Relato erótico
Picó el anzuelo
Le encanta que su mujer coquetee y provoque a otros hombres. Es un juego que suelen practicar a menudo. Fueron a una zapatería y ella, hizo lo posible para que el vendedor picara el anzuelo.
Eduardo – Córdoba
En la calle, llena de gente en aquella tarde de sábado, la belleza de Lidia no podía pasar desapercibida. Rubia, bonita, con 30 años. Ella sabía todo lo necesario para causar sensación. A su lado, Eduardo disfrutaba la admiración que su mujer causaba en los hombres, e incluso en algunas mujeres. A diferencia de otros, Eduardo animaba a su esposa a lucir su belleza, usando minifaldas que dejaban mostrar sus piernas y atrevidos escotes. La boca siempre delineada con carmín rojo y el andar sinuoso y rítmico de sus caderas hacían de ella algo digno de contemplar. Eduardo caminaba a su lado orgulloso y celoso al mismo tiempo. Alto y fornido, la tomaba por la cintura, dejando resbalar la mano ligeramente por su cadera, seducido por su perfume y su femenina presencia. Frente a la zapatería, Lidia admiró el surtido de calzado. Sus preferencias eran los de tacones altos que hacían lucir sus esbeltas pantorrillas. Decidida entró en la tienda, seguida de Eduardo. El dependiente se acercó, tal vez con mayor rapidez estimulado por la belleza de Lidia. Eduardo la dejó explicar, deambulando por la zapatería, dejándola sola, observando atentamente y disfrutando de verla en acción.
Aquel juego lo habían llevado a cabo antes, y Eduardo sintió la tensión sexual bajar del estómago hasta los huevos, y con las manos en los bolsillos de los pantalones, se acomodó la verga, porque el grueso bulto comenzaba a ser notorio. Lidia no necesitaba mirar a su marido para saber lo que estaba sintiendo, y se preocupó de explicar al vendedor, joven y apuesto, los zapatos que deseaba. El vendedor tomó nota distraídamente, más pendiente del amplio escote, que del calzado que quería. Lidia tomó asiento hasta que el vendedor volvió; la minifalda mostró sus muslos al sentarse, tal y como esperaba, y la mirada del vendedor trepó por sus piernas sin poder evitarlo. Lidia estiró el pie, el vendedor le quitó la sandalia, acariciando de paso el fino tobillo y le calzó el zapato. Las piernas se separaron levemente, y como un imán, la mirada del vendedor viajó hacia la entrepierna. Para su sorpresa, descubrió que no llevaba ropa interior. El rubio atisbo de su pubis y unos segundos de fugaz visión de su sexo hicieron que el vendedor casi perdiera el equilibrio. A escasos metros, Eduardo trató de acomodarse la erección que le producía ver a su mujer mostrar la intimidad de su cuerpo. Excitado, continuó fingiendo mirar los escaparates, dejando que Lidia siguiera con el juego.
Ella estiraba ahora el otro pie, que con fingida torpeza fue a parar a la entrepierna del vendedor.
El grueso bulto en sus pantalones era una señal inequívoca del grado de excitación que había provocado. Coqueta, deslizó el pie desnudo por el sexo. El vendedor, nervioso miró hacia donde estaba Eduardo, que fingió no darse cuenta mirando atento los zapatos. El vendedor le calzó el zapato, acercando el rostro a las separadas piernas de Lidia. Esta vez pudo ver con detalle los labios de su vagina, apenas entreabiertos, rosados y apretados. Con mano temblorosa acarició sus piernas, subiendo desde las pantorrillas hasta los tersos muslos, que se separaron más al sentir la proximidad de sus dedos. La mano entró hasta sentir en sus nerviosos dedos, la sedosa mata de vellos. Lidia emitió un callado gemido, que Eduardo alcanzó a escuchar y casi volvió loco de deseo, igual que al vendedor. Ella apretó las piernas, aprisionando los dedos dentro de su sexo húmedo.
– Tu pareja nos descubrirá en cualquier momento -dijo él.
– No te preocupes, no creo que se dé cuenta -le tranquilizó ella.
El vendedor le metió un dedo más en la vagina, deslizándolos dentro con facilidad.
– Vamos dentro, hay un almacén, allí nadie nos molestará -le pidió él.
Lidia lo miró con los labios entreabiertos, decididamente excitada.
– Amor, ahora vuelvo, voy al almacén a probarme unos zapatos -dijo dirigiéndose a Eduardo.
