Relato erótico

Tenía un buen “genero”

Charo
2 de abril del 2020

Solía ir a comprar a una carnicería que tenían buen género y el propietario estaba buenísimo. Pronto se dieron cuenta de que, entre ellos, había cierta atracción y empezaron a lanzarse indirectas hasta que…

Milagros – Valladolid

La primera vez que entré en la tienda, no pude dejar de mirarle. Era un hombre realmente atractivo, poderoso en físico, alto, musculoso y con un aire salvajemente sexual. Su mirada era intensa y penetrante, su sonrisa, entre pícara y burlona, su voz, armónica. Sus manos eran ágiles, fuertes y conocían a la perfección su trabajo. El lugar siempre estaba abarrotado, casi siempre de mujeres, de todas las edades, es cierto que sus productos eran buenos, pero realmente era él el que atraía al público femenino cada día. Con todas hablaba, a todas gastaba bromas, las piropeaba, les subía el ánimo para toda la jornada. Era un experto conquistador en horas de trabajo.
No pude mantenerme al margen del hechizo que provocaba ese hombre, de nombre Vicente. La forma de usar el hacha, de cortar la carne con el cuchillo, de coger el lomo con sus manos y enseñarlo orgulloso a sus clientas. Era algo insuperable, casi religioso. No podía haber nadie que tratara con tanta dignidad la carne de ternera, el lomo de cerdo, las alas de pollo… Todo lo trataba con firmeza pero a la vez con delicadeza, como si aún fueran seres vivos a los que hubiera que tratar dignamente.
Me convertí en una “adicta carnívora”.
Vicente me miraba, era muy atractiva, alta y delgada. En comparación con las señoras que habitualmente atestaban el lugar era un punto de luz del que no se podía escapar.
Un día, el “juego” entre nosotros comenzó. Empezarnos a hablar en silencio, nuestro lenguaje iba más allá de las palabras. El arte de la seducción era dominado por ambos, cada uno a su manera. Nadie más que ellos se daba cuenta del lenguaje gestual cada vez más profuso con el que nos lanzábamos indirectas completamente sexuales.
Ese fin de semana, daba una cena en mi casa con una docena de invitados, quería hacer un asado, así que fue a la carnicería de Vicente, era tarde y temía que ya no estuviera. Efectivamente, al llegar a la tienda, vi que tenía la persiana bajada y me maldije a mí misma por haberme retrasado. Tendría que ir a otra carnicería. Respiró profundamente para recuperar el resuello por la carrera. Ya me disponía a marcharme cuando la puerta de la carnicería inesperadamente se abrió.
-Hola, estaba a punto de cerrar. ¿Quieres algo?
-De veras que te lo agradezco, así ya no tengo que buscar en más sitios.
Entré en la carnicería y le pedí a Vicente una pieza de cordero para asar. Aún no se había quitado el delantal y sus manos estaban sangrientas de preparar piezas para el día siguiente. Empaquetó el cordero y se acercó a mí.

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Cogí la bolsa mientras le miraba, mi respiración aún era agitada y más al tenerlo tan cerca. Lo cierto es que por inercia, por deseo acumulado o por el aire que se respiraba ese día en la tienda, pasó lo que ambos ansiaban. Vicente acercó su boca a la mía y la besó, suavemente.
Le respondí sin pensar, tiré la bolsa al suelo y le rodeé el cuello con los brazos. El primer tímido acercamiento se volvió salvaje en pocos segundos. Nuestros cuerpos se apretaron el uno contra el otro, noté su miembro por debajo del delantal mientras Vicente recorría mi cuerpo con sus manazas.
Mordió mi cuello, y me fue acercando al mostrador, y allí apoyada, metió su mano entre mis piernas, para encontrar otras carnes que le esperaban, ya húmedas y calientes. Su mano ardiendo esquivando mis bragas y adentrándose en mi sexo me dejó sin defensas. Comenzó sus incursiones a la zona oscura, lentamente y hasta el fondo, una y otra vez, mientras yo, intentaba buscar la cremallera de sus pantalones debajo del delantal. Fue Vicente el que se la bajó, deseoso por liberar su miembro henchido por la sangre, que pedía a gritos conocer aquella cueva que tenía enfrente.
Sus maneras eran bruscas, secas, toscas pero muy efectivas. Sentía en mi espalda el frío del cristal. Sus movimientos eran constantes, fuertes, rotundos, su verga era muy gruesa aunque no extremadamente larga. Notaba sobre todo su grosor, parecía que mi chocho se tensaba por ese instrumento que me estaba abriendo de par en par.
De repente, Vicente paró, se dirigió al mostrador y sacó de él algo que me impresionó: una morcilla de Burgos. Se acercó a mí con una sonrisa, chupó mis labios y mi cuello, y mientras, con una de sus manos, amasaba placenteramente mis pechos, con la otra, introducía lentamente aquel colosal embutido.
Notaba el frío del embutido entrando dentro de mí, era enorme, más grueso si cabe que su polla. Lo cierto, es que a pesar de pensar que Vicente no estaba bien de la cabeza, me estaba gustando. La morcilla entró en mi coño, entera, hasta el fondo y empecé a sentir cierto temblor en las piernas, me dejé ir, las palpitaciones calentaron la morcilla, que salió húmeda y brillante.

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Me estaba follando con la morcilla una y otra vez. Cerré los ojos, me daba mucho morbo la original penetración. Vicente sacó la morcilla, la tiró al suelo y fue la suya propia la que empezó de nuevo a danzar dentro de mi coño, embestida tras embestida, hasta que nos corrimos en un colosal orgasmo.
El olor era extraño, era una mezcolanza de sexo, y morcilla muy peculiar. Seguramente jamás lo olvidaría en mi vida. Después del desenfreno carnívoro, cogí mi bolsa y salí hacia mi casa a preparar la cena.
Después de aquel día, volvimos a probar los placeres del sexo en la carnicería. Procuraba llegar siempre a última hora los lunes, miércoles y viernes, dado que el resto de los días, Vicente tenía que ir a la carnicería de su padre a echarle una mano. El gusto por la carne parecía formar parte de un gen que pasaba de padres a hijos. En cada cita “probaba” nuevas carnes y nuevos embutidos…
Fue un martes, cuando, casualmente, pasé por la carnicería. Me asomé por si acaso aún no se había ido. Parecía estar ya todo a oscuras, cuando entré, allí estaba Vicente, con los pantalones bajados, con su delantal puesto, embistiendo salvajemente encima del mostrador a otra de sus clientas…
Desde ese día, me hico vegetariana y jamás volví a probar la morcilla en mi vida. Aunque no he vuelto a comprar en su tienda, no me arrepiento de aquellas experiencias.
Un besito.

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