Relato erótico

Tomando lecciones

Charo
28 de agosto del 2018

Hasta que cumplió 18 años desconocía todo lo referente al sexo. Descubrió que podía “complacerse” a sí misma y era muy tímida. Al año siguiente salió con un chico que le “enseñó” algunas cosas, pero su verdadero maestro fue un hombre mayor que ella.

Noemí – Valladolid
Me llamo Noemí, tengo 30 años y quiero contar como me adentré en la vida sexual. De joven, cuando me tenía que desnudar para lavarme, miraba mi cuerpo de reojo frente al gran espejo del baño y no veía en él nada desagradable, nada que mereciese ser castigado. ¿Qué falta habíamos cometido las mujeres para tener que esconder nuestras emociones y nuestros más profundos secretos? Y precisamente, en busca de la clave, que me abriera las puertas de la comprensión fue como aprendí a masturbarme. Era algo que me daba mucho gusto y que podía hacer a solas sin que nadie se enterara. Así aprendí a amar mi cuerpo y más a medida que este se iba desarrollando y ofrecía a mis íntimas caricias, más puntos de placer. Cuando cumplí los dieciocho años, virgen como una paloma pero con una masturbación diaria, al menos, a cuestas. Los amiguetes, también comenzaron a darse cuenta de que Noemí, o sea yo, se estaba poniendo “muy buena”, según la expresión acostumbrada en estos casos. Todos querían llevarme los libros e invitarme al cine. Eso del cine era lo más común por aquel entonces ya que en la oscuridad se podían hacer muchas cosas.
Pero ¿qué cosas? Me preguntaba yo, y para saberlo no tuve más remedio que aceptar la invitación de un chaval del que no recuerdo ni el nombre, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que, a mitad de la película me cogió la mano y se la llevó a la entrepierna encontrándome asida a algo muy duro pero suave al tacto, que al notar como palpitaba, me hizo sacar la mano muy asustada, mi estúpida inocencia me hacía desconocer lo que era una polla.
– ¡Pélamela! – me dijo el chico en voz muy baja.
¿Pelarle el qué?, pensé yo completamente en las nubes y pensando solamente en qué sería aquello que había tocado. El amigo, al ver que yo no hacía nada, me volvió a coger la mano y me la acercó a aquello tan duro y que ahora, bajo la luz difusa de la pantalla veía yo como un dardo mirando el techo. Se la toqué más por curiosidad que por ganas, y al final el contacto con esa cosa tan dura y fina al mismo tiempo, me gustó. Él me apretaba sus dedos contra la polla y la hacía deslizar con movimientos de su vientre, dentro de mi mano.
Cuando empecé a sentir que la cosa se hacía cada vez más dura a mi contacto y que como unos golpeteos se marcaban en mi mano. Me soltó y subiéndome la falda, deslizó sus dedos entre mi vientre y mi braga. Le aparté la mano pero no le solté la cola. Empezaba a gustarme su contacto tan caliente. Lo miré otra vez y quedé maravillada al verlo saltar por el aire con unos golpeteos secos. Era aterrador y precioso al mismo tiempo. Entonces el chico debió adivinarlo todo pues me preguntó:
– ¿Es la primera vez que ves una polla, verdad? – me sentí terriblemente avergonzada y no contesté – ¿Te gusta?- tampoco contesté – Mírala, mujer, mírala que no te va a comer.

