Relato erótico

Solo buenos amigos

Charo
5 de enero del 2019

Invitaron a una pareja, muy amigos suyos, a pasar unos día en su casa. Vivian en la costa y solían pasar fines de semana juntos. Su amigo quería hacerle una proposición y no sabía qué hacer, pero…

Querida Charo, mi nombre es Roberto, tengo 40 años y mi pareja, Teresa, 35. Llevamos casados casi dos años y vivimos en un pueblo de la costa valenciana, a unos cuantos kilómetros de la capital y Gustavo y Norma son dos buenos amigos nuestros, si no los mejores al menos con quienes más tiempo y más a gusto estamos.
Ellos viven en la ciudad y este verano decidimos invitarles a pasar unos días en nuestra casa. Dos semanas que se convirtieron en las más increíbles de nuestras vidas.
No es que nunca antes me hubiese fijado en Norma pero desde que aquella tarde la vi en bikini no le podía quitar ojo de encima. Os la describo. Norma es alta, rubia, ligeramente pelirroja quizá, y delgada, con unas piernas inacabables y unos ojos verdes preciosos. Su único “punto débil” para muchos son sus pechos, pequeños y puntiagudos. Pero ese punto débil es precisamente mi debilidad, así que para mí Norma es simplemente perfecta. Con Gustavo no me extenderé tanto pero sí os diré que es el típico rubio por el que todas las mujeres de un campus universitario suspirarían.
Todo iba bien, pero a los cuatro o cinco días de su llegada todo se desmadró. La madre de Teresa la llamó para que al día siguiente fuera a acompañarla a una feria de antigüedades. Ninguno de nosotros tres estábamos muy interesados en perder un día entero en aquello así que decidimos quedarnos. Teresa se fue a las 8 de la mañana. Gustavo y yo nos levantamos a las diez y fuimos a hacer unas compras para la comida mientras Norma aún dormía un poco más.
– Se te van a salir los ojos como la sigas mirando así – me dijo Gustavo.
Traté de fingir que no entendí a qué se refería pero sospecho que no lo conseguí ni de lejos.
– Te gustaría tirártela, ¿verdad? – me soltó a continuación.
No tenía ni puta idea de qué decir. ¡Pues claro que me gustaría! ¡Nos han jodido, que sí me gustaría! Pero una cosa es pensarlo, incluso desearlo con avidez, y otra muy distinta es que tu mejor amigo te pregunte que si te gustaría tirarte a su mujer. Estábamos llegando a casa cuando él me dijo:
– Para el coche ahí – señalando el arcén.
Paré el coche. Desde donde estábamos en el arcén veíamos a Norma tomando el sol en el jardín. Él se quedó mirándola un momento y luego se volvió hacia mí. Me di cuenta de que tenía una sonrisa de oreja a oreja. Quizá entonces me relajé un poco aunque la sorpresa no había hecho más que empezar.
– Mira – me dijo – voy a ser muy sincero y espero que no te enfades.

El verano pasado Norma y yo conocimos a una chica con la que acabamos en la cama una noche. Ahora, bueno, hace unos meses que queremos repetir y a ambos nos gustaría que fuera con vosotros.

