Relato erótico
Problema solucionado
Está casado, quiere a su mujer pero el sexo no funciona, Hace tiempo que está “desganada”, de vez en cuando le hace una paja y nada más. No se podía imaginar que, muy cerca, tenía la solución a sus problemas.
Miguel – Almería
Estoy casado, tengo 55 años y mi mujer, no está muy fina por lo que mi trato sexual con ella es muy restringido ya que nunca tiene ganas. Yo lo comprendo y suele tranquilizarme con algunas peladas de polla. En el rellano donde tengo mi vivienda, puerta por puerta, reside una vecina. Se llama Irene y en la actualidad tiene 40 años. Es viuda desde hace siete. Pese a las numerosas propuestas de matrimonio que ha recibido ella ha preferido no atarse a ningún hombre ya que vive tranquila y muy bien pues su marido le dejó una buena pensión. Irene es muy hermosa. Tiene un cuerpo lleno de curvas, unas piernas preciosas que siempre me llamaron la atención y un pecho agresivo. Es atractiva y con una melena rubia muy sensual.
Irene es íntima amiga de mi mujer y raro era el día en que no me la encontraba en casa charlando las dos de sus cosas. Estas conversaciones duraban horas y tan pronto estaban las dos en mi casa como en la de Irene. A veces tomábamos café los tres juntos y aprovechaba para decirle, medio en broma y medio en serio, lo buena que estaba. Mi mujer sonreía al oírme pero Irene siempre me cortaba soltándome cosas como:
– ¡Que dices Miguel… ya estás viejo y seguro que ya no se te empina…!.
– Te engañas – le contestaba yo – Estoy mejor que nunca, la tengo tiesa siempre y más cuando te veo a ti.
Mi mujer, este tipo de conversación, la tomaba en broma. No creía que yo pudiera serle infiel y menos con Irene que era su íntima amiga, y que Irene consintiera, era de lo más descabellado. La verdad es que yo, a pesar de las ganas que le tenía a la vecina, nunca pensé en serio que algún día podría tenerla desnuda entre mis brazos. Durante los meses de verano, mi mujer estaba en la casita de la playa y yo trabajando. Los sábados y domingos iba a reunirme con ella para pasar el fin de semana. Una tarde del mes de agosto volvía a casa, después de comer en un restaurante para hacer un poco de siesta, cuando me encontré a Irene en la escalera. Subimos los dos juntos hasta el rellano donde permanecimos un rato hablando, principalmente, de mi mujer. Cuando abríamos nuestras respectivas puertas e íbamos a entrar en los pisos, me giré hacia ella y le dije que si me invitaba a tomar café pues aún no lo había tomado. Era mentira pero también era una buena excusa para estar un rato más con ella.
– Faltaría más – me contestó – pasa y te lo hago.
Pasamos a su casa, me quedé en el comedor sentándome en el sofá mientras ella, en la cocina, preparaba el café. Cuando lo trajo se sentó a mi lado y de pronto, se me ocurrió preguntarle:
– Ahora que estamos a solas, Irene, ¿eres capaz de repetirme aquello de que estoy demasiado viejo y ya no se me levanta?
– A solas, Miguel, también te lo digo – me contestó riendo.
Sin pensarlo dos veces y aprovechando que estaba tan cerca de mi, la abracé y empecé a besarle el cuello. Ella intentó apartarse mientras exclamaba:
– ¿Te has vuelto loco… qué haces…?. ¡No, no sigas, para… déjame…!.
No le hice ningún caso y seguí besándola, cada vez con más ardor a la vez que mis manos se apoderaban de sus espléndidas mamas por encima del vestido. Ella se resistía aunque noté que no con demasiada fuerza. Era lógico que aunque desease que yo siguiera, tuviera que aparentar que aquello la ofendía. Insistí con mis besos, mis caricias y el sobeo de sus gordos pechos notando que, poco a poco, su resistencia iba haciéndose menor y que empezaba a ceder. Aquellos síntomas me animaron empleándome más a fondo hasta que ella comenzó a devolverme los besos. Entonces empecé a desabrocharle el vestido hasta que logré quitárselo del todo dejándola en ropa interior. Llevaba una corta combinación casi trasparente que dejaba traslucir una braguita y un sujetador negros.
