Relato erótico
Polvo parisino
Estaba cumpliendo uno de sus deseos, conocer París. Quedó subyugado por la belleza de la ciudad y se sentó en una terraza para descansar y de pronto una mujer muy atractiva se dirigió a él.
Oscar – San Sebastián
Todo comenzó con uno de mis viajes, esta vez era a París, la primera vez que pisaba tan bonita ciudad. Disponía de mucho tiempo, así que me dejé llevar por las sensaciones que transmitía la ciudad y salí a pasear por los bulevares. Debo deciros que el idioma podía ser un problema, pero entre mis conocimientos del bachillerato y la facilidad expresiva de que siempre he hecho gala, me encontraba como pez en el agua. ¡Era toda una aventura! Paseando por el boulevard, con un libro bajo el brazo, me acerqué a un café y tomé asiento en su terraza. Es una sensación inenarrable el ver a la gente pasear, mientras tomas algo. Mis ojos iban del libro a las “vistas” que paseaban. Supongo que, deduciréis que mis ojos seguían a las mujeres. En este cometido estaba, cuando oí cerca de mí:
– Eres español, ¿verdad?
Al volver mi cabeza, encontré la mirada más dulce y voluptuosa que jamás había tenido enfrente de mis ojos. Desde aquél preciso instante, quedé prendado de esa carita sonriente que me hablaba, apenas podía emitir más que algo parecido a un gruñido. Ella dijo:
– Me llamo Sandra, yo también soy española.
– Hola, soy Oscar -contesté.
Le di un par de besos, la invité a sentarse en mi mesa y comenzamos una conversación trivial y, por supuesto, lógica en las circunstancias que me encontraba. Era una mujer muy alegre, con cada palabra que salía de sus labios, acompañaba una sonrisa que dejaban ver unos preciosos y blancos dientes. Su pelo, negro como el azabache y en melena larga, con suaves rizos, se movía al ritmo de sus palabras. Sus ojos embrujadores, grandes y rasgados, con unas largas pestañas, no dejaban de mirar a los míos, consiguiendo muchas veces turbar el aplomo de que siempre he hecho gala. Sus labios regordetes en una boca más bien grande, no paraban de moverse al hablar y mi imaginación los veía enroscarse con los míos. Su cuerpo, embutido en un traje sastre, parecía intentar salirse queriendo ser admirado y adorado por todos los contornos de esas curvas majestuosas que se adivinaban. En nuestra conversación contó que estaba casada, su marido era un diplomático y vivían en Bélgica. Ella estaba de minivacaciones en París, por salir un poco de la monotonía a la que estaba sujeta en un país tan distinto a España.
Recordamos tradiciones mundanas en nuestra tierra, el “vermut”, los tapeos, las salidas de marcha y tantas cosas… que al cabo de un rato parecíamos ya viejos amigos. En un alarde de caballerosidad, la invité a comer en un restaurante cercano a donde estábamos.
Ella aceptó, no sin antes comprometerme a que ella me invitaría a otra cosa.
La comida fue genial, seguimos hablando de mil y una cosas más. Incluso nuestra conversación derivó al terreno sentimental. Ambos coincidíamos que nuestro gran amor era nuestra propia pareja, pero bajo nuestras miradas se escondía un deseo, una pasión, que más tarde reconoceríamos. Varias veces nuestras miradas se cruzaron con otros tintes, haciendo presagiar otro tipo de relación distinto al que habíamos comenzado. Cuando terminamos la comida, me cogió de la mano y dijo:
– Ahora me toca a mí, no puedes negarte.
– Bien, estoy en tus manos -contesté yo.