Eduardo asintió y los vio internarse en la trastienda. Apenas entraron, corrió a la puerta de la trastienda para espiarlos. El vendedor estaba besando a Lidia, arrinconándola contra los anaqueles repletos de cajas. Le sobaba las tetas con tanta brusquedad que sus blancos y redondos senos quedaron pronto descubiertos. El vendedor se prendió de uno de sus pezones, mientras ella diligentemente le desabrochaba la cremallera de sus pantalones y dejaba libre su verga. Eduardo miró estático la gruesa tranca que su mujer acariciaba y Lidia tuvo el descaro de mirar a su marido fijamente mientras se hincaba y se la metía en la boca. Eduardo sabía lo bien que mamaba la verga su querida esposa, y envidioso la vio comerse el grueso y excitado pito del muchacho. Lidia se puso de pie y él le subió la pequeña falda, dejando desnuda a Lidia de la cintura para abajo. La visión de sus muslos cubiertos por el liguero y la desnudez de su sexo, hicieron que ambos hombres suspiraran de deseo casi al unísono. Sin mayores preámbulos, el tío se colocó un condón que le facilitó ella, le aproximó la verga y se la encasquetó con un solo movimiento. Lidia suspiró de placer al sentir como le entraba el duro pedazo de carne.
– Muévete, cariño -le animó ella.
Aquella era la señal convenida y Eduardo gritó desde afuera.
– Lidia, ¿dónde estás?, ya me cansé de esperarte.
Ella se apresuró a quitarse al tipo de encima y recomponer sus ropas, mientras el frustrado vendedor se subía atropelladamente el cierre.
– Dime donde puedo buscarte.
Rogó el muchacho viéndola ya lista para partir. Ella le anotó un número telefónico.
– Llámame más tarde, mi marido se irá a trabajar y no volverá hasta mañana.
Lidia salió, Eduardo la esperaba y la besó apasionadamente, metiéndole la lengua en la boca, buscando el sabor de la verga que había mamado poco antes y disfrutando del turbio placer de saberla tan puta. En el camino ella le describió con detalles lo que había sentido. Le contó que los dedos del vendedor casi le habían provocado un orgasmo y que tenía la vagina mojada. En uno de los semáforos, mientras esperaban que la luz se pusiera verde, Eduardo le metió la mano entre las piernas y comprobó que era cierto, su sexo estaba húmedo. Eduardo se lamió los dedos. Otra vez imaginó encontrar el sabor de aquella dura tranca, y excitado se acarició su propia verga.
– Eres tan zorra.
– Y a ti te encanta…
Contestó ella, estirándose sobre el asiento, separando las piernas para que tuviera una visión completa de su sexo. Nada más entrar en casa, la despojó de su blusa, mordiéndole los pezones. Lidia se debatía de placer mientras él continuaba desnudándola. Eduardo se quitó la ropa, tenía un cuerpo recio y trabajado. Lidia caminó hasta el dormitorio, meneando su culo, provocándolo más. Eduardo corrió detrás, la alcanzó antes de llegar a la cama y la abrazó desde atrás, aprisionando sus pechos entre sus duras manos. La tiró sobre la cama, obligándola a abrir sus piernas. Ella, provocadora y sensual, trató de escapar para volverle loco de deseo, y él la sostuvo por uno de sus tobillos. Lidia quedó a gatas, con las piernas separadas, mostrando su culo. Él enterró el rostro entre sus glúteos, lamiendo todo lo que estaba a su alcance, vulva, nalgas y ano. Ambos gemían apasionados. Él la montó desde atrás. Lidia aguantó el embate, pidiendo más. Él no la defraudó, follándosela con fuerza. El goce de los cuerpos fue rápido, pero tremendamente gratificante. En cuestión de pocos minutos Eduardo resoplaba y se vaciaba dentro de ella.
– Te excitas y te corres tan rápido que ni tiempo me das de gozar.
Eduardo no contestó, satisfecho y ajeno ya a sus reclamos.
– Por eso vendrá Juan esta noche para completar lo que dejas a medias.
– ¿Juan? -pregunto Eduardo saliendo de su sopor.
– El vendedor de zapatos. Le cité para esta noche, y tú estarás trabajando hasta muy tarde.
Eduardo le sonrió. Lidia era increíble y la amaba por eso. La atrajo hacia sus brazos y la besó, y así tomaron una siesta.
El teléfono les despertó. La tarde ya había caído y por la ventana la noche aparecía cargada de promesas.
– No, mi marido aún no se marcha, pero lo hará dentro de media hora. Te espero -dijo Lidia coqueta y le indicó la dirección de la casa.
Lidia saltó a la cama, todavía desnuda, besó a Eduardo en los labios.
