Relato erótico

Si lo pruebas, repites

Charo
6 de febrero del 2019

Le gustaban las mujeres maduras y cuando “probó” a la vecina de su madre, confirmó sus gustos. Definitivamente las maduras lo volvían loco.

Ricardo – Murcia

Me llamo Ricardo, tengo 20 años, estoy estudiando, vivo con mis padres y me vuelven loco las mujeres maduras. El tiempo me ha dado la razón, ya que a mí me pasó. La primera vez lo hice con una chica de mi edad y no pasó nada extraordinario por la inexperiencia, lo confieso, de los dos.
Pero no habían pasado dos meses cuando lo hice con una vecina de mi madre. Mi falta de experiencia la complementaba ella con la suya.
Se llamaba Carmen y estaba sobre los 55 años. Me llamó para que le ayudara a colgar un armario. Provocación tras provocación llegamos hasta el no poder aguantarlo ninguno de los dos. Ella me agarró la polla ante mi deseo y mi asombro aunque acordándome de la gran cantidad de pajas que le había dedicado a esta mujer. Estuvimos toda la noche follando ya que su marido estaba ausente. A partir de este día cada vez que sabía que su marido se iba fuera, en vez de ir al instituto me metía en su casa y no parábamos. Lo mismo lo hacíamos en la cocina o en el lavabo como en el suelo del pasillo. Pero todo lo bueno acaba y al regresar a casa después de mis vacaciones, mi madre me contó que ella y su marido habían comprado un chalet en la región donde trabajaba él.
A pesar de todo y siguiendo lo que Carmen me decía cuando vivía encima, que si alguna vez cambiaba de piso fuera a verla, lo hice de vez en cuando pero todo se fue enfriando. Estaba demasiado lejos y ya no existía aquel encanto, aquel miedo de ser descubiertos, aquel morbo. Pero la suerte vino en mi ayuda sin yo esperarlo. El piso de Carmen lo compraron un matrimonio mayor formado por Miguel, de 65 años y su señora, Rosa, de 63.
Era un matrimonio muy amable con el que rápidamente hicimos amistad e incluso, con aquello de la confianza, nos dejaron una llave de su piso en mi casa. La señora Rosa era y aún es, de esas mujeres que son siempre jóvenes de espíritu y aunque vestía según su edad, es decir ropas oscuras, siempre iba muy bien arreglada. Tenía poco más o menos 1, 70 de altura, pelo negro teñido y gordita. Su cara era atractiva, lo mismo que su más que abultada delantera, con un poco de barriga y un también más que amplio culo.
Una noche, como las cocinas de nuestros pisos respectivos estaban una frente a la otra, entré yo en la mía a tomar un vaso de agua y al ver la luz de la suya encendida apagué la mía y me escondí tras la cortina para mirar.

Rosa llevaba un camisón y al agacharse para coger algo y pegársele al culo observé que no llevaba bragas, ya que, se le clareaba toda la raja. No pude evitar tocarme la polla. La tenía dura como el hierro. Me la saqué fuera del pantalón y aprovechando que mis padres habían salido, acabé haciéndome una lenta paja viendo como ella se movía por la cocina, como le bailaban las grandes tetas y se removía su gran culo. Pasaron los días. La amistad con ellos iba en aumento. La señora Rosa venía a casa con toda confianza y un día supe, según me contó mi madre, que ella le había dicho que yo era un chico muy guapo.
– Seguro que se llevará a todas las chicas de calle – le había añadido.
Me gustó saber que se había fijado en mí pero la máxima impresión la sufrí cuando una tarde, mientras yo estaba estudiando en mi cuarto y mi madre y la vecina estaban hablando en el salón, oí como ésta decía:
– Realmente me siento muy insatisfecha, la verdad es que mi marido sólo me hace el amor cuando se acuerda, generalmente una vez al mes y hay veces que me quedo tan caliente que debo tocarme hasta que me corro.
Esta conversación me puso muy excitado hasta el punto que me la saqué y allí mismo me la pelé imaginándome a la vecina tocándose el coño, metiéndose los dedos en la profunda gruta que debía tener entre los muslos. Mordiéndome los labios para no gritar, recogí toda mi leche en el pañuelo que, previamente, había colocado en la punta de mi polla. Desde este día, muchas noches me levantaba e iba a la cocina con la esperanza de verla otra vez en camisón. Tuve la suerte de conseguir mi propósito un par de veces. Esto hizo que me regalara dos y tres pajas diarias pensando en ella y en lo poco que había conseguido verle. Creo que la señora Rosa se convirtió en una obsesión para mí.
Un sábado me la encontré en la calle. Venía muy cargada del súper y me ofrecí para ayudarla. Accedió encantada y mientras colocaba las cosas en el armario o en la nevera, yo no perdía de vista su culazo enorme y el movimiento de sus nalgas. Casi sin darme cuenta pero muy excitado, me tocaba el bulto por encima del pantalón. Tenía la polla a punto de reventar e incluso me pasó por la cabeza la idea de pegarme a ese enorme culazo pero frené mis impulsos por miedo a meter la pata. Al acabar de colocarlo todo, sacó un refresco y me lo ofreció. Ella abrió otra botella y se sentó frente a mí. En un momento dado, por un movimiento brusco que hizo, su falda se le abrió por un lateral dejando a la vista más de medio muslo, un poco más arriba de donde le terminaba la media. No sé el efecto que me hizo la visión de su blanca carne con el contraste de la media, pero el caso es que me temblaban incluso las rodillas de la excitación.