Me llevó en taxi a su hotel, mi cabeza daba vueltas, sin saber qué es lo que se proponía Sandra. Ya en su habitación, sacó dos copas y una botella de champaña que guardaba en la mini nevera. Con la caballerosidad que me precia, cogí la botella y me dispuse a abrirla y escanciar su líquido en las copas que Sandra sostenía. Brindamos y bebimos unos sorbos, mientras nuestras miradas se cruzaban. La visión de sus labios mojados por el líquido, me atormentó unos segundos. Me acerqué despacio y, sin retirar la mirada, posé mis labios en los suyos. Fue un beso suave, tierno, lo justo para que nuestros labios apenas se rozaran. Ella se retiró despacio. No entendí, en un primer instante, si había cruzado la línea o ella se desentendía. Sandra, con mucha lentitud (a mí me pareció una eternidad), se despojó de su chaqueta, dejando ver un body de raso negro por el que se transparentaba su sujetador y parte de unos hermosos pechos. Una vez dejada la chaqueta encima de una silla, se acercó a mí, y sujetándome la cabeza con sus dos manos, se fundió en mi boca con un beso que me dejó apenas con respiración.
Mis manos sujetaron su cintura y atraje su cuerpo hasta el mío, mientras contestaba a aquel beso pasional. Nuestras lenguas se enredaban en un juego sin fin, los labios se reconocían mutuamente, nuestros jugos se mezclaron y mi cuerpo sentía el calor que emanaba de este, que sujetaba con fuerza. Sin dejar de besarme, sus manos quitaron mi americana, que cayó al suelo y yo acaricié esa carita con mis manos, su cuello, su nuca… Mis dedos se enredaban en su pelo, mientras oía unos suaves gemidos salir de entre nuestros labios.
Me desabrochó la camisa y metió las manos por mi pecho, acariciándolo suavemente, mientras su boca recorría mi cuello hasta llegar al lóbulo de la oreja donde dio unos ligeros mordiscos. Me encontraba con la camisa desabrochada, la corbata sin quitar y mi masculinidad a punto de reventar, cuando me obligó a sentarme en un sillón y dijo:
– Quiero que no digas nada, solo mírame.
Puso algo de música y colocándose enfrente de mí, con movimientos sinuosos comenzó a desnudarse. En mi mano tenía la copa de champaña, y mientras sorbía, la miraba con un deseo que amenazaba con romperme. Veía como bajaba su falda deslizándose por sus caderas y sus muslos. Esas piernas que parecían interminables. Se quitó las medias despacio sin prisas y luego volvió a ponerse los zapatos, de tacón muy finos. Mis ojos recorrían todo el cuerpo de Sandra, indagando en todos los rincones visibles. Maravillado ante semejante espectáculo, mi rabo se ponía duro y pugnaba por salir. Sandra se despojó de su body, quedándose con un minúsculo tanga negro. Sin dejar de bailar acariciaba su cuerpo, su propia dulzura le colmaba y le hacía proferir gemidos de placer. Cerró los ojos, tensó las caderas y dejó los pies separados. Luego deslizó su mano al centro de placer y sus dedos, separando el tanga, se movieron entre los pliegues acariciando el límite del surco y regresando hacia la espesura, separando la hendidura para liberar la piedra angular.
Sus pechos, grandes y duros, parecían señalarme con sus pezones oscuros y erectos. Su pubis apenas tenía una mata de pelo recortada en forma de corazón. Dejó escapar un grito cuando la pulpa de sus dedos rozó el punto secreto, su clítoris, y cayo de rodillas a mi lado. Cogí sus pechos entre mis manos, eran suaves y flexibles, y su volumen parecía aumentar al entrar en contacto con mis dedos. Besé sus pezones suavemente, como os gusta a casi todas las mujeres, y noté como se hinchaban bajo mi lengua. Recorrí con mi boca su vientre hasta llegar a las ingles, su vulva olía bien y estaba caliente y húmeda. Ella, con los ojos cerrados se dejaba hacer. Enseguida empezó a arquearse y retorcerse, y acercando su sexo a mi cara lo frotó con deleite. Mi lengua chupó y recorrió tan preciada hendidura. No sé cómo llegamos al suelo, encima de la alfombra, ni como mi polla llegó a su boca. La chupó, la devoró y mi boca y la suya se movían al unísono. Gozó, pero yo continuaba lamiéndola y volvió a gozar.
