Relato erótico

Solo pasa una vez

Charo
18 de mayo del 2019

Estaba esperando el último tren para volver a su casa. Más que una estación era un apeadero y solo había una marquesina para evitar la lluvia. Estaba enfadado, tenía frio y el tren venia con retraso. Lo que le ocurrió solo pasa una vez en la vida y nos lo cuenta.

Ignacio – Barcelona

La estación se encontraba vacía, si se puede llamar estación a una parada que apenas cuenta con un techo para evitar que en las frías y lluviosas noches los pasajeros muramos de una hipotermia o acabemos como una sopa, con alto riesgo de coger una pulmonía. No es habitual que tome el último tren de la noche y menos en el mes de febrero, pero las cosas nunca salen como uno quiere y menos en el trabajo, así que me encontraba en la estación intentando cerrar todos los huecos de la gabardina para evitar congelarme hasta los huesos.
Las luces de las farolas, que intentaban disipar las tinieblas, se veían como tenues puntos en la negrura de la noche. Un par de farolas se encendían y apagaban sin un ritmo preestablecido dejando la estación en una mayor oscuridad, si es que eso era posible. El tren se retrasaba hasta el punto de pensar que ya había pasado, pero no era posible, que llegue con retraso es habitual, pero pasar con adelanto es imposible, además había llegado con casi diez minutos de antelación a la hora del último tren.
En ese momento me arrepentía de no haberle dicho a mi jefe que se fuera al diablo, que si el trabajo era tan urgente que lo hubiera pensado antes. Él estaría ya calentito en su casa después de haberse ido varias horas antes en su flamante coche, nada parecido a mi viejo coche que estos momentos estaría tranquilo en el taller, como empezaba a ser habitual. Yo por mi parte estaba allí con grandes posibilidades de resfriarme, saltando de un pie al otro en un vano intento de lograr que estos entraran en calor. Por la boca del paso subterráneo, el que comunica los dos andenes, subía una figura informe envuelta en un largo impermeable, aferrando un paraguas en un vano intento de evitar que la lluvia le alcanzara. La propia lluvia y la falta de luz me impedían ver claramente la figura, por un momento miles de ideas se agolparon en mi cerebro, ¿sería un asesino en serie que rondaba a la caza de su nueva víctima? ¿Tal vez mi jefe al que se le había estropeado el coche? O mejor aún, el representante de la compañía que viene a decirme que ya no hay trenes y que me regalan una semana, todo pagado, en una playa del Caribe…
La silueta, se aproximaba entre la lluvia, estaba claro que no era mi jefe, demasiado delgado para ser él, pero todavía me debatía entre el representante y el asesino. Sobre el ruido que producía el agua al chocar contra el suelo comenzaba a destacarse el ruido producido por unos tacones de mujer, el paraguas inclinado me impedía distinguir su rostro y gran parte del cuerpo, pero el ruido poco a poco más cercano se hacía, a su vez, más insinuante. El ruido de los tacones resonaba en el andén desierto, caminaba despacio procurando no resbalar, como me había ocurrido a mí al llegar. Un impermeable no es la prenda mas erótica o insinuante que existe en el mundo, pero el aburrimiento y estimulo de entretener mi mente, ya casi congelada, me llevaron a imaginar desde un cimbreante cuerpo, con unos atributos espectaculares, a un cuerpo de florero, de esos de muy estrechos por arriba y con una panza y trasero que forman una bolita a la altura media del cuerpo.
Ya únicamente faltaban unos metros para que llegara a la marquesina donde me encontraba, realmente presentaría una queja formal a la compañía por poner la marquesina tan lejos de la salida del subterráneo.

Primero entro el paraguas y tras él, con el monótono ruido de los tacones de fondo, la mujer. El paraguas bajó un poco más cerrándose al mismo tiempo. Al desaparecer el paraguas me dejó ver, a la tenue luz de la marquesina, el rostro de la mujer, tenía el pelo húmedo y por la cara le caían unas gotas de agua que reflejaban la luz de los pocos fluorescentes que aun continuaban encendidos en el techo de la marquesina.
– Buenas noches, ¿no ha pasado el de las once?
La voz era suave y parecía tener ese fondo de miedo a que mi contestación fuera que ya se marchó, pero en el fondo la pregunta era absurda, el de las once es el último tren y si yo estaba allí era porque no había pasado o bien porque era un masoquista redomado. Siempre me ha parecido que si no tienes nada interesante que decir, mejor es no decir nada.
– No, parece que llega con retraso, ya pasan… – mirando el reloj de pulsera- casi quince minutos de las once.
– ¡Menos mal, creí que no llegaba!
Entre el frío y que mi mal humor cada vez empeoraba, no se me ocurrió ninguna respuesta para darle, así que permanecí callado con esa mirada perdida en el infinito que me caracteriza cuando no tengo nada que decir. Pasaron los minutos, la situación parecía absurda, era como si dos náufragos en una isla desierta se pensaran si tenían que hablarse o no. Ella comenzó a caminar hacia las vías, abriendo el paraguas y mirando con cara de interrogación hacia la oscuridad por donde habrá de llegar el tren. En un momento dado pareció querer echar a volar, sus pies se separaron del suelo de la estación y mientras intentaba aferrar el paraguas su cuerpo se ladeaba peligrosamente hacia atrás.
Instintivamente di dos pasos hacia ella mientras alargaba los brazos para aferrar su cuerpo, que finalmente quedo junto al mío en un abrazo involuntario. Tiré de ella llevándola casi en volandas, hasta meterla nuevamente bajo la marquesina mientras el paraguas quedaba sobre el suelo en esa postura ridícula que quedan los paraguas abiertos cuando se caen, parece como si quisieran, en lugar parar el agua, recoger el mayor número de gotas posibles.
– ¿Te has hecho daño?
– No, gracias, pero creía que me iba a romper la crisma. Muchas gracias. Menos mal que estabas aquí de lo contrario seguro que estaría, por lo menos empapada. – dijo mientras sonreía.
– No te preocupes, espera te traigo el paraguas…

