Relato erótico
¡Toma mi culito!
Sentía una atracción especial por el sexo anal. Cuando estaba sola practicaba con sus deditos, pero, no paró hasta que consiguió hacer realidad su fantasía.
Concha – Toledo
Amiga Charo, soy una mujer de 23 años, me llamo Concha y si bien mi aspecto físico es normal, lo que sí importa es mi culo. Tengo un culo gordito y respingón, bastante blanco por la falta de sol. Mi piel es suave y sedosa y lo tengo bastante firme, me gusta ponerme tangas que se pierden entre mis glúteos y cuya tira me proporciona un contacto con mi ano rosado. Mi ano, en otros tiempos tímido y cerrado, luce ahora abierto la mayor parte del tiempo, mostrando su interior rosado y sin oponer ninguna resistencia a la entrada de cualquier agente externo, ya sea polla, dedos, consoladores… Me encargo de tenerlo siempre lubricado con vaselina, no porque me haga falta, pues ha llegado ya un punto que la vaselina no es necesaria, sino porque lo mismo que mi coño se humedece cuando estoy caliente y me gusta que mi entrada trasera tenga su propia humedad. Me hace sentir más excitada. Pero ahora voy a contar la historia de cómo empezó mi obsesión anal
Mi vida sexual empezó bastante tarde, hasta los 20 años no tuve ningún contacto con el miembro masculino, todo lo más que había hecho había sido meter la lengua en la boca de un tío y dejarme sobar un poco las tetas. Aunque no lo parezca, soy bastante tímida y me costaba bastante tontear con algún chico y mucho más llegar a algo más. Fue mi primer novio el que me introdujo a las delicias del sexo, aunque nada especial, masturbaciones, sexo oral y penetración vaginal.
Tuvieron que pasar todavía unos tres años hasta la primera incursión en mi agujero negro. Fue con un chico que conocí una noche en una fiesta de un amigo común. Nos caímos bien, nos gustamos, nos enrollamos y acabamos en la cama. Mientras me estaba follando, él mojó su dedo con mis fluidos vaginales que resbalaban por la cara interna de mis muslos y me metió el dedo en el culo. No recuerdo haber sentido dolor, solo recuerdo la impresión que me causó sentir de repente invadido mi culo. Ni siquiera movió el dedo, se limitó a tenerlo dentro. A partir de entonces, las sensaciones se multiplicaron y desencadené en el orgasmo más intenso que hasta entonces había tenido follando, no dejé de tener convulsiones hasta que él se vació en mi interior y me sacó despacio, tanto la polla de mi vagina, como el dedo de mi culo.
A partir de ese momento empecé a sentir curiosidad por el sexo anal. Mis inicios fueron muy tímidos, se redujeron a introducir un dedo de vez en cuando en mi ano en mis frecuentes masturbaciones. Me gustaba, sentía como mi esfínter abrazaba mi dedo y se resistía a su penetración. Cuando estaba dentro, le daba vueltas tocando las paredes de mi intestino y jugaba a penetrarme metiendo y sacando el dedo despacio pues tenía miedo a hacerme daño.
Comencé también por entonces a leer relatos relacionados con penetraciones anales. Cada vez me excitaba más el tema. En las películas porno ponía una y otra vez las escenas que incluían sexo anal.
Con el tiempo, mis masturbaciones se fueron centrando en mi ano que, cada vez, cogía más protagonismo. Al principio, me tocaba el clítoris a la vez que me penetraba para provocarme los orgasmos pero, con el tiempo, aprendí a correrme tan solo metiendo mis dedos en mi culo. Empecé a usar más de un dedo y a aplicarme lubricante.