Cuanto más gozaba, más excitada estaba. Era como si el orgasmo no fuera un final, sino un comienzo. La cogí en mis brazos y levantándola, la llevé hasta el escritorio sentándola en él. La penetré despacio, mientras ella me rodeaba con sus piernas y empecé a moverme con movimientos apenas perceptibles. Se arqueó intentando mantenerme dentro, muy dentro. Nuestros movimientos se aceleraron al ritmo de la pasión que desatábamos. Ella con furioso abandono, me mordió los labios, el cuello, las orejas. Sus manos arañaban mi espalda y repetía como una autómata:
– ¡Sigue, dámelo, sigue, oh, Dios!.
Pasó de un orgasmo a otro, empujando, impeliendo, moviendo el culo en círculo, gimiendo, chillando, rogándome. En cuestión de minutos, una sensación placentera que es distinta cada vez, recorrió mi espinazo dando unas descargas eléctricas que llegaron hasta las puntas de mis dedos.
Mi polla explotó dentro de ella, inundándola de semen en aquellos segundos que parecían una eternidad. Ella, al notar mi orgasmo, pareció ascender a la cima más alta del placer, quedándose con los ojos en blanco y sin apenas respiración. Aturdido por la explosión de placer, salí de ella sujetándola entre mis brazos. Su cabeza reposaba en mi hombro, sus cabellos caían sobre mi espalda, acariciándola. Con sumo cuidado la posé encima de la cama y me quedé unos minutos admirando la belleza que emanaba de ese cuerpo. Su cara, con los ojos semi cerrados, transmitía paz y calma. En un arrebato le besé en la frente susurrando:
– Gracias…
Me coloqué un albornoz y salí a la sala, encendí un cigarrillo y mi mente vagó por los acontecimientos de esa tarde. Apuré las ultimas gotas de champaña mientras miraba al exterior por el gran ventanal. Volví al dormitorio y vi que Sandra dormía plácidamente. Caí en la cama, a su lado, dominado por un gran sopor. Los sueños se apoderaron de mi mente y mi cuerpo se conjugaba con ella. En un momento el placer llegaba nuevamente, produciendo una sensación tan agradable como lejana. Pensé en mis sueños de juventud, en aquellas noches que gozaba de juegos oníricos y dejaba evidencias en las sábanas de mi cama. Abrí los ojos, fueron segundos eternos mientras volvía al plano terrenal. Y entonces, vislumbré un cuerpo agachado sobre el mío, unas hermosas nalgas se presentaban en mi horizonte. Era Sandra que una vez despierta, se dedicó a prodigarme un sinfín de caricias por mis zonas más erógenas. Allí estaba ella, jugando con mi polla, la chupaba y acariciaba con sus manos… Incluso el roce de su cabello me daba cierto placer.
Convencida mi mente de que aquello no era un acto onírico, sino real, me dispuse a disfrutar. Con mis manos en su carita, la atraje hacia mí. Colocada encima de mi cuerpo, mis labios buscaron los suyos y al encontrarse se fundieron con pasión en un juego de furia. Me gustaba besarla, habíamos conseguido en unos minutos una total compenetración corporal. Sentía como mi rabo era presionado por su pubis, sus senos apoyados en mi pecho y sus manos en mi nuca. Yo le acariciaba la espalda, de arriba abajo, hasta llegar a su culito.
¡Tenia a una Diosa entre mis brazos! Sandra se enderezó y subiendo sus pechos hasta mi cara, los acercó a mi boca. Mis labios besaron suavemente sus contornos, los pezones se ponían duros por segundos, tornándose más oscuros. Con mis labios cogí uno de ellos y lo chupé, como cuando un niño mama de su madre. Ella emitió un quejido de placer. Mis manos la sujetaban de sus caderas mientras ella se movía y rozaba su sexo con mi pubis. Al momento se incorporó y con una mano agarró mi polla y la puso en la entrada de su chocho.
Dio un grito y se dejó caer ensartada por aquella carne dura, caliente… Al instante comenzó a mover su cuerpo con frenesí sin ningún ritmo. Acompañaba a su cabalgada cogiéndose de los pechos estrujándolos entre sus dedos. Yo parecía una estatua, quieto, obnubilado, maravillado por las expresiones y los jadeos de Sandra. A los pocos minutos se enervó y mordiéndose los labios alcanzó un orgasmo brutal, largo. Gemía, lloraba, gritaba. Cayó en mi pecho desplomada, sin fuerzas. Yo seguía notando como mi polla era agarrada por un anillo de carne que palpitaba y me llenaba de un placer indescriptible.