Rosa me hablaba de cosas, que yo no oía, sin percatarse de su falda hasta que se dio cuenta de donde iban mis fugaces miradas. Con mucha naturalidad, tiró de la tela y se tapó.
Yo seguía tan empalmado que al levantarme para irme, estoy seguro de que la señora Rosa se dio cuenta perfectamente de mi bulto. Nada más llegar a mi casa y ya en mi habitación, me la saqué del pantalón y me bastó tocármela dos veces para hacer saltar mi chorro de leche contra un mueble. Así pasó un mes. Yo seguía buscando verle los muslos cuando venía a mi casa o su culazo por la noche, espiándola desde la ventana de nuestra cocina. Así estábamos cuando una mañana se presentó en casa el marido, el señor Miguel, pidiéndole permiso a mi madre para que yo fuera con ellos al pueblo para que les ayudara a traer unos muebles. Habían alquilado una furgoneta para este menester. Mi madre, tras preguntarme con una mirada si me apetecía ir y contestar yo de la misma manera que sí, dijo que no había ningún inconveniente. Salimos por la mañana hacia su pueblo. El señor Miguel conducía e Rosa y yo íbamos en los asientos traseros. A medio camino yo tenía mi rodilla debajo del muslo derecho de ella, en un gesto como si fuera de lo más normal.
Ellos hablaban y de vez en cuando comentaban algo conmigo. Yo, que iba ya más caliente que una estufa, empecé a hacer presión con la rodilla en el muslo de Rosa pero ésta parecía no darse por enterada hasta que, pasando el brazo derecho por encima del respaldo del asiento, noté como sus dedos se posaban en mi hombro, rozándolo de vez en cuando. A cada presión de mi rodilla respondía apretándome con las uñas la carne, como para decirme que me sentía. Después de varias horas de viaje llegamos al pueblo a la hora de comer. La señora Rosa me miraba a los ojos, pero no me decía nada. Tardamos un poco en cargar los muebles y a eso de las ocho de la tarde, ya había oscurecido y el señor Miguel dijo que ya nos podíamos ir para casa. Subimos a la furgoneta y emprendimos el viaje. La señora Rosa comentaba con su marido que si le venía el sueño parara en cualquier sitio para dormir un rato. Yo no tardé en empezar el ataque de nuevo y volví a meter la rodilla bajo el principio del muslo de ella. Rosa también volvió a colocar su brazo sobre el respaldo del asiento y colocó su mano sobre mi hombro presionándome contra su cuerpo muy suavemente.
La oscuridad de la noche ayudaba en estos momentos así que deslicé mis dedos bajo mi rodilla, como para rascarme, y rocé sus medias. Ella se levantó, como para coger algo del salpicadero y al sentarse se colocó un poco de lado. Ahora tenía toda su pantorrilla para mí así que deslicé mis dedos hasta que encontré la abertura lateral de la falda y metí mi mano al interior.
Rosa me apretaba contra ella y de vez en cuando me miraba de reojo. Con la mano pasé la media y una tira de goma que después supe que era el liguero, hasta tocarle los carrillos del culo. Mi miedo era tanto que, junto a la excitación, me corrí sin tan siquiera tocármela, llenándome los calzoncillos de leche. Así pasamos más de una hora. Rosa trataba de colocarse y facilitarme más la entrada de mi mano pero no había forma de hacerlo bien sin que se notara. Por fin se levantó un poco para coger algo de la parte de atrás y al sentarse otra vez mi mano quedó bajo su culo pues ella había levantado previamente la parte de atrás de su falda. Cuando puse mis dedos por donde lo tenía más caliente y húmedo, aparté un poco la braga y rocé con mis yemas los pelos mojados de su coño. Rosa se removía con cualquier pretexto hasta que los sintió dentro de su raja.
Yo movía mi mano mientras la señora Rosa me miraba con la lengua sacada por un lado de la boca. Al poco le dijo a su marido:

– Para aquí un rato, duermes un poquito y nosotros aprovecharemos para estirar las piernas.
He de confesar que yo estaba loco de deseo. Al entrar en el aparcamiento el señor Miguel apagó las luces y echándose sobre el volante se quedó dormido casi en el acto. Rosa entonces, haciéndome un guiño, me dijo:
– Ven conmigo.
Se fue detrás de la furgoneta y apoyándose en la pared de una fuente que allí había, me hizo señas para que me acercara. Nada más llegar me abrazó y con su mano me agarró el paquete que sobó antes de bajarme la cremallera. Me decía muy bajito:
– ¡Venga, date prisa, sácatela y métemela o voy a gritar!
Mientras yo me sacaba mi dura herramienta, Rosa se arremangó la falda y llevaba sus bragas blancas, ya en sus rodillas. Sin más preámbulos y con mi polla en la mano, me acerqué a aquel punto negro, entre sus gordos muslos. Estaba bien cubierto de pelo. Agarrándomela entonces ella, me cogió con ambas manos por el culo, hizo presión y llevó mi polla a su interior como si fuera un tarro de miel. Mientras, me decía excitada:
– ¡Así, así… más deprisa… quiero correrme… lo necesito… aaah… que gusto… sí, así, sigue…!.
Yo la apretaba por todas partes, gozando de aquellos enormes muslos e incluso de su ano lleno también de pelos hasta arriba, hasta que, dando un par de suspiros largos, se corrió justo cuando yo disparaba mi leche en sus entrañas. La señora Rosa se removía y buscaba mi boca para meterme en ella la lengua hasta el fondo. Yo tocaba aquellas carnes un poco flácidas pero sensuales, y pasaba mis dedos por la inmensa raja que dividía sus enormes posaderas.
Sin decirnos nada, se subió las bragas después de limpiarse con el pañuelo la raja y sin más nos montamos en el coche. El señor Miguel dormía como un tronco cuando Rosa lo llamó. Él se bajó del coche y después de lavarse la cara en la fuente, de nuevo nos pusimos en camino. En todo el viaje no pegué ojo, pues a pesar del polvo inesperado que había pegado, tenía la polla otra vez como el hierro. Así se lo hice notar a Rosa quien, con sumo cuidado, me pasaba la mano repetidas veces por la bragueta. Llegamos a nuestra casa cerca de las tres de la madrugada y cuando les di las buenas noches añadí para Rosa, que se había quedado algo retrasada en la puerta:
– Salga a la cocina cuando esté dormido.
Entré en mi casa, avisé que había llegado y me fui a mi habitación hasta que vi como se encendía la luz de la cocina de la señora Rosa.