– No, no lo hagas, por favor… – me dijo Irene entre suspiros – Me estás poniendo mala… por favor, no sigas que vamos a hacer algo de lo que luego nos podemos arrepentir…
– Tranquila mi amor, no va a pasar nada irreparable – le contestaba yo muy animado.
Seguí besándola y acariciándola a la vez que hacía descender por sus hombros los tirantes de la combinación logrando introducir mi mano debajo del sujetador apoderándome de un erecto pezón que pellizqué con la máxima dulzura. Al mismo tiempo, con mi otra mano, llegaba hasta los cierres del sujetador que solté hasta quedarme con la prenda en la mano.
Quedé asombrado de la belleza que surgió ante mis ojos. Unos pechos blancos, grandes, redondos, duros, provistos de unas aureolas también grandes y abultadas, de cuyo centro emergían unos pezones gordos, sonrosados y erectos. Agarrándole las tetas con ambas manos, apretándolas, me abalancé sobre ellos, chupándolos y mordisqueándolos suavemente mientras ella suspiraba, totalmente entregada ya a mis caricias. El bulto que había aparecido en mi entrepierna pugnaba por salir del encierro que representaba mi slip y pantalones. Mi verga de 20 cms y de un respetable grosor, deseaba salir al aire libre y entrar en liza. Me quité la camisa mientras Irene me besaba los hombros y el cuello a la vez que pasaba sus manos por mis tetillas. Cuando quedé con el torso desnudo, una de mis manos acarició su vientre y ombligo, pasando por debajo de la combinación que yo había enrollado en su cintura, descendiendo lentamente hasta introducirla bajo su braga y llegando a su coño. Lo aprisioné dulcemente. Irene gimió abriéndose de piernas. Noté como se estremecía de gusto hasta que pude hacerme dueño de su clítoris. Lo acaricié y masajeé con la yema de mis dedos y luego me introduje entre sus labios para penetrarle la vagina.
Aquello bastó para que Irene alcanzase su primer orgasmo.
– ¡Así, así, mi amor, así… que gusto siento… sigue, sigue que me corro… aaah… que gusto más grande… si, ahora, ya… me corro… oooh…! – exclamaba entrecortadamente.
Quedó apretada a mi cuerpo, desmadejaba, con las piernas abiertas y sus labios pegados a los míos, dándonos la lengua en un beso interminable y muy intenso. Con suavidad y sin la menor resistencia, la despojé de la combinación y de las bragas dejándola completamente desnuda a mi lado. Su coño lucía una gran mata de pelo negro y rizado, ahora húmedo por los líquidos de su corrida. Admiré aquel cuerpo largo tiempo deseado. Nada en él aparentaba su edad. Sus muslos eran tersos y prietos, sus piernas largas y muy bien torneadas, el vientre levemente abultado, el ombligo redondo y profundo. Muy excitado y temiendo correrme en los calzoncillos, empecé a desabrocharme el pantalón pero ella, apartando mis manos, me aflojó el cinturón y luego me bajó la cremallera de la bragueta.
Al contacto de su mano en mi bulto me hizo pensar que yo también me iba a correr sin poderlo evitar. Mis pantalones cayeron al suelo pero le costó sacarme los calzoncillos ya que se enganchaba la tela con la dureza extrema de mi polla. Cuando logró dejarme desnudo miró asombrada el ariete que yo tenía entre mis muslos.
– ¡Que larga y gorda es! – exclamó sin tocármela – ¡Y que dura está!
– ¡Bésamela! – le dije escuetamente.
Irene dudó unos instantes pero acabó cogiéndomela con ambas manos e inclinándose, empezó a besarme el glande. Luego, sacando la lengua, se entretuvo en lamerme todo el capullo y a continuación la vara hasta llegar a mis huevos. Al final se la metió en la boca lentamente llenándosele la cavidad bucal por completo. Empezó a chupar, con cierta dificultad primero pero, después, al acostumbrarse al tamaño, con más facilidad. Veía como sus mofletes subían y bajaban a impulsos de la succión y el placer que me daba era increíble. Notaba como de mis cojones, repletos a tope, no tardaría en salir un río de semen.
Ella, perdido ya todo pudor y vergüenza, se afanaba a mamarme la verga con todo el brío posible hasta que, sin poderlo evitar y sin darme tiempo a avisarla por si acaso no le gustaba tragarse la leche, con un fuerte espasmo, me derramé como un loco en aquella boca, tuvo que tragarse, sin remedio, toda mi descarga. No protestó, al contrario, puso cara de agradarle.
