Relato erótico
Todos felices
Es un cornudo, consentido y convencido. Se pone caliente cuando ve a su mujer follar con su amante. Es feliz, si ella es feliz.
Manuel – Pamplona
Carmen y yo llevamos ocho años casados y nuestro amigo, más de veinte. Alberto es mayor que nosotros, quince años para ser exacto, elegante y distinguido. Los primeros tiempos estuvo muy reservado, pero pronto fue haciéndose más amable conmigo.
Me hacía preguntas, entre otras sí yo tenía una amante. Al cabo de unos meses, viendo que yo era todavía inocente, debió de proponerle algo a Carmen y empezó a tomarse “familiaridades” conmigo. Como venía a casa todos los días a comer, un día me preguntó si tenía ganas de hacer el “perro”. Antes de contestarle, añadió que debía necesariamente ponerme a cuatro patas debajo de la mesa mientras ellos tomaban el café.
Cuando me senté en el suelo, debajo de la mesa, vi que él se había sacado previamente su “antigua y cansada cachiporra”, como la llamaba. Por la risotada que lanzó Carmen, supe que tenía su permiso, además de, su complacencia y complicidad.
Estiró las piernas, abriéndolas de par en par. Llevaba sandalias abiertas e introdujo un pie en la entrepierna de Carmen sin el más mínimo disimulo y con su mano libre me agarró de la oreja para aproximarme la cara a su muslo. La luz era escasa debido al velo del mantel que se descolgaba por los costados de la mesa. Apenas si se distinguía la oscura y pendulona morcilla.
Turbado y torpe, yo no sabía qué hacer. No podía entregarme pero poco a poco, siguiendo las indicaciones de Alberto, me embriagué cuando se descapulló el “cipotón”. Al principio me sentí muy molesto por lo que estaba sucediendo y permanecí en este estado de espectador y nada más, hasta que Alberto dejó de permanecer indiferente y trempó como un semental. Se me pusieron unos ojos como huevos, que se me salían de las órbitas ante tal grandeza. No me extrañó lo más mínimo que Carmen
estuviese tan prendada.
Os puedo jurar que jamás había visto nada semejante. Doble de larga y cuatro veces más gorda que la mía. No me cabe duda que así, en comparación, sea el amor de mi mujer por él. Carmen ansía experimentar nuevas sensaciones diarias y con frecuencia. Necesita recuperar a toda costa el tiempo que ha perdido conmigo. Alberto es capaz de llevarla al orgasmo seis veces por día, por tanto nuestras experiencias particulares, cuando él no está, son decepcionantes. Yo, por ejemplo, no le provoco más que suaves sensaciones sin placer, en cambio Alberto, a pesar de ser ya un cuarentón, da en el clavo cada vez.
Cada flecha de su arco atraviesa el centro azabache de mi querida Carmen, con el mayor placer del mundo. Hasta que encuentre un amante más adecuado, cuando Alberto se canse, nadie como él podrá despertar la lujuria de su coño.
Tenemos acordado que él acuda a casa cada día y está en su cama cada tarde como un clavo, enriqueciéndola de placer. Menos los sábados y domingos. Ahora él está aquí, en la cama con ella y acaba de poseerla por segunda vez en la siesta. Carmen desprende un halo de felicidad proporcionada por “su” macho. Alberto se ha separado de ella y está tumbado, fumando un purito. Carmen tiene la sensación de que su sólido pollón aún está muy dentro de su cuerpo. Solo él y nadie más que él sabe cómo llevarla a orgasmos insoportables. Alberto apaga el purito y comienza a sobarle los pechos, arrimando su cuerpazo a las tibias carnes de ella. Carmen vuelve a estremecerse bajo sus caricias y besos. Han pasado diez minutos y vuelve a follarla salvajemente descargando su furia contra una mujercita tan abierta, mientras yo me la estoy cascando a su salud.