Tras soltarla, salí del resguardo de la marquesina lo más rápido posible para coger el paraguas y tras cerrarlo me dirigí donde me esperaba la muchacha, su cuerpo quizá no fuera tan espectacular como había imaginado pero definitivamente no era de florero. Según me acercaba puede ver como apoyaba únicamente la puntera de su pie izquierdo como si se hubiera hecho daño en él, sus piernas enfundadas en unas medias negras se escondían bajo el impermeable, pero tenía unos tobillos preciosos y bien torneados.
– ¿De verdad te encuentras bien? – le pregunte mientras le tendía su paraguas.
– Si, si, me encuentro bien, no hay problema, aparte de congelada no hay problema.
Por alguna razón que aun no me explico, quizá ese instinto de protección que todos tenemos dentro, pasé mi brazo por sus hombros y la acerqué a mí mientras ella dejaba reposar su cabeza sobre mi hombro.
Permanecimos así unos segundos, tal vez un minuto, en silencio, mientras el ruido de la lluvia seguía su monótono repicar y una de las farolas de la estación se apagaba de manera definitiva, dejando a la estación un poco más en penumbra.
– Gracias, lo necesitaba…
Su voz se había convertido en un suave murmullo, yo también lo necesitaba, pero como decírselo, ¿con palabras? Sin saber claramente qué hacía, acerqué mis labios a los suyos y la besé con suavidad, mi lengua recorrió sus labios hasta entrar en su boca, su lengua me recibió, jugamos con nuestras lenguas, sin prisa, como un par de enamorados. No tenía nada que decir, así que opté por callar y apretar un poco más su cuerpo contra mi cuerpo, las telas mojadas de los impermeables se juntaron hasta casi parecer una sola. Su brazo, hasta ese momento quieto y aprisionado entre nuestros cuerpos, pasó por mi cintura haciendo más cercano el abrazo, su paraguas golpeó contra el suelo mientras su otro brazo ceñía igualmente mi cintura, estábamos abrazados y tan cercanos que no había espacio para las palabras.
Nuevamente acerqué mis labios a los suyos y la besé, su cara estaba fría, sus labios me sabían deliciosamente frescos, mientras nuestros rostros se unían. Por mi parte comenzaba a sentir como todo mi ser se estremecía y mis pantalones oprimían mi sexo, tal vez era mi sexo el que intentaba salir de ellos. Un ruido nos volvió a la realidad, a lo lejos se comenzaba a ver la luz del tren y su ruido inconfundible inundaba la estación incluso a través del telón de la lluvia. Continuamos abrazados cuando el tren comenzó su lenta entrada en la estación, a través de las ventanillas se alcanzaba a ver los vagones vacíos, las puertas con pintadas y los asientos rotos, nada diferente de los demás trenes. Pero, en esta ocasión, parecía el mayor de los palacios, era una promesa de calor y un ambiente seco.
Por fin se detuvo, las puertas se abrieron, ella se agachó para coger su paraguas. Mi brazo pasó por encima de sus hombros mientras ella se aferraba a mi cintura. Caminamos los pocos metros que nos separaban de la puerta abierta mientras la lluvia caía sobre nuestras caras, el vagón estaba desierto, ni una sola persona invadía nuestro refugio. Mientras las puertas se cerraban, nos dirigimos a uno de los asientos, ese que se encuentra junto a la puerta de comunicación entre los vagones, en silencio, casi con miedo de que una palabra rompiera el encanto del momento. Al sentarnos ella dejó reposar su cabeza sobre mi hombro, mi mano se deslizó hasta tomar su barbilla y nuevamente acerqué mis labios a sus labios, nuestros labios se unieron y mis manos comenzaron a desabrochar su impermeable.
Mi mano ciega, penetró entre sus ropas, palpó sus senos sobre la blusa, una blusa que mi mente imaginaba blanca y de seda por el tacto que ofrecía a mi mano. En voz muy baja, casi en susurros me atreví a hablar.
– Quiero hacerte el amor.