Abrazados, descansamos un rato hasta que ella, levantándose del sofá y cogiéndome de la mano, me llevó, en silencio, hasta su dormitorio. La tumbé sobre la cama con las piernas abiertas dejando bien a la vista aquel adorado y tan deseado coño.
Comencé a lamer sus pechos, chupar sus tiesos pezones, besar su vientre, meter mi lengua en su ombligo hasta que, poco a poco, llegué con mi lengua a su ardiente y mojada raja. No tuve que buscar su clítoris, ya que sobresalía endurecido como un pene en miniatura de entre sus labios. Me apoderé de él con mis labios y lo succioné y lamí haciéndola gritar presa de un enorme placer que agitaba todo su hermoso cuerpo.
Toda mi boca y parte de mi cara quedaron bañadas por su corrida. Quedó tensa, como muerta. Casi me asustó. Sus piernas seguían abiertas y su coño parecía una fuente por lo lleno de líquidos que había quedado. Dejé que se repusiera pero, tendido a su lado, en la cama, la abracé y atrayéndola hacia mí, la coloqué sobre mi cuerpo, mi sexo chocando contra el suyo. Mientras la besaba en la boca, chupando su lengua, le fui separando las piernas hasta que mi polla, de nuevo dura, entró en contacto directo con su húmeda raja.
– ¿Quieres metérmela por el coño? – preguntó sonriendo y clavando sus bellos ojos en los míos.
– De acuerdo pero ten cuidado pues hace muchos años que estoy sin follar, el coño se me habrá hecho estrecho y además la polla de mi marido no era ni tan grande ni tan gorda como la tuya. No me hagas daño, por favor, métemela despacio.
Se la fui metiendo muy lentamente hasta que, teniendo la mitad en sus entrañas, ella misma, sentándose encima, se la clavó hasta los huevos, estremeciéndose y diciéndome:
– ¡Que llena me siento… como se me abre el coño… me duele un poco pero que gusto, mi amor, que gusto me está dando!
Empecé con el movimiento de mete y saca, o mejor lo fue haciendo ella ya que comenzó a cabalgarme lentamente. Mi polla iba entrando y saliendo de aquella cavidad dulce y caliente. Mis huevos estaban a punto de reventar. Ella cada vez se deslizaba más salvajemente sobre mi. Sus gordas tetas bailaban ante mis ojos proporcionándome una nueva excitación.
– ¡Nunca creí que llegaríamos a follar, cariño, nunca… pero ahora que lo hacemos tengo que reconocer que me estás matando de gusto… que hermosa polla tienes… me voy… me voy otra vez… si, así… oooh… me corroooo…! – me decía sin dejar de moverse.
– ¡Yo también me voy! – replicaba yo sin dejar de saltar, empujando hacia arriba – ¡Te voy a dar toda mi leche, te llenaré este hermoso y caliente coño que tienes!
El placer que yo sentía era tan grande que casi me era insoportable.
Estábamos los dos llenos de sudor pero seguíamos como enloquecidos en aquella follada brutal que nos llevaba a la locura.
– ¡Mi amor! – gritó ella de pronto – ¡Cariño mío, no puedo más… me voy a romper… que gusto más brutal siento… aaah… me corro, si… ya… ya… dame tu leche… quiero sentirla dentro…!.
Agarrándola fuerte por sus enormes nalgas, nos corrimos los dos a la vez, entre gemidos, gritos y suspiros, en una orgía de frenesí que yo jamás había experimentado. Descansamos un rato, con mi polla aún metida en su cueva mojada, abrazados y besándonos.
Luego cuando se acostó a mi lado, nos quedamos dormidos como una hora. Al despertarme admiré su cuerpo desnudo, sus gordos y tiesos pechos y su peludo coño.
Llegué a mi piso feliz como un chico que ha recibido el mejor juguete del mundo. Aún me costaba creer que hubiera podido gozar de aquella mujer tan maravillosa.
Como os podéis imaginar, aquella tarde, fue el principio de una relación de gran amistad y muchísimo sexo salvaje. Volveré para contaros todos los “avances” que hemos conseguido juntos.
Un beso de parte de los dos.