Relato erótico
Quede impactado
Nunca se hubiera imaginado que aquellas vacaciones por el sur de Francia le marcaran tanto. Por insistencia de su mujer fueron a una playa nudista. Conocieron a una pareja y entablaron una corta pero intensa amistad. Aún no ha podido olvidar a aquella mujer.
Andrés – Gerona
Voy a contar algo que nunca pensé pudiera ser posible en nuestra relación matrimonial. Todo empezó este verano cuando mi mujer Merche y yo estábamos de vacaciones en el sur de Francia. Mi mujer, que es muy decidida, me pidió que practicáramos el nudismo. A mí me excitaba la idea de ver a diversas mujeres desconocidas en “pelotas”, con sus almejas, culos y “las domingas” al aire. En cambio tenía miedo de que mi rabo se quedase flácido, por la vergüenza de mostrárselo en público a varias personas y eso me hacía ponerle reparos a la sugerencia de Merche, que es muy liberal. Al final ella, como casi siempre se sale con la suya, logró que una mañana, en lugar de ir a la playa normal, nos fuéramos a la nudista. Me quedé helado y muy asustado, pero en cambio mi mujer mostró sin pudor sus grandes tetas, con aureolas granulosas y abultadas, su vientre que concluía en el triángulo de su pubis afeitado, y ese culo firme y rollizo, que tanto me excitaba. Yo sentía celos, estúpido de mí, porque en el fondo era muy posesivo y no quería que otros tipos vieran a mi mujer desnuda. Era el lugar en donde nos encontrábamos muy recóndito, pero allí estábamos varias personas tomando el sol sin inhibiciones.
Poco después vencí mis celos y me dispuse a sacarle partido a la situación embarazosa, comiéndome con los ojos a las mujeres más guapas, jóvenes y sensuales, que ajenas a que estimulaban mi libido se dejaban acariciar desnudas por los ardientes rayos del sol. Dejando a un lado a los hombres, a los que solamente miraba de reojo para ver si sus “aparatos eran o no mayores que el mío y a las mujeres mayores de pechos caídos, me fije en las chicas jóvenes y en las señoras de buen ver, escudriñando sus cuerpos morenos y bellos, que deseé con todas mis fuerzas, olvidándome de que, desatendiendo a Merche, ella podía ligarse a alguno de aquellos varones que, sin duda, estarían encantados de disfrutar de los encantos de mi mujer, corriendo el riesgo por mi estupidez de convertirme en un pobre cornudo.
Inesperadamente me fije en una pareja joven que se había instalado a nuestro lado. Extendieron las toallas y Merche quedó tumbada boca abajo a los pies del que parecía el esposo de aquella bellísima mujer rubia. Al quedarme como hipnotizado mirándola fijamente, ella me sonrió y como estaba delante de mí, sentada en su toalla a un distancia de medio metro escaso, abrió sus piernas preciosas y me mostró su sexo, abierto y rosado, en todo su esplendor. El hombre era alto, delgado, de cuerpo musculoso y tenía una polla más larga y gruesa que la mía, cosa que, por cierto, me molestó bastante. Viendo que mi mujer miraba con descaro esa entrepierna, le sonrió y poco después comenzamos a hablar, tras las presentaciones y Julia, la mujer, sacó de la nevera que llevaba unas frutas deliciosas y muy frescas, que nos ofreció para que compartiéramos con ellos.
Al volverse para sacar unas servilletas del capazo de paja que llevaba, la mujer me mostró su apetitoso trasero, con su surco desafiante y el orificio de su orificio anal de bordes rosados, rodeado, al igual que su coño, por unos pelos más oscuros.
Jorge, sonriendo, elogió la belleza del coño de Merche, mi mujer, la cual agradecida por el elogio, le sonrió provocativa, aumentando los celos que sabía me producía con su coquetería. Compartimos su comida, nadamos juntos, Merche con Jorge y Julia conmigo. Tras unos besitos y arrumacos en el agua, me atreví a acariciar sus pezones y a apretar sus nalgas, logrando que ella se pegara como una lapa a mi polla que alcanzó, sumergido, su máxima erección.
Jorge propuso que subiéramos a su apartamento, que estaba situado en el recinto nudista, para comer juntos y echar un buen polvo, intercambiándonos las mujeres. Como Julia y Merche no pusieron objeciones a la idea de ese hombre, que parecía más viril que yo, opté por resignarme ávido por gozar del sexo con una maravillosa dama que sin duda me haría olvidar mis prejuicios y el dolor que los cuernos podían producirle a mi autoestima machista y retrógrada.
