Relato erótico

Sensaciones olvidadas

Charo
19 de enero del 2020

A su marido le habían asignado un nuevo compañero de trabajo. Era italiano, joven y estaba buenísimo. Iba mucho a su casa, se quedaba a cenar, etc. Se dio cuenta que le miraba las tetas y todo lo que podía, y reconoce que se ponía cachonda. Todo iba bien hasta que…

Rosaura – Gerona
Tengo 35 años, dicen que soy atractiva y sobre todo, muy sensual. Tetas grandes, gran culo y largas piernas. Dicho esto, paso a contaros lo que me ocurrió.
A mi marido le pusieron un compañero nuevo en el trabajo. Se llamaba Paolo y era italiano. Era un buen chico, amable, trabajador, servicial, honrado y simpático, por lo que pronto mi marido entabló una buena amistad con él. Además el chico estaba solo en España y no tenía amigos, así que cada dos por tres estaba con nosotros casi como un miembro de la familia más.
Yo soy bastante más joven que mi marido pero aun así era diez años mayor que Paolo, diferencia de edad que no parecía impedirle mirarme con bastante descaro. Resultaba muy evidente que me comía con los ojos, pero mi marido no se daba ni cuenta. Para él Paolo era casi como un hijo y confiaba plenamente en él, como digo, tanto como para abrirle las puertas de su casa.
Al principio estaba confundida, ciertamente era un chico amable y cariñoso pero por lo que a mí se refería, tenía que andar con cuidado pues estaba demasiado pendiente de mi escote. Me sentía incómoda pues pensaba que si en algún momento mi marido se daba cuenta de la situación podría enfadarse y acabar con esa amistad, pero lo cierto es que o no se daba cuenta o no quería darse cuenta, por lo que poco a poco me fui relajando y dejando de estar a la defensiva. Paolo era joven y atractivo, con un precioso cuerpo, y aunque al principio marqué distancias con él, finalmente yo también me rendí a sus encantos y le permití ese acercamiento que tan descaradamente pretendía.
Empezamos un juego de gestos y miradas furtivas y sutiles que despertaban en mí esas sensaciones de juventud ya olvidadas, en las que el flirteo disimulado iba tanteando el terreno antes de pasar a mayores. Y mi marido a lo suyo, con él a todas partes como si fuese su hijo. Si hubiésemos tenido una habitación disponible seguro que lo hubiese sacado de la pensión para traerlo a casa.

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Y como no podía ser de otra manera, llegó el día en el que Paolo y yo nos quedamos solos. Mi marido se fue a trabajar solo porque su compañero supuestamente estaba enfermo y se quedaba en la cama, según le explicó por teléfono, pero lo que no le explicó fue en que cama se quedaba. Y que conste que yo me lo imaginaba. Mientras mi marido arrancaba el coche y se iba a trabajar, sabía que no tardaría mucho en sonar el timbre y que al abrir la puerta estaría Paolo. Y dicho y hecho. No pasaron ni quince minutos y el timbre de la puerta sonó de una forma característica que delataba a las claras quien lo hacía sonar. Tan segura estaba de que iba a venir que me había cambiado de ropa y me había puesto un vestido que solía ponerme en la playa, cortito, escotado y desprovista de ropa interior, por lo que mis pechos se evidenciaban de una forma notable.
Abrí la puerta y nos quedamos mirándonos en silencio. Un silencio que hablaba por sí solo y que contenía a duras penas todos esos deseos y fantasías que habían rondado por nuestras cabezas tanto tiempo. Me aparté de la puerta permitiéndole el acceso a la casa. Estaba nerviosa y muy excitada. Tan excitada que mis pezones se marcaban dibujando un evidente relieve sobre mi vestido, situación que no le pasó desapercibida, clavando fijamente su mirada en ellos y en mi descarado escote. Esperaba de de un momento a otro se abalanzase sobre mí salvajemente, desnudándolos y besándonos como animales en celo mientras me arrastraba hasta el dormitorio. Pero no fue así. Paolo no era así. Lo primero que me dijo era que estaba muy guapa y alabó el esplendor de mis formas. Casi me ruboricé. Me cogió la mano y me sentó junto a él en el sofá. Me miró a los ojos y me sonrió. Paso su mano por mi rostro con infinita ternura haciéndome sentir una princesa y la deslizó suavemente hasta mi pecho haciéndolo presa de sus caricias. Dejó caer los tirantes de mi vestido hasta descubrirme y sus ojos reflejaron el deseo tantas veces contenido y que al que ahora podía entregarse libremente. Su boca buscó mis pechos, cálida y húmeda al igual que mi sexo ansioso por ser descubierto y explorado hasta sus más recónditos rincones. Le sujetaba la cabeza mientras mordisqueaba mis pezones haciéndome emitir leves quejidos de placer. Sus manos entretanto recorrían mis muslos en busca de mi sexo, explícito y dispuesto para recibirle. Sentí sus dedos sobre mi pubis y de forma instintiva abrí las piernas para facilitarle el camino. Un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo cuando sus dedos encontraron el camino entre mis labios y se introdujeron levemente en mi chocho.