Al mismo tiempo me tomó otra vez la mano y volvió a deslizarla por su polla, bien agarrada al troncho, arriba y abajo. Yo podía ver como la piel de la punta desaparecía cada vez que la mano descendía y aparecía cada vez que volvía a subirla. Una bola grande aparecía y desaparecía al ritmo de mi mano. Y la suya. Cuando soltó mi mano yo seguí manoseándola hasta que aquella bola ya no desapareció más y el pene adquirió una dureza bestial. Cuando volvió a acercar su mano a mi falda ya no protesté y de esta manera pudo levantármela, descubriendo mis piernas hasta arriba y tampoco opuse resistencia cuando su mano se introdujo por un lado de mi braga. Noté sus dedos temblorosos, la mirada interesada de sus ojos y el endurecimiento progresivo de su polla en mi mano. Supe que le había gustado como mujer y esto me dio una gran satisfacción haciéndome perder el miedo. Sus manos empezaban a pasearse por mi raja y cada vez la necesidad de abrirme de piernas era mayor hasta que yo misma me aparté la braga y me quedé ante el chico toda abierta y con la polla en la mano.
La caricia, tan distinta a las que yo misma me hacía, me llenaba de calor y de una sensación muy agradable. Sentía que mi coño se abría, buscando una caricia cada vez más profunda. La polla del chico, seguía saltando en mi mano que a veces y en interés de mi propio placer, se paraba. Algo se rompía en mi interior a medida que los dedos entraban en la raja que se humedecía por momentos. Gemí por primera vez. Mi mano, apretaba ahora a su verga. Le masturbaba con rapidez, sintiéndola crecer aún más.
Era increíble el poder de aumento de un miembro viril. Sentía la palpitación de la polla y no tenía demasiado claro en que iba a terminar todo aquello, de pronto mi compañero lanzó un suspiro:
– ¡Aaah… así…!
Sentía que la polla se movía por su cuenta en mi mano, que se hinchaba, golpeaba y de repente, un chorro enorme de un líquido blanco y espeso saltó de él contra mis muslos desnudos, llenándomelos de goterones calientes. Cuando la polla se hizo pequeña, la solté. Todo había terminado, ahora su polla colgaba sobre su pantalón dejando caer alguna gota de ese líquido espeso que manchaba la moqueta. El amigo parecía muy satisfecho cuando, agarrándosela, se la metió en el pantalón y dejándome a mí con un terrible picor en el coño.
Después de la experiencia que acababa de vivir me quemaba más que nunca y tenía unos deseos enormes de tocármelo. Pero como digo todo había terminado. De esta manera supe del egoísmo de los hombres pero también que en su polla estaba nuestro poder. Salí con otros chicos y siempre acababa masturbándolos, o en el cine o el coche que les había prestado su papá, pero nunca antes de que ellos me hubieran masturbado a mí.

Mi entrada en el mundo del sexo había sido tardía pero empezaba a funcionar y sobre todo me gustaba. Y entonces apareció Alfredo. Yo iba a la universidad en Metro, como ahora, el método más rápido pero más incomodo. Cada mañana a la misma hora, me encontraba con un hombre de unos 35 o 36 años, alto, atractivo y que no me quitaba los ojos de encima. Me sentía muy alagada por su interés y más en aquel momento que ya sabía “lo que los hombres tienen entre las piernas”.
Una mañana, no lo olvidaré, sostuvo con sus espaldas una avalancha humana para que yo consiguiese entrar en el Metro sin ningún problema. Le sonreí agradecida. De alguna manera debió ser el detalle que esperaba puesto que en el acto, muy apretados por las circunstancias, empezó a hablarme. Más que decirme me explicó dónde y en que trabajaba. Era un lugar muy próximo a la Universidad y adivinó que era una estudiante. Cosa fácil de distinguir porque yo siempre iba cargada con mis libros. Bajó conmigo en la misma parada y con esa atención de un hombre, para mí algo mayor, me llevó los libros acompañándome hasta la misma puerta del claustro universitario. De alguna manera ese día fue el pistoletazo para encontrarnos cotidianamente en el metro y para que él repitiese durante casi tres meses sus gestos atentos y sus deferencias hacia mí.
Quiero recordar, quiero pensar que sin darme cuenta me estaba enamorando de él. Me trataba de un modo tan distinto. Era un hombre. No un muchacho. Era una persona tan diferente a mis compañeros de aula. Sin querer y seguro que por todas estas razones cuando una mañana me invitó a tomar una copa para hablar de “cultura” acepté con un cierto rubor, pero encantada. Eran las siete de la tarde cuando salí de la facultad. Alfredo me estaba esperando. Echamos a andar en busca de un taxi. Confieso que me sentí muy importante llevando a mi lado a un hombre como aquel, alto, guapo…mayor y más experto que yo y con toda la malicia del mundo debo confesaros que pensaba con deseo cómo tendría la polla. ¿Crecía al hacerse mayor un hombre? ¿Se correría con más intensidad que la de mis jóvenes compañeros ocasionales? Debo deciros la verdad, todos estos pensamientos me excitaban hasta dejarme la braga mojada.
Aquel día Alfredo se comportó aún en contra de mis esperanzas, como lo que yo creía que debía de ser un caballero. Tomamos unas copas en un bar de cocktails muy elegante, y sobre las nueve, hora en la que yo tenía que estar en casa, me acompañó en taxi hasta la puerta. Sólo entonces, en aquel momento, al despedirse, me dio un corto y fugaz beso en los labios. Después me prometió venir a recogerme al día siguiente a la misma hora pero en un coche que iba a estrenar. Y así fue durante unas semanas hasta que una noche, al entrar yo en su coche me dijo que el sábado siguiente me invitaba a comer en su casa.