Lo que más retrasó la entrega de mi ano fueron mis amigas. Un día salió el tema del sexo anal mientras estábamos tomando un café, aunque en realidad el tema lo saqué yo, que para esos entonces ya estaba empezando a obsesionarme. Éramos seis en total, de las cuales una no lo habían probado nunca. “Nadie va a profanar mi culo” fueron sus palabras exactas. Otras dos se habían limitado a dejarse meter un dedo de vez en cuando, pero no pensaban ir más allá. Y de las dos que quedaban, una lo había probado una vez y según ella, nunca había sentido un dolor tan intenso y, por tanto, nunca, nunca, nunca más volvería a dejarse. La otra había empezado a acostumbrarse, ya había dejado de dolerle, pero lo hacía por su novio, porque a ella no le gustaba, ni le iba a gustar nunca. Como comprenderéis, este panorama me hizo sentir como un bicho raro e hizo que reprimiera mi obsesión durante unos meses. Dejé de tocarme por detrás, ya que todavía no había descubierto que lo que opinara la gente a mí me importaba un pimiento.
No pasó nada en especial para que volviera a retomar mis pequeñas entradas a mi culito, simplemente, un día que me estaba masturbando volví a meter el dedo. Entonces, después de tantos meses sin trastear en mi “zona sucia”, mi orgasmo me recordó lo que se sentía. Decidí entonces que trabajaría mi ano, lo abriría, le daría elasticidad y algún día se lo entregaría a alguien.
A partir de ese día, mis masturbaciones comenzaron a ser diarias y solo por el culo. Era como si mi chocho y mi clítoris hubieran desaparecido de mi cuerpo. Solo tenía ojos para mi “ojo”, valga la redundancia.
Como lo de los dedos ya lo tenía superado, empecé con diversos objetos. Analizaba cualquier cosa que me encontraba por mi piso sopesando la forma y el grosor y los clasificaba como objetos válidos o no válidos. Los que consideraba válidos dormían esa noche conmigo. Los primeros que usé eran de un fino grosor, como bolígrafos, velas, pero pronto esos objetos empezaron a ser demasiado finos para mi culo, que ya estaba empezando a dar de sí.
El primer objeto de mayor grosor que usé fueron unas bolas chinas que tenía de hacía tiempo. Estuve una temporada dándoles un uso vaginal, pero hacía mucho tiempo que habían caído en el olvido. Me acordé de ellas cuando iba rastreando la casa en busca de un objeto más grueso con el que dormir esa noche. Eran dos bolas unidas por un cordón, que tenían unos 3 centímetros de grosor. Tras untar mi culo bien con vaselina, empecé despacio a introducir la primera bola. ¡Que gusto conforme mi esfínter iba abriendo paso a la bola! Una vez pasado el máximo grosor, que correspondía al diámetro de la bola, mi intestino se la tragó entera. Pero tenía más hambre, mi culo me pedía a gritos que le diera la segunda, y yo, atendiendo a sus súplicas, se la ofrecí empujando la bola con dos dedos hacia mi interior que, al igual que la primera, desapareció en un momento. Sentí perfectamente como la segunda bola empujaba a la primera y se acoplaban las dos perfectamente en mi intestino. Pero lo mejor de todo fue tirar del cordón. Las bolas salían forzadas al exterior, produciéndome al salir una sensación indescriptible que me hicieron derivar en un orgasmo. Esa noche me pasé. Tuve que estar los dos días siguientes sin tocar mi culo para que curaran mis heridas.
A partir de ese día le perdí el miedo y empecé con las hortalizas que, en forma y grosor eran el objeto más adecuado que tenía en mi casa. Las zanahorias estaban bien para ir aumentando progresivamente el grosor pero los pepinos… ¡me llenaban entera! Los metía muy despacio, pues eran son bastante gruesos y me costó acostumbrarme, iba introduciéndolos poco a poco sintiendo como mi esfínter se dilataba al máximo manteniéndose tirante abrazando al pepino. Una vez que conseguía meterlos dentro del todo, me sentía totalmente invadida, colonizada, llena… ¡con qué ansia era mi culo capaz de tragarse el pepino! Me gustaba ir al espejo y ver como el pepino iba desapareciendo en mi interior dejando mi ano completamente dilatado, abierto, rosado, saciado.
