Relato erótico

Sexo de calidad

Charo
31 de mayo del 2019

Nuestro amigo nos cuenta como termino el encuentro con su compañera de trabajo. Fue una velada de sexo brutal y satisfactorio.

Oscar – Barcelona
Amiga Charo, te recuerdo que yo trabajaba en una empresa de servicios de telecomunicaciones, donde solo éramos siete personas, el gerente, la secretaria, el contable, el ingeniero en electrónica encargado de la parte técnica del negocio, los dos instaladores y yo, que me encargaba de los cobros. También te conté que acabé haciendo el amor con una atractiva mujer que había entrado en la empresa solo para sustituir a una compañera.
Dejé mi historia cuando, tras una eternidad bañada de dulces caricias, puso su cabeza entre mis piernas y sus brazos bajo mis nalgas y tomándome por la cintura engulló aquel falo hinchado a punto de hacer explosión y comenzó a saborearlo poco a poco. No sé cuanto tardé en eyacular. De hecho tampoco sé cuántas veces me corrí ya que ella tragaba y seguía lamiendo y chupando. Aquello duró hasta que, extenuados, nos rendimos.
De repente desperté y la encontré dormida sobre mí, es decir, su cabeza reposaba sobre mi miembro, parte de ella estaba sobre mi pierna izquierda y la habitación olía a sexo. Intenté ver la hora en el despertador de la mesa de noche, las cuatro y media. Ella se despertó al sentir que me movía, vio mi rostro en el espejo del tocador y me dijo:
– ¿Qué ha pasado, qué me has hecho… qué hora es?
– Las cuatro y media, le dije.
– ¡Estás loco, yo tengo que despertar en mi casa, rápido, debes llevarme a mi casa…, estás loco…!. ¿Qué me has hecho? – y comenzó a llorar.
Honestamente, yo la verdad no entendía nada, traté de tranquilizarla, consolarla y por un momento pretendí defenderme de aquella pregunta capciosa e incriminante.
-¿Como que qué te he hecho? – pregunté.
Pero lo único que conseguí fue que llorara aún más, así que opté por tranquilizarla, decirle que tomara rápidamente una ducha y se arreglara para llevarla a su casa. Finalmente tomamos la ducha juntos a la carrera, nos vestimos apresuradamente y salimos velozmente rumbo a su casa.
Ella aparcó el coche mientras yo retiraba mi moto, nos despedimos y salí como alma que lleva el diablo por la autopista, atravesando la ciudad a toda máquina feliz por lo que había gozado pero también preguntándome que significaba todo ese llanto y eso de “¿Qué me hiciste?”.
Para entonces comenzaba a despuntar el sol y no tenía ningunas ganas de dormir, así que tomé rumbo a casa de mi madre que quedaba bastante cerca de mi oficina, donde preparé, silenciosamente, un delicioso desayuno para cuatro, mi mamá, mis hermanos.

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Llegué a mi trabajo cerca de las siete y media y comencé a poner en orden mis papeles, hasta que poco antes de las ocho nos encontrábamos todos en la oficina, incluso ella, que por cierto estaba más bella que nunca. Nos saludamos como si nada, aunque todos sabían que habíamos pasado el fin de semana juntos. No era ningún secreto, nadie hacía preguntas o comentarios, ni directos ni indirectas picantes, una conducta inusual entre nosotros. Ella se dedicaba eficientemente a sus labores y nos dirigía la palabra, a todos, solo lo estrictamente necesario, pero en el momento en que avisé al contable que estaba listo para salir, éste me dijo, no sin un deje de sorna y picardía:
– ¡Que buena está la nueva! Quiere que hables con ella antes de irte, que necesita que le hagas no sé qué cosa. ¡Sinvergüenza!. Te la comiste ¿no?, calladito que te lo tenías.
Tomé mis papeles y los coloqué en mi portafolio, la relación de actividades a realizar, original y copia y de inmediato, me acerqué a la oficina del contable, le entregué la relación, que revisó y firmó, al tiempo que le solicité me diera el dinero de mis gastos. Me devolvió mi copia y me entregó la pasta junto con el vale de caja, mirándome por encima de los lentes con una sonrisa maliciosa, cargada de complicidad.
Entonces me fui al encuentro de Victoria y le dije:
-¿Tienes algo para mí?
– Sí – contestó – necesito que hagas en el banco estas diligencias del ingeniero y además, ¿Quería saber si puedes llevarme esta tarde, ya que hoy no he traído el coche?
– Claro, con mucho gusto, paso por ti cuando termine y a las cinco nos vamos, si quieres podemos ir a alguna parte, nos tomamos algo, no sé, lo que tú quieras…
– Bien, a las cinco – añadió.
Terminé mis labores temprano, pero pensé que si llego temprano a la oficina creerán que siempre me sobra el tiempo y comenzarán a pedirme que pase por la oficina antes de ir a casa, así que desde las tres y cuarto me dediqué a pasear y ya cerca de las cinco, faltaban como veinte minutos, busqué un teléfono público y llamé a la oficina, confirmé que iría a buscarla pero que debería esperar un poco ya que estaba terminando una diligencia y me encontraba muy lejos. Realmente me encontraba lejos, pero yo conocía todos los recovecos de la ciudad, el tráfico, conducía una moto, las cuales no conocen el tráfico y yo siempre corría a todo lo que era posible hacerlo.
Antes de las cinco me detuve en un café, como a cien metros de nuestra oficina y esperé a que fuesen las cinco y cuarto, entonces llegué tocando corneta, sin ninguna intención de aparcar o de entrar a la oficina. La vi salir, en lugar de su elegante ropa, es decir, falda cortita, blusa vaporosa, pañoleta, larga y grande, traslúcida, hacía juego con la blusa, chaqueta de corte elegante, vestía ahora un traje, es decir, un mono de cuero, negro con detalles cromados, botones, adornos y cremallera, una cremallera que propiamente llegaba hasta el cuello del mono pero que ella mantenía abierta desde el cuello hasta su escote y luego se estiraba hasta la cruz de los pantalones, brillante, larga y brillante, botas altas, también de cuero, con tacón alto y fino, un cintillo ajustado en el cabello, no sé que más decir, era la aparición perfecta del sueño más loco de mis sueños hecha carne. En este momento lo recuerdo y se me hace agua la boca.

