Relato erótico

Reforma total

Charo
1 de octubre del 2018

Decidieron comprarse una casona en un pueblo cercano a la capital y toda la familia de su mujer se ofreció a ayudarlos. Cuando acababan la jornada volvían todos a casa y así día tras día. Su mujer le dijo que se quedaría un par de días con sus hermanos y él, se quedó en la casona con su suegra y con una amiga de su misma edad.

Mariano – Lugo
Voy a contar una experiencia que vivo sin esperarlo. Me llamo Mariano, tengo 37 años, estoy casado y soy de Lugo. Todo empezó cuando, hace unas semanas, compramos una gran casona, de esas en las que uno ha de arreglar casi todo y que aún carecen de cuarto de baño. Al final convencimos a media familia de Luisa, mi mujer, para que nos ayudasen en los arreglos y allá se vino media parentela que, al término de su jornada de voluntariado, se iban para su casita en la ciudad. Quien se quedaba con nosotros era la madre de Luisa, o sea mi suegra, que se encargaba de las labores de avituallamiento y logística de la casa. El caso es que, a los pocos días Luisa, mi mujer, comenzaba a estar harta de los trabajos y pasaba de tener encima que follar conmigo así que, para desahogarse de tanta tensión, se fue con sus hermanos camino de la ciudad.
Se estaría allí un par de días para descansar, como ella decía. Yo me quedé con mi suegra y la señora que cuidaba anteriormente de la casona y que ahora era la ayudante de mi suegra. La dos señoras eran viudas, mi suegra desde hacía unos cinco años y la otra más de seis. Los calores eran abundantes, las labores hacían que transpirásemos por todos los poros y que las ropas se nos pegasen marcando nuestros cuerpos, haciendo apetecibles los revolcones y más en el estado en el que yo me encontraba, sin follar desde hacía quince días. Ese día andaba yo un tanto salido de tono e incluso miraba de reojo a aquellas dos cincuentonas con las ropas pegadas al cuerpo y las faldas medio recogidas, esperando un poco de fresco para sus carnes.
Las dos eran regordetas, con pechos enormes y culos fabulosos. A decir verdad, a sus cincuenta y tantos años, estaban más que bien conservadas. Pero naturalmente, mis miradas y pensamientos no eran más que eso, miradas y pensamientos. Muy lejos estaba yo de pensar en tirármelas. Al día siguiente era domingo, la familia no vendría y Luisa tampoco, así que quise pasarme la mañana durmiendo, pero doña Carmen, o sea mi suegra, con su manía de la limpieza, pronto me echó de la cama, por lo que, tras desayunar, me fui a dormir a un prado cercano a la casona. El sol calentaba y mi badajo iba creciendo en la misma medida. Incapaz de soportar la tensión, me bajé la cremallera de la bragueta, saqué al prisionero a tomar el aire y darle también un suave sobeo para tranquilizarme con una buena pelada, pero con aquello de ir dándole cuerda y el calorcito ambiente, me quedé medio dormido.
Cuando me deleitaba en sueños con que mi Luisa me daba unos lametazos en la polla, con todo lo real que aquello me parecía, un leve ruido me despertó y allí me encontré, frente a mí, a la señora Encarna, mirándome con una amplia sonrisa en la cara, brazos en jarras.
– No está bien que tengas que consolarte solito, porque la flacucha – así llamaba a mi mujer – no te hace caso.
Sin pensárselo dos veces y sin que yo pusiera reaccionar allí, tumbado cual largo era, la cincuentona gallega arrebujase el vestido, hizo a un lado la braga, desnudando un enorme coño, muy peludo, y poniéndose a horcajadas sobre mí, tras apartar mi mano, se enchufó mi príapo, que ya estaba como la torre de Pisa, en un profundo, ardiente y mojadísimo coño.
La Encarna daba saltos y se embragaba sobre mi ariete, mientras sacaba sus nada despreciables tetas, grandes y con pezones largos y casi negros, de su blusa, para que se las chupara. Lamí, tragué y chupé aquellas tetazas mientras ella no paraba de cabalgarme lanzando suspiros y gemidos. Así me ordeñó aquella bruja, que sabía la muy zorra sacar bien el zumo al personal. Cuando terminó, con su coño lleno de mi leche, después de haberse corrido un par de veces, se arregló las bragas y los refajos, dejándome en aquella esperpéntica situación, y bien exprimido.

