Relato erótico
Que malo es el desamor
Su amante la había dejado. Estaba rota y desconsolada. En un intento de no perder la amistad con él, le llamó y quedaron para verse. Fue un verdadero desastre y se quedó más triste. Fue a tomar una copa en un local al que no había ido nunca y le llamo la atención un hombre que la miraba con deseo.
Anabel – VALENCIA
Os voy a contar, amigos de Clima, hasta que punto me descoloca la tristeza. Hasta donde soy capaz de dejarme caer cuando estoy a oscuras. Tuve una cita con mi último amante. Aunque ya debería de definirlo como uno más de mis amantes perdidos. Ahora, es solo uno más entre mis recuerdos. Una de tantas evocaciones en noches frías y solitarias. Soy mujer, y como tal, a veces hago y digo cosas que no tienen ningún sentido.
Nuestra tórrida historia hacía tiempo que había terminado. Pero, uno de mis “malos hábitos” es intentar terminar bien todas mis relaciones. No me importa perder hombres (o mujeres) en mi cama, pero perder amigos es harina de otro costal.
Con Alberto me estaba costando mantener esa costumbre. Quise verle una vez más para… no sé. Me puse lencería color hueso, pantalón blanco bajo el cual se adivinan mis tersas nalgas, suéter verde de punto, el cual resbala constantemente por mis hombros, sandalias de cuero marrón con tacón de aguja y pendientes en mis orejas.
Odio el color verde, pero a él es uno de los colores que más le gustan. Me dejo llevar bastantes por mis sensaciones y sabía lo que iba a suceder. Antes de llegar a la ciudad, recibí una llamada suya, diciéndome que no podía acudir a nuestra cita. Lo cual, pese a estar segura de que iba a suceder, me sentó como una patada en el estómago. Aún así, logré convencerlo para que nos viésemos en otro lugar y más tarde. Cuando me dirigía hacia allí, metí el pie en un hoyo y se me rompió el tacón del pie derecho. Imaginaos donde quedó mi pose seductora, en que se convirtieron mis andares garbosos.
Todo a mí alrededor me decía “vete a casa, Anabel”, pero, ¿creéis que lo hice? Noooooo, que va… Seguí hacia mi condena, pero en vez de ir andando, paré un taxi, con lo cual llegué demasiado pronto y tuve tiempo para pensar.
Tenía tantas ganas de verle. Además, en mi fuero interno y aunque me lo negase a mí misma y también a él, esperaba que volviésemos a follar. Como antes… Os cuento todo esto, en un intento de justificar lo que pasó cuando me quedé sola. Ya os he comentado que cuando me siento mal, me dedico a echarme por tierra, a aturdirme, como dice un amigo mío, con sexo. Hay personas que lo hacen con el juego, con el alcohol, el trabajo… Cuando nos vimos, nos dedicamos a echarnos cosas en cara, a mirarnos de una manera horrible, hasta decir “lo siento” por decir algo, a engañarnos, alejándonos el uno del otro con palabras que no sentíamos, rompiéndonos. Ambos supimos que esa vez sería la última.
Me dejó deshecha. Las lágrimas pugnando por llegar a mis ojos, pero intentando mantenerme digna durante un poco más de tiempo. Cojeando me marché, sin una mirada suya. Sin un gesto, ni un adiós. Verdad es que yo tampoco quise besarle. Le vi alejarse de mi vida llevándosela consigo. Estaba rabiosa, jodida y muy dolida. No quería ir a mi casa. Me sentía engañada, sucia y decidí comportarme como una vulgar mujer.
Hice lo que nunca había hecho por un hombre. Entré en un bar para emborracharme sola. Luego podía llamar a algún buen amigo mío para que viniese a salvarme. Gracias a dios, tengo amigos así. Pedí un chupito de ginebra. Y luego otro. Y todavía otro más. El camarero me miraba, entre divertido y asombrado. Y, como no, cachondo. Sentada en la barra del bar, con el zapato sin tacón en mi mano. Mis ojos rotos en mil pedazos. Mi corazón… No sé donde estaba en ese momento mi corazón.