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Durante unos minutos permanecí entregada a sus caricias que demostraban una habilidad impropia de su juventud. Su boca abandonó mis pechos y arrodillándose frente a mí se acercó lentamente hasta mi sexo mientras cruzábamos una mirada lasciva y cómplice. Cuando sentí por fin su lengua en mi clítoris, la excitación me desbordó y no pude contener unos gemidos de placer inhabituales en mí. La cabeza me daba vueltas mientras Paolo se entregaba con dedicación practicándome un cunnilingus maravilloso. Sentía que de seguir así pronto alcanzaría un orgasmo que se intuía como el más intenso en muchos años. Mi respiración cada vez más agitada y las sensaciones cada vez más placenteras fueron el preludió de una explosión que partiendo desde mi sexo, recorrió todo mi cuerpo erizándome el vello y haciéndome gritar de placer como nunca antes lo había hecho. La generosidad y entrega de aquel chico me llevo a alcanzar el séptimo cielo.
Exhausta y todavía temblorosa, fui cogida en brazos y obsequiada con un cálido beso que me transmitía el sabor de mi propio orgasmo, respondiendo a su beso como agradecimiento a esos labios y a esa lengua que tanto me habían hecho disfrutar. Con la misma suavidad con la que me había cogido me depositó en la cama. Él permaneció de pie, mirándome semidesnuda con el vestido arrebullado en la cintura y mi sexo expuesto y provocador ante sus ojos.
Se desabrocho el pantalón dejándolo caer hasta sus pies, mostrando por debajo del slip su portentosa virilidad pugnaba por liberarse de aquella efímera prisión. Me incorporé y acaricié con las manos aquel palpitante pene repleto de excitación. Cuando por fin lo liberé y lo tuve entre mis manos, sentí como un estremecimiento le recorría su cuerpo desatando todo el deseo reprimido y tantas veces soñado. Lentamente lo fui acogiendo en mi boca deslizándolo entre mis labios y acariciándolo con la lengua mientras me lo introducía. Continué rítmicamente chupando su polla, entrando y saliendo cada vez más profundamente de mi boca, logrando que abandonase su pasividad pasando ser él quien empujaba para controlar el ritmo y la intensidad de la felación. Me cogía de la cabeza intentando forzar al máximo la penetración, tanto que tuve que retirarme para no vomitarle encima. Visiblemente excitado me dio la vuelta y me colocó a cuatro patas sobre la cama.

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Antes de que pudiese reaccionar ya me la había metido hasta el fondo. La sensación fue brutal, perfectamente lubricada por mis flujos sus embestidas entraban hasta el fondo de mi sexo haciéndome perder el sentido por momentos. Sus manos tiraban de mis caderas mientras me penetraba una y otra vez, salvajemente, con una furia animal como nunca antes me habían follado. El chico educado y amable se había convertido en un autentico semental fuera de control que no paraba de metérmela una y otra vez con todas sus fuerzas.
Abandonada al placer casi olvidé que no se había puesto condón y que de no poner remedio terminaría corriéndose dentro irremediablemente. En buen momento le advertí de que no lo hiciera ya que tras sacarla me giró, la colocó entre mis pechos e inmediatamente eyaculó una espectacular corrida, descargando todo su semen en un interminable y gozoso orgasmo.
Esa mañana le dimos rienda suelta a todas esas fantasías reprimidas que no nos habíamos atrevido a realizar hasta ese momento. A pesar de haber engañado a mí marido no me sentía culpable, al contrario, me sentía feliz porque habían podido revivir sensaciones olvidadas desde hace ya bastantes años.
Nuestro querido Paolo superó en solo una mañana ese estado febril que le impidió ir a trabajar, acudiendo por la tarde a su puesto de trabajo, lo que fue motivo de satisfacción para mi marido.

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