Su cabeza metida entre mi hombro y el cuello. Notaba su respiración agitada, caliente, desbocada… Simplemente la levante con mis brazos y posándola en la cama, bocabajo y le separé las piernas colocándome encima suyo. Mi pecho acariciaba, tan apenas, su espalda. Mi polla jugaba con el surco de su culito. Un suspiro de Sandra me hizo volver a intentar penetrarla desde atrás, mi polla hurgaba entre sus glúteos buscando una entrada.
En cuestión de décimas de segundos, se metió en su ano, provocando en ambos una sorpresa inicial. Gracias a la cantidad de fluidos que Sandra tenía por los alrededores de su sexo, mi polla entró con suma facilidad en tan estrecho túnel. Paré mi ímpetu y me deslicé muy despacio hasta lo más profundo, mientras Sandra gemía, no sé si de dolor o placer. Me mantuve quieto unos instantes mientras besaba su nuca y mi pecho seguía rozando su espalda. Un movimiento de culito, me hizo seguir con un movimiento suave de entrada y salida. Sandra suspiraba y acompañaba el ritmo de mis envestidas. Al poco rato estábamos los dos inmersos en una lucha bestial, antinatural. Sandra gritó de placer, había llegado a un orgasmo diferente a otros y en la novedad se dejaba arrastrar por las sensaciones emitidas. Yo, por mi parte, sentía mi polla apretada en su esfínter y la sensación era inenarrable, sentía como iba a explotar en un orgasmo supremo. Los orgasmos de Sandra se repetían en ascensión geométrica, lloraba, gritaba y de su linda boca salían palabras que no imaginaba salieran de ella.
En un momento se enervó y quedó como rígida, mi polla notó la presión y mi eyaculación inundó su culito. Caí desfallecido en su espalda, mareado con la respiración tan agitada que me asustó. El placer seguía, no sé cómo mi sexo se había fundido al placer generado por Sandra. ¡Fastuoso! Nunca he sentido semejante placer, nunca he llegado a tener esa sensación con otra mujer. Sandra era la mujer con la que soñábamos todo hombre.
Ella, casi recuperada de la batalla, se deshizo del peso de mi cuerpo y dándome la vuelta, me besó, recorriendo con sus labios los míos y jugando con su lengua. Bajó hasta mi verga y la rodeo de besitos suaves, mientras la recorría con su mano, de arriba abajo. La introdujo en su boca y la empezó a lamer despacio. No pensé nunca que tuviera fuerzas para ponerse rígida; pero poco a poco la sangre llegaba a ella y su dureza no se hizo esperar mucho. Sandra mientras chupaba, acariciaba con su mano mis testículos a veces suave y otras con rudeza, produciendo un dolor/placer exquisito.
Presiono con sus dedos la zona entre mi ano y mis testículos varias veces, no creía que pudiera recuperar fuerzas tan pronto. En un momento, se separó y mirándome con una cara de loba en celo, se subió encima de mi polla, introduciéndola hasta el fondo de su coño. Cabalgó y cabalgó mientras alucinaba mirando el movimiento de sus pechos. Sus pezones erectos eran una tentación a la cual sucumbí. Mordí, chupé, retorcí esos pezones que tanto me volvían loco.
Ella gritaba incoherencias y gemía mientras su pubis golpeaba el mío y mi verga la taladraba. Ella explotó, por fin, en un nuevo orgasmo. No pude resistir ni un envite más y descargué con fuerza en su interior, coincidiendo con la cúspide de su orgasmo. Dormimos, dormí abrazado a ella, oliendo sus perfumes mezclados con los olores de su sexo; una delicia. Al despertar, le di un besito en la frente. Mientras me vestía, ella me miró con miedo y reserva y dijo:
– Oscar, ¿te veré?
Me dirigí a ella y besando solo sus labios contesté:
– ¿Cómo podría dejar de verte? Llámame mañana…
Por supuesto la llamé. Ya os contaré en otra ocasión los maravillosos días que pasé con ella.
Saludos.