Entonces entró un hombre, alto, con canas en su melena, casado, pues se notaba y un traje oscuro. Y unos ojos de canalla, que me hicieron olvidar de todo y de todos allí mismo. El me miró y yo le correspondí. ¿Os suena? Los hombres así son mi debilidad. Como ese hombre que no hacía ni cinco minutos, me había convertido en una sombra. Se sentó a mi lado en la barra y sus ojos me recorrieron de arriba a abajo. Estaba claro que intentaba entablar conversación conmigo. Al igual que todos los tipos que habían en el bar. ¿Me imagináis confraternizando con borrachos de media tarde?
Hizo una mención a mi zapato destaconado, a mis ojos azules y llorosos. Le miré y calibré. No pude evitar reír. Me toqué el cabello corto y así comenzamos a hablar. Cuando me quise dar cuenta ya estaba coqueteando con él. Me invitó a otra copa. Yo iba bastante cargada, pero accedí. Después de conversar estúpidamente un rato, me dijo que estaba de paso, que ni siquiera conocía mi bonita ciudad mediterránea. Y tampoco a sus lindas mujeres, terminó. Me invitó a ser su “guía”. Uno de sus ojos oscuros se cerró en un guiño lascivo. Estaba claro que quería ligar conmigo. ¿Cómo es la vida de puta, verdad?
Estaba a puntito de decirle que no, pero una idea estúpida empezó a rondarme por la cabeza. Qué más daba. Me sentía mal. Quizás sentirme peor me hiciese sentir mejor. No sé si me explico.
– Ok, forastero – le dije riendo y haciéndole una caída de ojos de lo más sexy y atrevida – Pero hemos de ir primero a mi casa. Se me rompió el zapato.
Riendo y enganchados de la cintura salimos del bar. El alcohol hacía efecto. Los dos sabíamos que íbamos a terminar en mi cama. No suelo llevar a nadie a mi casa, pues si he de ser sincera, desde que me he separado solo han estado dos hombres en mi cama. Prefiero los hoteles. Son más impersonales.
Pero esa noche, me daba todo igual. Quería sentirme igual de mal por dentro que por fuera. Y de verdad que lo estaba consiguiendo. Ya en casa, él se dejó caer en el sofá verde. Sus ojos me seguían. Un poco más de alcohol no iba a hacernos daño. Ginebra para mí y whisky para él. Solo, sin hielo. Bebimos y nos miramos a los ojos. Esta vez fui yo la que cerró su ojo en un guiño prometedor. Me senté a su lado y él, sin más preámbulos, ni más palabras, abrió sus brazos para acoger mi cuerpecillo. Empezamos a besarnos. Despacio al principio, más rápido después y me gustaron sus besos. Su lengua sabía a whisky, a ansia de mujer… Con una de sus manos abarcó mi pecho con su otra mano alojada en mi nuca, empujándome hacia él. Su entrepierna crecía. Yo me había descalzado al llegar a casa, monté a horcajadas sobre él y empecé a frotarme. Me gustaba como me miraba, como se enganchaba a mis caderas. Me estaba dando mucho gusto. Yo estaba muy desinhibida por culpa del alcohol.
Pronto me desprendí del suéter y del pantalón, quedándome en ropa interior frente a él. Recién depilada, suave, blanca… Sus ojos se abrieron al contemplar mi cuerpo. Me besé el estómago, enterró su cara en la tela de mi tanga y luego se levantó del sofá, sonrió y me besó de nuevo. Me levantó en brazos y sin preguntar, nos dirigimos hacia mi cama, allí me tumbó de espaldas y empezó a acariciarme, con la punta de los dedos me desabrochó el sujetador y se entretuvo con mis pezones, me los estiró, los mordió, los sopló y los besó, apretándome los pechos. Tengo unas tetas muy cachondas y me encanta cuando un hombre me las toca con sabiduría y paciencia.
Con los dientes me arrancó el tanga, quedando desnuda, y comenzó a besarme el pubis, acercándose a mi feminidad, mientras sus dedos seguían retorciendo mis pezones. Fue bajando desde mi ombligo hasta mi monte de Venus y sus manos bajaron a ayudar a su boca, luego abrió mi coño para sí. Yo estaba completamente abandonada a él. Dispuesta a dejarme usar. No me importaba. Y él lo notó.