Anteriormente me había dicho que tenía un apartamento, que era soltero, que no tenía novia y yo me lo creía con todo lo embobada que estaba con él. Fue más tarde que supe, o mejor imaginé, que estaba casado y que era un calavera. A las tres en punto el flamante coche de Alfredo se paraba ante mi puerta. Me besó en la boca como ya tenía por costumbre y me llevó a su casa.
Yo me imaginaba lo que iba a pasar y lo estaba esperando como una tonta. Tenía necesidad de sentirme entre sus brazos, desnuda. Deseaba dejar de imaginarme su polla y verla, tocarla, sentirla palpitar bajo mis manos pero… ¿Se lo haría bien? ¿Estaría a la altura de lo que él esperaba de mí? El apartamento, situado en la parte alta de la ciudad era una cucada. Todo estaba calculado al dedillo y ahora, sólo ahora, sé que era lo que los hombres llaman un “picadero”. La comida, que había mandado subir de un restaurante cercano, estaba deliciosa, los vinos, a los que yo no estaba demasiado acostumbrada, exquisitos y terminados los postres, pasamos al pequeño salón para tomar café.
Alfredo estaba sentado muy cerca de mí cuando me besó en la boca, pero ahora deteniéndose en ese beso que yo tanto esperaba, me entregué a él sin reparos, deseando fervientemente que ocurriera lo que toda mujer espera que ocurra algún día.
No protesté cuando empezó a desabrochar mi blusa. Mis pechos ya desarrollados en esa época, se me habían endurecido y casi notaba la erección de mis pezones. Alfredo me los besó casi con reverencia cuando los sacó de dentro de mi blusa. Su boca se apoderaba de mis pezones, succionándolos, ahora uno y luego otro, haciéndome sentir como una chispa en mi coño y unos deseos enormes de tocarle la polla. Pero tenía vergüenza, miedo de no saber qué hacer, hasta que él, sin duda notando mis temores, me cogió la mano y me la llevó a su bragueta. Sin demasiada maña le bajé la cremallera y metí la mano en la hendidura, buscándole el preciado tesoro que en ella tenía escondido. Me encontré con un palo enorme que, con dificultad, pude sacar fuera. Alfredo me miraba para comprobar el efecto que su polla me hacía y confieso que me lo hizo. Mi inexperiencia me había hecho pensar que Alfredo tendría una buena polla, pero aquello era más de lo que yo podía imaginar. Mediría al menos veinte centímetros, su circunferencia era tan amplia que casi no podía abarcarla con la mano y su capullo estaba tan hinchado que incluso tuve miedo.
A pesar de todo me gustó aquella polla tan grande, tan fina, tan limpia, es decir, sin piel y su golpeteo en mi mano, mucho mayor que el de mis “pobres” compañeros de clase. En el acto, mi coño empezó a destilar líquido caliente haciéndome sentir toda mojada. Alfredo, incomodo de la manera como yo le había sacado la polla se buscó dentro del pantalón y se sacó los cojones.