Cuando hube recuperado la calma y el reposo de mi mano, Carmen dijo que deseaba enormemente convertir a Alberto en su marido, un marido de verdad, en quien ella confiara y disfrutara a todas horas del día y de la noche, aunque sabía que eso era imposible pues él no pensaba dejar a su mujer. Carmen le puso la mano en la entonces lacia verga, miró alrededor y observó que yo había metido mi ya menguada titola en la bragueta de mi pantalón. Como era viernes, ella miró lánguidamente como él se iba hasta el lunes. En cuanto arrancó el coche y se fue, me cogió de la cintura para llevarme a su dormitorio. Un prominente abultamiento era visible en mi entrepierna. Me guiñó un ojo cuando pasamos por delante del espejo mural. Era un gesto cínico, provocativo, perverso y amistoso a la vez.
– Eres incorregible – me dijo atravesándome con la mirada – ¿No te has quedado a gusto… no te desfogaste de tu calentura? ¡Bien que te has derramado, cerdo!
– No te acuestes todavía, Carmen, cariño mío – le respondí, incapaz de pedirle que me dejara acostarme con ella un ratito, algo demasiado atrevido y osado para mí en nuestras circunstancias – No es muy tarde, amor mío.
– Dime qué quieres, sé claro – insistió Carmen, ignorando mi ofrecimiento – ¿Quieres desnudarme, verdad cabrón? – ruborizado, asentí – ¿Donde me desnudarás… aquí o en el baño?
Conteniendo la risa, me arrastró fuera del dormitorio. Se detuvo ante la puerta del baño para sonreírme pues yo la miraba ansiosamente. Accionó el picaporte y empujó la puerta con la rodilla, dentro estaba oscuro.
– Ya estamos, marrano – me anunció encendiendo la luz – Entra y cierra la puerta. ¡Ahora puedes quitarme la ropa, pero quítame primero los zapatos!
Convertí el acto de quitarle el zapato en toda una representación dramática, con una mano puesta en su tobillo y la otra en su empeine. Para ella debía resultar deliciosamente cómico verme la cara enrojecida por la lujuria y arrodillado a sus pies, mirando furtivamente bajo su falda. Le quité el zapato y ella cambió de pierna, asegurándose de que la falda subía lo suficiente para brindarme una buena vista de sus intimidades. Mis ojos se enturbiaron y mi olfato se embriagó de su perfume. En lugar de quitarle el zapato, sostuve el tobillo y contemplé, como hipnotizado, el muslo desnudo.
– ¿Te gustaría acariciarme la braguita, marido? – me preguntó – Es de nilón, no de seda como las que uso con Alberto, pero supongo que para ti son más que suficientes y no notarás la diferencia. En realidad no importa, ¿verdad cornudo? Porque no es la braga lo que quieres tocar y lamer, sino mi chocho y mi culo. ¿Verdad que eres un lameculos?
– Carmen de mi corazón – musité anonadado por sus palabras.
– ¿Quieres comerme ahora más arriba, por detrás del chocho, verdad? – añadió con una sonrisa alentadora – ¿Te gustaría acariciar el ojete de tu Carmen, cariño…?. ¿Y por qué no, mamón? Sube la lengua… métemela así… así… lámeme… tú decidirás hasta donde…
Mis dedos avanzaron, más que cautelosos, por su coño rozando levemente el fino plumón, hasta alcanzar la carne desnuda y lacerada por el tremendo pollón de Alberto. Dejó escapar un gemido, como si algo le atormentara insoportablemente en la ausencia de su macho, e introduje mi lengua en el estrecho reducto, posando mis labios húmedos en el más recóndito vértice de aquellos enormes muslazos. Ella se apoyó en mis hombros para no perder el equilibrio.
Continué besándola con frenesí cuando me abrió completamente su culo y el estrecho canal se hizo acueducto al calor de mi aliento y a los chupeteos ansiosos que le daba. Entonces me sorprendió permitiéndome comerle sin remilgo todo el chocho.
– ¿Y por qué no? – me dijo finalmente, encogiéndose de hombros – Si así me dejas tranquila hasta el lunes que llega mi amor para arreglarme el cuerpo.
Cuando se corrió en mi boca, acabó todo. Tuve que masturbarme en el baño y así recuperar la calma.
Un saludo para todos de un cornudo.