– O sea, que me estás proponiendo… – balbuceé.
– Sí, un intercambio de parejas… o cualquier otra cosa que se nos ocurra. Pero sin malos rollos. Se trata de pasarlo bien sobre todo y espero que todo esto no te siente mal. Si es así, por favor olvídalo todo y discúlpame.
– No, no te preocupes – acerté a decir.
Mi cabeza era un hervidero de contradicciones. La idea me excitaba tanto, pero…
– Mira, no te voy a negar que la idea me vuelve loco pero no creo que sea posible. Vosotros estáis dispuestos y seguros de lo que queréis. Yo, aunque no tan seguro, también, pero Teresa, dudo mucho que ella consienta, sinceramente.
– Perdona de nuevo si te ofendo pero, ¿qué te hace pensar eso?
– Gustavo, la conozco bien, créeme.
– ¿Piensas que ella no diría eso mismo de ti? Y te conoce igual de bien. Te aseguro que en el fondo le atrae la idea tanto como te puede atraer a ti.
– Bueno, déjame que lo piense y ya te diré.
Arranqué el coche. No quería hablar más del tema. Al entrar en la casa me puse a colocar todo lo que habíamos comprado y por la ventana vi como Gustavo se acercó a la hamaca donde estaba Norma y la besaba. Estuvieron hablando más de 20 minutos. Les oía reírse a carcajadas. Seguro que estaban hablando de nuestra conversación. Al cabo de unos minutos entró Norma.
Ya no sabía qué era exactamente lo que sentía: excitación, miedo, vergüenza, quizá ridículo.
Sería mediodía cuando subí al dormitorio y me tumbé en la cama donde pasé una media hora dándole vueltas a la cabeza hasta que resolví intentar olvidarlo. Pero no por falta de ganas, desde luego. Pero Teresa…
– ¡Roberto! – oí que me llamaba Gustavo. – ¡Roberto! Ven, que la comida está lista.
Bajé al salón extrañado. Era la una y normalmente comíamos pasadas las tres, incluso los días que no íbamos a la playa por la mañana. Me quedé literalmente de piedra cuando vi a Norma allí de pie, tan solo con unas braguitas puestas, los ojos vendados con un pañuelo y las muñecas atadas juntas con una cuerda sujeta a la viga de madera que atravesaba el techo del salón, obligándola a mantener los brazos en alto, tensos. Gustavo estaba sentado en una butaca frente a ella, a un par de metros.

Hay trenes que pasan sólo una vez en la vida así que al cabo de unos segundos comencé a acercarme despacio hacia Norma. Di la vuelta a su alrededor, examinándola detenidamente.
Estaba preciosa. Sus pequeños pechos lo parecían aún más al tener los brazos levantados por la cuerda. Los pezones puntiagudos eran toda una invitación. Su piel bronceada se adivinaba incluso a través de la ajustada y delgada braguita, así como un diminuto triángulo de vello perfectamente recortado en su pubis. Reparé entonces en lo notoria que era mi erección bajo el bañador que llevaba puesto. Alcé mi mano derecha hasta la altura de sus muñecas, tocándolas muy suavemente con la yema de los dedos. Ella respiró hondo. Colocado detrás de ella adelanté ambas manos desde sus caderas hacia su vientre, subiendo por el ombligo hacia los pechos, acariciándolos muy suavemente. Miré a Gustavo. Seguía sentado en el sofá frente a nosotros. Su mirada denotaba una gran excitación mirando la escena.
¡El muy cabrón! Le mantuve la mirada mientras acompasaba mi movimiento al de Norma que buscaba mi polla con su culo. Le bajé las bragas mordisqueando sus nalgas y sus muslos y agachado frente a ella metí mi cabeza entre sus piernas. El olor era embriagador, intenso, delicioso. Le lamí los labios con suavidad, saboreando sus jugos, ya abundantes por entonces.
– ¡Métemela! – dijo jadeante – ¡Métemela ya!
Le desaté las muñecas, lo que sus brazos agradecieron al momento. La llevé hasta la mesa y la hice tumbarse sobre ella. Se chupaba un dedo y se acariciaba el vientre. Abrió las piernas invitándome a entrar. Dirigí mi polla a su coño húmedo, acariciándolo en círculos con el glande antes de metérsela de un golpe hasta el fondo. Entró como si estuviera hecho a medida, su excitación era tan grande como la mía.
– ¡Fóllame! ¡Fóllame! – decía, casi gritando.
Tras cada embestida mía se la sacaba casi del todo para volver a metérsela otra vez con fuerza. Parecía volverse loca, con sus manos se recorría el vientre y los pechos, a veces apretándose con fuerza. Se lamía los dedos. Gemía. Gritaba.
– ¡Fóllame… así, así…!.

Aceleré mis movimientos para acompasarlos a la velocidad con la se movía sobre la mesa. Nunca había visto a una mujer correrse tan pronto. Yo estaba que iba a explotar y sin embargo de pronto fue ella la que se corrió.
– ¡Me corro… me corro… aaaaah… así, así…. cabrón, no pares… más… más fuerte!
Su boca era un torrente de palabras, de gritos hasta que se irguió sobre la mesa aferrándome por los hombros, clavando sus dedos en mi espalda y deshaciéndose en un prolongado grito que se fue apagando lentamente… pero lo que sigue ya os lo contaré en una próxima carta.
Hasta entonces, muchos besos.

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