Al entrar en su vivienda, Jorge cogió en brazos a mi Merche y se fueron juntos, como dos tortolitos, rumbo al dormitorio pequeño, dejándonos a Julia y a mí, su tálamo conyugal. Abrazado a la bella mujer, que acababa de cumplir los veinticinco años, ocho menos que Merche, al llegar a su habitación dejé que ella me besara con pasión y yo, obsesionado por sus pechos enormes, se los acaricié con torpeza, pero con tanto deseo que ella se puso como una moto y me introdujo la lengua en la boca, frotándola con la mía, mientras que mis dedos pellizcaban sus erectos pezones. No sé como sucedió, pero cuando me di cuenta, estaba en la cama mullida y suave, subido a ella que, abierta al máximo, me rodeaba con sus piernas, haciendo que nuestro acoplamiento fuera total, ensartándola con mi verga que parecía sumergida en un pozo húmedo y cálido, sujeta por sus músculos vaginales que parecían atenazar mi órgano sexual, para darme más placer mientras se movía como una lavadora en la fase del centrifugado.
Julia arqueó su cuerpo y acopló al máximo su raja a mi miembro erecto, haciéndome sentir lo que jamás había notado cuando follaba con una mujer en mi ya lejana y alocada juventud, época en la que perforé con mi picha un sinfín de coñitos de todos los tamaños y edades, hasta que follando casualmente con Merche, me convencí de que ella era la mujer de mis sueños y le propuse que nos casáramos. Julia y yo gozamos muchísimo, mientras que mis testículos hinchados, golpeaban su ano. Yo sudaba como un animal y a ella le sucedía lo mismo, regalándome sus efluvios de hembra excitada, que me subyugaban, aumentando mi excitación. Inesperadamente pensé que no debía eyacular en el chocho de una mujer casada, pero al imaginar que Jorge posiblemente ya habría regado el “felpudo” de Merche, me olvidé de mis prejuicios y apretándole con pasión los pechos, le eché dentro de su almeja húmeda, mi semen que brotó a raudales de mi polla.
Ella gimió, me mordió los labios y me arañó la espalda, mientras sentía un orgasmo bestial. Tras esos excesos y después de varias eyaculaciones, sin sacarla de su coño, mi polla se encogió, flácida y ridícula, llena de pringue. Mientras nos bañábamos juntos, aparecieron Jorge y Merche cogidos de la mano y desnudos, observando con dolor que mi mujer estaba manchada en sus pechos, cara y pelo con el semen del marido de Julia. Me sentí cornudo y avergonzado, a la vez, por haber engañado a mi Merche, la cual no parecía tener un sentimiento de culpabilidad idéntico al mío puesto que, ajena a mi presencia, masturbó excitadísima a Jorge, hasta que el eyaculó entre alaridos de gozo y manifestaciones de afecto hacia mi mujer. Tras la comida y la sobremesa, pasamos la noche con Julia y Jorge, disfrutando de una orgía descomunal, de todos contra todos.
Al finalizar la misma nos quedamos dormidos por la borrachera y los excesos sexuales, en el suelo unos y en el sofá otros, hasta que al llegar la mañana siguiente, tras el baño y el desayuno, nos despedimos mi mujer y yo de nuestros amantes ocasionales y regresamos a nuestro hotel convencidos de que en el futuro volveríamos a engañarnos mutuamente, siempre que se presentara una ocasión, pero con personas desconocidas con las que no hubiera oportunidad de establecer vínculos afectivos. Aunque ha llegado el otoño y hemos regresado a nuestra ciudad y a nuestra vida aburrida y con escasos alicientes, a veces en mis sueños siento en mis labios el sabor de la vulva de Julia y el aroma inconfundible de su entrepierna. Ella era sin duda alguna, una viciosa.
Mi mujer también echa de menos, aunque no me lo confiesa, a Jorge y me habla mientras duerme de su polla que era, porque lo pude comprobar, mucho más largo y grueso que el mío.
Desde las pasadas vacaciones nada ha sido igual entre nosotros, pero amando a Merche, o acostándome con otras mujeres, busco y añoro a Julia, la primera hembra que me hizo saborear las delicias de una infidelidad conyugal, que caló muy hondo en mi vida. Por si lees este relato, tú que eres la musa que perdí cuando abandonamos vuestro apartamento, tras la amarga despedida, te diré con toda pasión y cariño, algo que no puedo callar por más tiempo: ¡Te quiero, Julia!.
Un abrazo para todos y todas.