– Yo también quiero hacerlo – me respondió.
Con suavidad, la tomé por los hombros y la levanté de su asiento hasta que quedó de pie, frente a mí, le desabroché el impermeable, bajo él apareció una blusa, no blanca como había soñado pero si de un color claro, la luz del vagón venía de su espalda y me era difícil discernir los detalles. Una falda oscura, negra o quizá de un azul marino muy oscuro se ceñía sobre su cintura. Lentamente comencé a subir su falda mientras ella sujetaba la gabardina para evitar que se cerrara, la falda llegó hasta su cintura, unas medias aparecieron ceñidas a sus muslos, dejando, desde su final, ver su piel hasta donde empezaban unas tenues bragas de color negro. Mis manos subieron a su blusa, desabrochando cada uno de sus botones hasta dejar ver su vientre firme, con una blancura que competía ventajosamente con el color de su blusa, el sujetador, de color blanco de puntillas, de esos que casi dejan ver, parecía llamarme por mi nombre, pasé mis manos hasta su espalda y luché unos segundos con el cierre. Unos maravillosos senos quedaron a la vista y mi boca se posó sobre sus pezones, que, no sé si por el frío o la excitación del momento, estaban duros.
Mis manos recorrieron su vientre, se posaron en su cintura, saltaron sobre la falda recogida hasta llegar a sus bragas, mientras mis pulgares entraban entre la prenda y su piel, mis labios besaban, lamían, mordían sus pezones, su piel, su vientre… El tren avanzaba despacio, habría querido que se detuviera de forma definitiva, pero el traquetear de las ruedas sobre las vías también tenía su encanto. Sus bragas cayeron al suelo, mientras ella se arrodillaba frente a mí y sus manos, tan nerviosas como antes las mías, desabrochaban mi gabardina, aflojaban mi cinturón y abrieron mis pantalones. Mi sexo salió triunfante, duro, con esa humedad previa. Su cabeza se agachó hasta que sus labios abrazaron mi sexo, lo humedecieron, su boca me abrazó, su cabeza comenzó a subir y bajar sin prisa, amorosamente abrazándome entre sus labios.
Comencé a sentir ese golpe eléctrico que sube por la columna, que llega hasta la cabeza y pone todos los cabellos del cuerpo de punta. Tomé sus brazos por los codos y le pedí, sin palabras, que se levantara. Sus rodillas fueron a posarse en el asiento, una a cada lado de cuerpo, sus manos lanzaron la gabardina a los lados, quedando su bello cuerpo desnudo ante mí, su sexo quedó sobre el mío, mientras sus manos tomaban mi cabeza y sus labios se pegaban a los míos. Entré en ella, en su humedad, en su calor, en el estrecho camino que lleva al placer. El movimiento del tren y su movimiento se juntaron en uno solo. Fueron unos minutos, ¿cuántos? No lo sé, qué importa. Por fin me derramé en su interior, le entregué parte de mí, ella se detuvo, me abrazó dejando su cabeza sobre mi hombro, sus labios junto a mi cuello, su respiración acariciando mi piel…
Permanecimos un rato abrazados, después la reducción de velocidad del tren nos indicó que estábamos parando, ella se levantó y comenzó a bajarse el sujetador, abrocharse la blusa, bajarse la falda…

No se preocupó de abrochar el sujetador, las bragas continuaban en el suelo, mientras yo cerraba el pantalón y ajustaba el cinturón. Con un gesto rápido, recogió sus bragas del suelo del vagón y las introdujo en el bolsillo del impermeable, rápidamente cruzó la gabardina sobre su cuerpo, antes desnudo y se dejó caer en el asiento junto a mí, apoyando su cabeza en mi hombro.
– No pienses que lo hago siempre -me dijo en casi un susurro.
– Ni yo tampoco – contesté.
Una sonrisa nos ocupo la cara a ambos. Las puertas se abrieron y entró alguien, hombre, mujer, no lo sé, no lo recuerdo, con una gran discreción fue a sentarse exactamente en el asiento opuesto al que estábamos, al otro lado del vagón. El tren reanudó su marcha, mientras mis labios se posaban por enésima vez en sus labios. La siguiente estación llegó rápido, ya en los túneles de la ciudad, era la última, el destino de aquel último tren, que ahora no me habría perdido por nada del mundo, abrazados salimos del vagón y caminamos por los vacíos pasillos hasta alcanzar la salida.
– Ven a mi casa, está cerca – me atreví a decir.
– No, no puedo, tengo prisa.
– Al menos dime cómo te llamas… -me atreví a preguntar.
– ¡Mónica! -casi grito mientras corría hacia un taxi con luz verde que se acercaba por la calle.
El frío y la lluvia me volvió a la realidad, había sido un precioso viaje en tren, pero ya era pasado y únicamente un bello recuerdo.

Si pensáis que regresé todas las noches a la estación, estáis equivocados, esas cosas pasan una vez y es mejor dejarlo así, las segundas partes rara vez son buenas, así que con el recuerdo es suficiente.
Saludos para todos.

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