Sin preguntarme nada, continuó descubriendo mi cuerpo. Su lengua encontró mi clítoris, lo lamió tres o cuatro veces, de una manera concisa y completamente impersonal, pero yo, sentí como una descarga eléctrica. Se me erizaron los pelillos de la nuca. El continuó chupando y absorbiendo, besando, mordiendo, metiendo un par de dedos dentro de mi coño y otro dedo, con movimiento rotatorio, en mi culo. Me dejó al borde del orgasmo, porque quiso.
Luego, con un hacer que delataba su trayectoria sexual, se separó de mi justo en el momento que yo me iba a correr. Eso aumentó mi ansia.
El también se había desnudado. Su verga era grande y gorda. Brillaba. Mis ojos se abrieron con codicia al verla y desee tenerla dentro. Apenas hablábamos. La verdad es que, si no recuerdo mal, todo ocurrió en el más absoluto y placentero silencio. Nunca supimos nuestros nombres. Tampoco nos interesaban. De repente, se dejó caer sobre mí, con su cara a escasos centímetros de la mía y sus manos en mi cintura. Me alzó un poco y penetró en mí, así… sin más, con sus ojos medio cerrados, sin importarle en lo más mínimo a quien tenía debajo. Os puedo asegurar que a mi tampoco me importaba quien me estaba follando. Éramos lo que queríamos ser. Dos desconocidos intercambiando fluidos.
La punta de su lengua asomando entre sus labios, sus empujones me resultaban muy placenteros. Era bueno sentir una polla dentro de mí. Mi orgasmo estaba próximo por varias razones, por sentirme como una puta, por ser utilizada, por las lágrimas, por el despecho. Me pellizqué los pezones y abrí los ojos. Él no dejaba de mirarme, deseándome con los ojos, comiéndome… De pronto me giró, me puso a cuatro patas y entró de nuevo en mí, comenzó a palmearme las nalgas y a apretarme los pechos. Gemíamos y sudábamos. Su polla se hinchaba y yo suspiraba. El ritmo era muy placentero y pronto sentí como me venía un orgasmo, pero no un orgasmo como los que estaba acostumbrada con quien hacía pocas horas me había apartado para siempre de su lado. Fue un orgasmo silencioso. Con una dosis de tristeza. Tuve que morderme los labios para que un nombre que dolía no saliese de mi boca.
Entonces noté su semen en mi interior. Espeso, caliente, pero desconocido y no deseado. Sus ojos estaban cerrados y sus manos en mis caderas. Quedé rota debajo de él. Luego se sentó en la cama y me atrajo hacia él, me besó el cabello, los ojos, me acarició la espalda y la boca, pero seguíamos sin hablar. No hacía falta. Así estaba bien. Su verga se empezaba a poner dura, de nuevo. Me insultaba con esa insolencia y me apetecía meterme aquel trozo de carne en la boca. Y lo hice Todavía sabía a semen, a soledad, a mí… Mientras yo me metía su rabo en la boca, él comenzó a tocarme el coño. Lo hacía muy bien. Con movimientos seguros y circulares. Sus dedos índice y corazón me transportaban a paraísos perdidos. Yo estaba muy mojada. Recién y bien follada. Mi lengua recorrió su polla, de arriba hacia abajo, despacito, dulcemente. El me miraba desde su altura, echaba la cabeza hacia atrás, suspiraba y sonreía.
Me encanta hacer sexo oral. Me encanta hacer gozar así a un hombre.
Sentir su poder en mi boca. Su semen se deslizó por mi garganta en el mismo instante que yo volvía a tensarme gracias a sus dedos. Poco más quedaba por hacer o decir. Lo que ambos esperábamos ya había sucedido. El resto sobraba. Se recostó junto a mí, con una sonrisa de satisfacción en los labios. Al poco tiempo, me besó larga y profundamente, mientras sus ojos me interrogaban. “No hables”, le contestaron los míos, “no digas nada, es mejor así, no me preguntes ni cuentes nada, no me des nada, puesto que nada te pido, ni nada quiero, el silencio es seguro.” El pareció entender.
Me acurruqué en mi cama. Mis gestos hablaban de despedidas. El aguantó mi mirada durante un tiempo, buceó en el mar de mis ojos, atisbó mi dolor y salió de mi casa y de mi vida como había entrado, bajó los efluvios del alcohol, sin ruido, sin continuidad, sin intercambiar teléfonos, nombres o deseos. Mejor así.
Besos.