Estaba dispuesta a que educar mi ano para que pudiera ser penetrado sin dolor en cualquier momento que me lo propusiera y para eso no bastaba con las penetraciones que me hacía, no, necesitaba además mantener largos periodos de tiempo mi esfínter abierto y lleno. No bastaba con introducir un objeto, tenía que dejarlo a medio introducir para que mi ano estuviera acostumbrado. Fue aquí cuando empezó la siguiente parte de mi plan.
Al principio probé con los pepinos, que tan buen resultado me estaban dando. Me los dejaba introducidos por la mitad para que estuvieran así toda la noche. No funcionó, mi ano los iba rechazando a medida que transcurría el tiempo y cuando me despertaba estaban fuera de mí. Necesitaba algo que me mantuviera el esfínter abierto sin que se me saliera. Fue así como me hice con mi colección de plugs anales, de distintas formas, distintos grosores y distinta longitud. Empecé comprando uno y poco a poco fui comprando otros de tamaño creciente conforme me saciaba de los anteriores.
Me acostumbré a tener mi ano abierto gran parte del día. Me los ponía para dormir, para estar en casa, incluso a veces para ir a trabajar, y tan solo me los quitaba un rato al día para que mis intestinos cumplieran con su auténtica misión fisiológica. Al cabo de una semana ya tenía el ano tan abierto que hubiera entrado por ahí cualquier polla sin causarme el más mínimo dolor. Estaba preparada. Tenía que conseguir que me follaran como fuera.
Como lo conocí no tiene importancia, por lo menos para mí no la tenía. El caso es que me lo llevé a mi piso con una intención clara, aunque él todavía no la supiera. Empezamos con los besos que, para mí eran tan solo un trámite que había que cumplir hasta llegar a mi culo. Dejé que me desvistiera a su gusto y me manoseara las tetas, me las chupara, me pellizcara los pezones. Yo solo pensaba en su polla en mi culo. Me empezó a tocar el sexo húmedo, me frotó el clítoris, me seguía besando. Yo ya no podía aguantar más, necesitaba que me abriera el culo y bombeara en él, y se lo dije:
– ¿Quieres darme por culo?
Lo que pensó él, ni lo sé, ni me importa. Solo se que se le iluminaron los ojos y me dio la vuelta poniéndome a cuatro patas. Me metió un dedo, solo una vez, seguramente se daría cuenta que un dedo era muy poco para semejante agujero. Y entonces llegó. Su polla se introdujo de lleno en mi intestino, de un golpe, sin ninguna resistencia y sin ningún dolor, hasta tocar con sus huevos en mi coño que segregaba fluidos sin parar. Pero cuando empezó a moverse… ¡qué oleada de placer me invadió!
– ¡Sigue… no pares… aaah… más fuerte…! – le gritaba yo.
Él cada vez hacía más violentos y rápidos sus movimientos pélvicos, mientras que yo empujaba con el culo hacia atrás para que sus penetraciones fueran más profundas.
– ¡Rómpeme el culo… empuja… aaah…! – seguía yo exclamando.
A pesar de haber tenido objetos más grandes y más gruesos en mi interior el ritmo de su follada me estaba llevando al cielo. Los orgasmos se desencadenaron al conseguir, por fin, aquello para lo que llevaba tanto tiempo preparándome y volví a gritarle:
– ¡Sigue cabrón… lléname el culo de leche!
¡Y vaya si me lo llenó! Se detuvo en unos últimos movimientos más pausados, pero más profundos y se vació dejándome su leche en mi interior y resbalando por mis muslos. Caí rendida en la cama.
Él se vistió y se fue, mientras lo hacía me estuvo diciendo algo pero la verdad es que no le presté la menor atención. Se fue y me dejó en la cama, tendida y con su leche saliendo de mi culo abierto. No lo he vuelto a ver.
Desde ese día han entrado en mi culo pollas gordas, delgadas, largas y cortas que me han penetrado, bombeado y llenado y, después de todo, puedo decir:
– ¡Me encanta que me la metan por el culo!
Besos en el tuyo, Charo.