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Aquella diosa hecha mujer se acercó decididamente hacia mí, llevaba en su derecha una mochila, también de cuero, que despedía el inconfundible aroma del cuero nuevo, recién salido del taller.
– Y bien, ¿a dónde vamos… qué quieres hacer? – le pregunté.
– No lo sé – contestó – ¿Vamos a tomar unas cervezas, ir a algún sitio en particular? Donde tú quieras para mí está bien pero que sea un lugar abierto.
– Súbete pero ten cuidado con el escape, no vayas a quemarte – la avisé.
Una vez sentada, rodeó mi cuerpo con sus brazos, recostó su cara sobre mi hombro y me dijo al oído:
– ¿Está bien así, no te molesto, puedes conducir bien así?
Poco a poco llegué a un local, un lugar a cielo abierto frecuentado por gente joven. Tras tres o cuatro cervezas y una charla entretenida sobre naderías, vi acercarse a María, mi esposa, acompañada de un grupo de amigos del club. ¡La pifiamos!, pensé para mi interior, pero ellos se sentaron en una mesa, María incluida y por señas me saludaron cordialmente, los muchachos también hicieron señas de aprobación y por cierto que María los secundó haciendo señales con las manos y expresiones de complicidad. Yo ya no tenía muy claro lo que sentía, una parte de mí se quería reír, otra vanagloriarse y otra salir corriendo y que fue la que ganó, pedí la cuenta y le dije a mí acompañante:
– Bueno, vamos a otra parte. ¿Te gustaría o prefieres que te lleve a tu casa?
– ¿Te molesto, no estás bien conmigo que ya tan temprano me quieres llevar? – replicó.
– Yo no dije que quería llevarte, yo te pregunté si querías que te llevase, si no quieres, dices “¡No a mi casa no, quiero ir a….!” y vamos a donde te guste.
En ese momento, lo único que yo veía era que ella estaba más que buena y quería estar conmigo para mí ya estaba bien. Así que salimos del local, paramos en un chiringuito cercano, compramos unas cervezas bien fresquitas y empezamos a pasear. Cuando abríamos las dos últimas latas, ella me dijo:
– Vamos a tu casa y luego, más tarde, me llevas a la mía.
Puse rumbo a su casa, aumentando la velocidad todo lo que me pareció prudente hacerlo, no quería que viera que estaba poco menos que desesperado por llegar, pero ella, por su parte, comenzó por aflojar mi cinturón, abrir el cierre de mis pantalones y meter ambas manos dentro de ellos y sorpresa, ella acababa de descubrir que yo no llevo ropa interior.

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No hace falta decir que después de esto, aparcar, asegurar la moto y subir en el ascensor los quince pisos hasta el apartamento fue un interminable viaje adobado por besos y manoseos desenfrenados. Abrir la puerta resultó una proeza casi imposible. Me faltaban manos para sujetar las llaves, ojos para ver dónde meterlas y concentración para saber qué hacer con ellas.
A duras penas entramos y tras cerrar la puerta nos dejamos caer al suelo y allí, en el mismo pasillo de entrada, dimos ambos un festín a nuestras bocas, por segunda vez. Aquello fue lamer, besar, chupar, succionar, acariciar en el pasillo, en la alfombra, en la ducha, en la cama, solo piel con piel, boca con piel, lengua con piel hasta quedar agotados.
Me desperté pasadas las cinco, acaricié su cabellera y comenzó de nuevo el mismo show de la noche anterior:
– Tú estás loco, mira la hora que es, yo debo estar en mi casa al amanecer. ¿Qué fue lo que me hiciste? Eres un desconsiderado.
La verdad es que yo, por segunda vez, me quedé en la luna. No entendí nada de lo que estaba pasando. Si una cosa así llegara a pasarme hoy en día, de verdad que me pasaría solo una vez con la misma mujer, pero con ella me pasó durante toda esa semana, hasta que llegó el sábado.
El sábado nos fuimos de nuevo hacia la costa donde, aparte de bañarnos, hablar, jugar, uno que otro beso y una que otra mamadita, no ocurrió nada digno de un capítulo especial. Lo importante ocurrió el domingo por la noche.
-Me voy a duchar a tu casa -me dijo- ¿Te importa?

Cómo que si me importa, si no lo hubiera hecho me habría dado un infarto.
– No, claro, por supuesto, vamos – le contesté.

Lo que ocurrió esta vez ya os lo contaré en una próxima carta.
Hasta entonces muchos besos a todas las lectoras y uno muy fuerte a Charo.

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