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El resto del día lo pasé con la cabeza hecha un lío. Podía pasar de todo si Encarna se iba de la lengua y se enteraban mi suegra y mi mujer de lo ocurrido pero las sonrisas que me echaba cada vez que nos encontrábamos por la casa, me fueron tranquilizando. Pensé que iba a ser, simplemente, una “cosa entre nosotros”. Hacia el anochecer, me acerqué hasta el wáter, uno de esos adosados a la casa, con un enorme banco de madera y con un agujero en medio. Me senté allí, con los pantalones y calzoncillos en los tobillos, con la intención de hacer mis necesidades, pero también de hacerme una paja soberana reviviendo la escena de la mañana con la Encarna.
Me senté y pronto le di al badajo unos meneos que le dejaron un tanto tieso. Cerré los ojos y me dejé llevar por la imaginación hacia aquellos entrevistos muslos gordos y aquellas bastas bragas que me dejaron ver unos abultados labios y oler un aroma de hembra en celo. Cuando quise darme cuenta, algo había sucedido, pues acababa de entrar un nuevo olor en el cubículo, y juro que no era mío. Pensé que sería Encarna que buscaba repetir la escena del campo pero, al abrir los ojos, tuve la sorpresa mayor de mi vida. ¡Era doña Carmen, mi suegra! Me apresuré a recomponer la postura y la figura, llevando mis manos al sexo, por aquello del respeto.
-Ahora te la guardas, ¿verdad, cabroncete?, pero no lo hiciste con Encarna, que ya os vi dándole al pandero y ya me contó que estabas de toma pan y moja, o sea, que si no quieres que vaya a tu mujercita y le cuente tus cuitas, saca de nuevo esa bonita herramienta y dale gusto a tu querida suegra.
Dicho y hecho, separé las manos y allí me vi sacando de nuevo la “herramienta”, como ella la llamaba. Al verla en todo su esplendor, se subió la amplia falda y se puso sobre mí. No llevaba bragas, por lo que me ofreció un coño tan enorme y peludo como el de Encarna, y pronto se ensartó hasta las hijuelas, pero como le parecía que no entrase del todo, subió sus pies al banco del wáter, y ahora sí que sentía que le llegaba a lo más hondo, pues la postura era tremenda y apretaba mi verga de una forma increíble.
-¡Mi querido yerno, no te quedes ahí pasmado y dales gusto a estas tetazas que están pidiendo tu lengüita y esas manos, muévelas y dame gustillo, olvida tus prejuicios y goza lo que tienes entre las piernas!
Ya que quería guerra, no lo dudé un momento, desabroché su blusa y como tampoco llevaba sujetador, ya que la tía iba preparada, me encontré fácilmente con dos mamas increíbles, enormes como dos cántaros y unos pezones aún mayores que los de la otra y completamente endurecidos. Me enfebrecí con aquellas tetas a lametones y medios mordiscos que enloquecían a la cincuentona de mi suegra y cuando iba llegando a ese punto donde el despendole era total, le hinqué el pulgar en pleno ojete.

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– ¡No, por ahí no, so marrano! – gritó la condenada pero dejándose caer para que le entrara aún más.
Había descubierto su punto débil. Una vez concluido el ordeño al que fui sometido, llenándole el enorme coño con mi esperma, tras recibir ella al menos dos orgasmos, se la saqué y ya liberado por completo, hice que la cincuentona rebañara, con su boca de mamona, aquellos jugos que rodaban por mis huevos y que me volviera a poner de nuevo tiesa la estaca, cosa que consiguió al punto. Era soberanamente morboso ver a mi suegra de rodillas entre mis piernas, con sus tetas al aire y mi polla en su boca. Si eso no me la levantaba no me la iba a levantar nada. Cuando mi nueva erección ya estaba lograda, la hice poner a cuatro patas con la falda arremangada y enseñando todo aquel percherón de culo que tenía, pasé una mano por su entrepierna, le aplasté con cuidado su pirulillo y cuando ya se habría de nuevo para ser ensartada, le di una lamida baboseante del chumino al ojete y ese fue el punto para clavarle la “herramienta” desde atrás, en todo el agujero del culo.
Ella lanzó un tremendo alarido, no sé si dolor o de placer, pero no me importaba, porque sabía que en el fondo le estaba gustando y además yo estaba disfrutando de ella y de las perspectivas que me ofrecían las dos cincuentonas. Permanecí unos segundos quieto y luego volví a apretar deslizando mi verga en aquel canal muy estrecho.
-Despacio, despacio, por favor… – me decía entre suspiros – No soy virgen del culo pero, hace tanto tiempo que no me dan por ahí que lo tengo muy estrecho.
Fui apretando despacio hasta que al tenerla casi toda dentro de su recto, la agarré fuerte por sus voluminosas caderas y de un solo golpe, se la metí entera en el culo. El estar dando por el culo a mi suegra era una excitación enorme para mí. Mientras mi verga entraba y salía de aquel culo, mis ojos no perdían detalle de sus redondas y salidas nalgas. Mi tan reciente corrida en su coño, me permitía estar mucho rato enculándola y gozando de toda aquella historia que yo no había buscado pero que me estaba resultando de lo más satisfactoria.
Así estuve hasta que ya no pude resistir más y toda mi descarga de leche salió disparada hacia las entrañas de mi cachonda suegra que, al sentirla, no paraba de gemir. La ayudé a levantarse y ella, abrazándome, me besó en la boca, metiéndome la lengua hasta la campanilla. La correspondí mientras con mis manos sobaba sus aún desnudas tetazas, pellizcándole los tiesos pezones.

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-Si seguimos así, dándome satisfacción cuando la necesite, nadie se va a enterar. ¿De acuerdo? – me dijo.
-¿Y Encarna? – pregunté – Sabes que ella también…
-Ella también entra en el lote, al fin y al cabo ha sido la primera de nosotras dos en follarte – contestó riendo -¿No vas a quejarte por tener dos cincuentonas a tu entera disposición, verdad?
No me quejé, al contrario, seguí y sigo gozando de ellas cuando mi mujer no está.
Un saludo de un marido satisfecho.

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