardaría en llegar, pues no pasaba nada si le esperaba en la cocina, tomándome un descafeinado o algo… para hacer tiempo. Entré y saludé a Rómulo.
– Rómulo… hola.
– ¡Hombre, Daniela! ¡Tú por aquí! ¿Ya saliste del claustro?
– Pues si… voy a tomar algo, ¿la apetece un café?
– Bueno, me tomaría una cerveza bien fresquita.
Mientras sacaba la cerveza del frigorífico y calentaba la leche en el microondas, le observé. El caso es que no estaba nada mal aquel hombre… un poco… bueno, no… bastante mayor para mí, pero mis hormonas al parecer aquel día no atendían a razones. Me percaté de que él me miraba de reojo y le noté nervioso. Normal. Mis pantalones eran tan cortos que me llegaban al inicio de los muslos y tan pegados que se me notaba bastante la forma de mi sexo. Y encima sin sujetador. Eché un par de cucharadas de café a la leche y, al mirar hacia abajo, vi que tenía los pezones a punto de romper la tela de la camiseta. Me avergoncé un poco, porque además me noté húmeda. Y eso que llevaba un salvaslip puesto.

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– Y bueno, Daniela… cuéntame, ¿ya tienes novio? Mi sobrino me dijo hace un rato que eras muy guapa, pero el pobre es muy tímido. ¿Ya os conocéis, no?
– Si.
– ¿Y qué te parece?
– Que está bien…
– ¿Bien? – risas – ¿Solo bien? – más risas.
Me giré hacia él y le tendí la cerveza. Rómulo alargó la mano para cogerla y vi que le temblaba ligeramente. Me estaba mirando las tetas. Yo saqué más busto, vamos, que las “eché palante”, como se suele decir, en un movimiento reflejo, porque en seguida me arrepentí, ya que él levantó la vista y me miró. Casi será mejor decir que me clavó la vista. Una mirada inquisitiva. Una mirada que me excitó.
Entonces ya no respondí de mis actos. Me sentía como una leona enjaulada, ardiente, con unas ganas terribles de romper las reglas. Me acerqué lentamente hacía él sosteniéndole la mirada y alargué una mano hacia su pecho. Lo noté duro, fuerte, y comencé a deslizarla hacia arriba hasta tocarle el hombro, el brazo… y su tacto me excitó más aún. Rómulo seguía mirándome fijamente, sin moverse, sin apenas atreverse a respirar. Yo volví a dirigir mi mano hacia su vientre y la fui bajando hasta tocarle el sexo por encima del pantalón vaquero. Tenía un paquete enorme, su tacto a través de la tela me hizo estremecer. Entonces Rómulo se retiró, dio un paso hacia atrás y musitó algo así como que él podría ser mi padre.
Yo, a mi vez, avancé, salvando la distancia que él había establecido y me apreté contra su pecho, sintiendo la dureza de su miembro a la altura de mi bajo vientre, respirando el olor a su sudor. Le puse ambas manos a los lados de las caderas y le apreté más contra mí. Y ese fue el resorte. Reaccionó cogiéndome de la cintura y tumbándome de espaldas en la amplia mesa de la cocina.
– Serás putita… ¿qué es lo que quieres, niñata? – exclamó.
Lo dijo jadeando, tratando de controlar una situación que ya se le había escapado de las manos. Pero yo, a pesar de ser tan joven, sabía que a los hombres les gusta el papel de “machos dominantes” y hice como que me dejaba hacer. Total, mi objetivo se iba a cumplir, la forma me daba igual, corría de su cuenta, él era el experimentado y esa idea me excitó tanto…
Mi respuesta fue cogerle del cuello y atraerle hacia mis labios, pero él rehusó. A cambio me agarró la vieja camiseta por el escote y de un tirón la rompió dejando en plena libertad a mis pechos, que salieron disparados. Hundió la cabeza entre mis senos y agarrándomelos con las dos manos comenzó a lamerme, para luego dedicarse a chupar alternativamente mis doloridos pezones. Yo estaba tan excitada que creí que me moría. Tenía ganas de que aquel placer durara siglos, pero Rómulo no parecía estar por la labor, porque comenzó a bajarme trabajosamente los pantalones mientras me comía literalmente los pechos.

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Cuando por fin lo pantalones se deslizaron hacia el suelo yo me abrí de piernas todo lo que pude, gimiendo y maldiciéndole, y no sé de dónde me salió aquella vena tan agresiva, pero lo cierto es que en toda mi vida sexual posterior jamás he estado tan excitada como aquella vez.
Me metió los dedos por el coño, comprobó satisfecho lo caliente y húmeda que estaba, y celebrándolo con un gruñido se inclinó y le dio un par de lametones a mi hinchado clítoris mientras se bajaba la cremallera y sacaba una enorme polla, dura como una piedra.
Me penetró sin miramientos. Al principio solo metió, casi apoyando simplemente, la punta de su miembro entre mis labios vaginales, pero ante mis quejidos decidió no andarse con ceremonias y comenzó a salir y a entrar de mi coño con una facilidad pasmosa.
Yo no sabía adónde agarrarme, sentía unos irrefrenables deseos de morderle, hasta que me llegó el primer orgasmo. Y un segundo y un tercero… hasta que él salió de mí. Sacó su enorme polla de mi sexo y, con un grito contenido, se corrió sobre mí, rociándome de semen los muslos y el pecho.
Se apoyó con las dos manos en el borde de la mesa, mientras yo yacía exhausta. Estaba rendida y lo mejor es que mis nervios habían desaparecido por completo. Cerré los ojos y ya comenzaba a abandonarme a un agradable sopor cuando noté cómo Rómulo se subía la cremallera y me tiraba los pantalones a la cara.
– Daniela, anda, vete vistiendo que mi sobrino no tardará en llegar. ¡Vaya, niña, menudo bicho que estás hecha! ¡Hace años que no follo así! Por cierto, ¿sigues interesada en conocer a mi sobrino?
Le respondí que sí, me bajé de la mesa y le di un beso en la mejilla. Entonces llamaron a la puerta de la entrada y salí corriendo a mi cuarto, para vestirme. Me lavé un poco, me puse un vaporoso vestido de verano y me dirigí de nuevo hacia la cocina… como si no hubiera pasado nada.
Besos y hasta otra.

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