Con mis otros ligues nunca me había preocupado de ellos, pero con Alfredo los observé detenidamente. Eran bonitos. Dos bolas inmensas, dentro de un saco de piel, y se los toqué. Estaba totalmente caliente y se le notaba, tal y como estaba yo y por eso no dije nada cuando, levantándome la falda deslizó mi braga hacia abajo hasta sacármela. Luego sin dejar que le soltara la polla, me abrió de piernas, acercó su boca a mi coño y empezó a lamérmelo. ¡Que gusto!
Sin querer me deslicé por el sofá hacia abajo para darle más extensión de coño a lamer y me abrí al máximo. La abertura de mi coño parecía crecer a impulsos de los golpes de lengua que Alfredo daba en ella y al tocarme el clítoris di un brinco descomunal al mismo tiempo que recuerdo gritaba:
-¡Aquí… aquí… sigue… sigue!
Alfredo siguió hasta que, colocando sus labios sobre mi coño, levantado y redondo, me lo chupó y lamió con fuerza. El alma se me iba por el coño. Cada vez me iba escurriendo más hacia abajo y cada vez se abría más. Era terrible. Alfredo siguió comiéndome de tal forma mi chocho que le solté incluso la polla y levanté los brazos. Él aprovechó aquel momento para apretarme con fuerza las tetas, magreándomelas, al mismo tiempo que con la lengua me chupaba la pipa. Era para morirse. Realmente me estaba muriendo de gusto. En un momento dado empecé a gritar:
-¡Aaah…asiií… que gusto… oooh!
No tardé nada en retorcerme como una serpiente y lanzarle todo mi flujo contra su boca. Satisfecho Alfredo del éxito obtenido, me dijo lo mismo que me decían todos, pero en un tono de orden dictatorial:
– ¡Sácame la leche!
Se la pelé disfrutando verdaderamente con todas las vibraciones y sensaciones que su polla me producía en la mano. Se le hizo grande y gorda. Temblaba. Vi esa gota espesa que generaba en su punta.
– Me das un gusto tremendo, pero no acabes – me dijo – Quiero metértela en el coño.
Era lo que más temía y sin embargo lo que más deseaba. Me dejé usar y me coloqué sobre el sofá abriéndome de piernas y poniéndome a tiro de su polla que me apuntaba al coño. Cerré los ojos. De pronto noté esa cosa tan grande, tan gruesa y tan dura, contra mi carne, bajo mi vientre, y estuve a punto de gritar; hoy aún no se si de alegría o de terror. Alfredo apretó y apretó. Me colocó un puntazo. Cerré la boca y encajé los dientes. Me estaba atravesando.
– ¡Oh… me duele!- exclamé sin querer.
– No te preocupes, durará poco. Eres muy estrecha todavía.

Los golpes me martilleaban en el cerebro y, de momento, solo sentía dolor. Me daba la sensación de que me abrían en canal. Por fin con un poderoso golpe de riñones, Alfredo metió la polla en mi coño obligándome a lanzar un grito de verdadero dolor. Incluso mientras pasaba por mi estrecha profundidad aullé siempre que entraba y respiré cuando la sacaba. Era un castigo más que un regalo. Lloré. Y Alfredo apiadándose de mí, se detuvo permaneciendo metido en mi coño. Me habló dulcemente. Me besó en la boca. Me acarició los pechos y luego volvió a entrar pero suavemente, muy lentamente. Yo tenía la almeja mojadísima y el dolor dio paso a un lejano placer. Me abandoné a él hasta que ese gusto ocupó el lugar de lo que hasta ese momento me había hecho daño. Moví las nalgas para ayudarme a obtener más placer. Y cuando lo descubrí y encontré el secreto me felicité a mí misma porque Alfredo también gozaba con mis movimientos de culo que le apretaban y le giraban la polla en mis entrañas.
Al cabo de un rato de permanecer en esta postura, mi placer ya era total. Me parecía que la polla ya formaba parte de mí misma y hubiera querido que no me la sacase jamás. Su capullo parecía clavarse dentro de mí, abriéndome más el chocho. Notaba el golpeteo de su polla en lo más profundo de mi ser. Con un sinfín de clavadas me sentí empalmada y satisfecha. Llena de gusto. Me estaba rompiendo de placer. En ese preciso instante Alfredo sacó el cipote de mi interior haciéndome gritar más que de dolor, de decepción. Comprendí la razón cuando vi que de su capullo salía toda la leche fruto de su deseo y me manchaba los pechos y el vientre de blancas y espesas gotas. Después, ya tranquilo y relajado, tras la corrida, me confesó que no había querido correrse dentro de mí por miedo a dejarme embarazada.
Luego supe que realmente había intentado que este problema no fuera suyo. Y digo esto con conocimiento de causa ya que tras obtener mi virgo, esa virginidad que yo había guardado con tanto celo, no lo volví a ver nunca más. Porque nunca más vino a buscarme. Porque nunca más encontré su flamante coche esperándome frente a la facultad. Y confieso, con tristeza, que yo “tontamente” esperé y esperé un día tras otro su presencia.

Fue mi primer amor. Realmente le amé con pureza, con deseo y con la inocencia de la juventud. Me engañó pero aprendí mucho de él. Aprendí a no confiar en los hombres, al menos en gran parte de ellos, aprendí a dirigir mi vida sexual hacia caminos y derroteros en los que por lo menos yo tuviese tanto protagonismo como el hombre. Creo que hasta el momento no me ha ido mal. Posiblemente esta es una historia vulgar. Después de conocer como fueron mis inicios sexuales no creo que os resulten diferentes a los que han vivido infinidad de mujeres. Mujeres en parte castradas y heridas sexualmente que vivieron mi época.

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