Lentamente y sin hacer ruido, me planté en la mía. Rosa estaba allí con su camisón. Al verme se lo levantó dejándome ver aquello que antes había poseído. Tenía vello hasta el ombligo y era tan espesa la mata que no se le dibujaba la raja del coño. Así, mirándonos los dos, nos masturbamos.
Al día siguiente, domingo, vino una visita a casa y yo me fui a la calle esperando que salieran Rosa y Miguel como hacían casi todos los días de fiesta. Después de casi una hora apareció el señor Miguel que me invitó a acompañarle el fútbol ya que su mujer quería quedarse en casa pues le dolía algo la cabeza. Yo, mintiéndole, le dije que había quedado con unos amigos para ir a una discoteca. Cuando le vi alejarse en su coche, entré en el portal, llegué a la puerta y toqué dos veces el timbre. Al abrirse la puerta apareció Rosa con una bata de estar por casa. Creo que los dos nos pusimos muy nerviosos en este momento pues ella, poniéndose los dedos en la boca ordenándome silencio, me hizo entrar y cerró la puerta con el cerrojo. En el mismo recibidor me abracé a ella, apretándola contra mí, pero ella me dijo:
– No seas bruto. Tranquilo, tenemos toda la tarde para nosotros.
Yo tenía mis manos bajo su bata, tocando sus gordas tetas por encima del sujetador mientras ella me apretaba el paquete y me pasaba la lengua por las orejas musitando palabras apenas audibles. Luego fuimos hasta el sofá donde ella se tumbó después de desabrocharse la bata por completo y levantarse el sujetador dejando sus gordos melones fuera y cayeron un poco a los lados. Eran enormes, mucho más grandes de lo que yo había pensado Tenían una aureola marrón, tan grande como una galleta, y ésta coronada con un pezón como una bellota. El ombligo estaba metido en su carne profundamente ya que tenía mucha barriga y ésta casi lo tapaba. El vello ensortijado del coño le subía, como ya he dicho antes, muy arriba. Yo miraba aquello mientras me desabrochaba el pantalón y la camisa. Rosa entonces, me dijo con voz entrecortada:
– Quítatelo todo, quédate desnudo por completo. Quiero sentirte desnudo sobre mi.
Al bajarme los calzoncillos mi polla saltó como un resorte e Rosa, en este momento, se incorporó y sentándose en el sofá me la agarró besándome la punta para después tragársela como si fuera un caramelo. Sentía su lengua ir por todo el capullo a la vez que la sacaba y la metía en su boca. No habían pasado dos minutos cuando sentí que me corría y quise sacársela pero Rosa se aferró a mi polla hasta que se tragó toda mi leche mientras movía sus dedos en su colorado coño. Me chupó hasta la última gota de leche produciéndome un extraño placer ya que era la primera vez que alguien se me lo tragaba. Entonces se tendió otra vez en el sofá y trató de abrir los muslos lo más posible, mientras con los dedos se abría también aquella carnosa raja brillante y me decía:
– Ahora chúpamelo tú a mí. Quiero sentir tu lengua en mi coño. ¡Ponme la lengua aquí!
Chupé aquello. Mi lengua recorría la gruta milímetro a milímetro y ella gemía a cada pasada, guiándome la cabeza entre sus muslos. Así se corrió varias veces entre espasmos y gemidos casi en voz alta.

Cuando acabó su placer, me levanté y poniéndome entre sus piernas ella misma me agarró la polla y de un empujón se la metió entera hasta que mis cojones quedaron pegados a su culo. Rosa rabiaba de gusto buscándome la boca y presionándome de las nalgas contra su cuerpo mientras mi polla entraba y salía de aquel coño goloso, a toda velocidad. Cada embestida era un gemido. Con mis manos apretaba sus gordas tetas y por fin noté que se me nublaba la vista. Con rabia fui metiendo mi lengua en su boca y descargando mi leche en ese coño tan maravilloso y caliente. Rosa, al sentir mi corrida, empezó a removerse y a decirme:
– ¡Mi vida, te siento… que placer me das, cariño… aaah… que gusto…!.
Me quedé pegado a ella, que aún buscaba un nuevo orgasmo, hasta que realmente lo tuvo. Nos levantamos y me llevó al baño donde nos lavamos y allí me contó la necesidad que tenía de follar ya que, como yo ya sabía, su marido no le daba lo que ella necesitaba.
Después de lavarnos y sentada en el bidé, me cogió la polla y me la chupó hasta ponérmela dura. Esa mujer era incansable y se ponía loca comiéndome el rabo. Me apretaba los cojones suavemente y esto me producía tal placer que yo gemía de gusto. Allí mismo, en el baño, se puso a cuatro patas. Me coloqué tras ella, ella guió mi polla hasta el coño iniciando otra vez una tremenda follada. Metía yo mi mano entre los dos sexos para sentir la humedad de aquella raja y llegué a ponerle un dedo en el culo. Aquello me dio una idea y sin pensarlo dos veces se la saqué del coño y a pesar de sus quejas, le metí por el culo todo el capullo. Rosa lanzó un quejido de dolor pidiéndome que se la sacara de ahí pero yo le repetía que no le iba a hacer daño y seguía apretando poco a poco hasta que la enculé por completo. La fui sacando y metiendo lentamente en el estrecho canal. Ella se iba quejando pero el agujero iba acostumbrándose a tener mi polla dentro hasta que empezamos los dos a removernos más y más deprisa.
– Por favor – me decía Rosa – Dámela ya, dámela, no puedo más, creo que me vas a romper el culo como sigas así… córrete por favor.
Echándome encima de ella, me corrí soltando toda la leche que me quedaba en los cojones mientras ella gemía de placer. Hoy sigo viviendo en la misma casa y me la sigo follando a pesar de que ahora tengo, novia.
Saludos para todos.

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