– Tenemos media hora antes de que llegue…
Se bañaron juntos, Eduardo le lavó el sexo, poniendo especial cuidado en limpiar su vagina a conciencia. Lidia se dejó mimar por sus cuidados, comenzando a excitarse con las delicadas caricias. Puntual, Juan apareció a la hora. Lo primero que preguntó, cuando Lidia le abrió la puerta, era si su marido ya se había marchado. Ella lo tranquilizó, invitándolo a pasar. Se veía hermosa, con un ligero vestido amarillo y nada debajo. Eduardo le había aconsejado ponerse aquella ropa, sabedor de que cualquier hombre se sentiría excitado con solo mirarla. Conforme a lo planeado, Lidia le invitó una copa de vino y rápidamente lo llevó hacia la habitación, donde una cámara debidamente oculta permitiría a Eduardo, en la habitación contigua, mirar todo lo que sucediera. Eduardo hizo un acercamiento con el poderoso zoom y captó el apasionado beso con que Lidia recibía a su amante. Sus lenguas trenzadas y sus cuerpos pegados le hicieron temblar de anticipación, con una mezcla de extraños sentimientos de placer y celos, de morbosa curiosidad y rabia contenida. Juan tardó apenas un minuto en quitarle a Lidia el vestido. Ella, completamente desnuda, se tomó más tiempo para desvestirlo a él. Eduardo hizo un nuevo acercamiento, esta vez al protuberante bulto que se ocultaba en los ajustados calzoncillos de Juan.
Sentía una especial curiosidad por mirar los miembros masculinos que se cogerían a la puta de su mujer. El muchacho no lo defraudó, tenía una increíble y gruesa tranca. Eduardo se acarició sintiendo un poco de envidia ante el suculento pedazo de carne que penetraría el cuerpo de su mujer. Sin pensarlo, se desnudó y comenzó a masturbarse al ver como Lidia acariciaba la verga de Juan, que tardó muy poco en tenderse en la cama, la misma en la que apenas minutos hiciera el amor con su esposa. Ese detalle le excitó y le enojó al mismo tiempo. Lidia comenzó a lamer la polla de Juan. Lidia giró sobre su cuerpo, abriendo las piernas para poner su sexo frente a la cara del muchacho. Desde su escondite, Eduardo miró a Juan enterrar el rostro entre las nalgas abiertas de su esposa para comerle el coño. Casi pudo imaginar el sabor y recreó en su mente todos y cada uno de sus pliegues, mientras ella continuaba saboreando la gorda verga con deleite. Juan saltó entonces a su culo. Lidia gimió sin control, mientras la lengua recorría su ano repetidas veces.
Arqueó la espalda, disfrutando de aquella singular e íntima caricia. Eduardo se masturbaba sin perder ningún detalle. Metió entonces una de sus manos entre sus propias piernas hasta tocarse el ano velludo.
Se acarició el sensible agujero, imaginando tal vez que la lengua de Juan lo recorría tal como lo hacía con el de Lidia. La pareja continuó en aquella posición varios minutos. Lidia cada vez más excitada, y Juan y Eduardo la siguieron cada uno por su lado. Juan incorporándose para follársela, y Eduardo incorporándose para buscar en uno de los cajones un grueso y largo consolador propiedad de su mujer. Lidia se acomodó en la cama a cuatro patas, ofreciendo la espectacular vista de su culo bien dispuesto. Juan enfiló con su gruesa verga en la mano y Eduardo enfiló el consolador debidamente lubricado hacia su propio agujero. Juan presionó suave pero firmemente ante el obstáculo del esfínter rosado de la mujer, Eduardo presionó hasta sentir que la dureza del consolador vencía la resistencia de su apretado ano. Ambos entraron casi al unísono. Lidia suspiró de placer al sentir la verga de Juan resbalar dentro de su cuerpo. Eduardo acalló un doloroso y placentero quejido al sentir como el consolador conquistaba sus entrañas. Separados pero extrañamente unidos, Lidia y Eduardo se sintieron llenos. Juan comenzó a bombear lentamente, mientras Lidia hundía el rostro entre las suaves almohadas. Una de sus manos acariciaba el clítoris para incrementar el placer que la gruesa verga le proporcionaba.
Eduardo seguía atento todos sus movimientos, con el consolador firmemente empotrado dentro su culo, dolorosamente traspasado. Los cuerpos dispuestos, las pieles sensibles, marido y mujer tomaron el placer de donde quiera que este proviniese. Juan aguantó lo más que pudo el apretado y sensual abrazo del culo de Lidia, y desmadejado sobre su fina espalda se vino en fuertes sacudidas. Ella le acompañó en su orgasmo, acelerando los placenteros toqueteos de sus propios dedos y emergió sensual como una sirena de entre las sabanas arrugadas.
– Ahora vuelvo -dijo ella, dejando a Juan gozando todavía de las delicias del orgasmo.
En la habitación contigua, Eduardo la esperaba. Se había sacado el consolador con cierto pesar, pero sabía que ella vendría y ansioso la recibió con un abrazo. Ella lo besó, se acomodó de nuevo en cuatro patas ofreciéndole su culo. Allí, entre sus blancas nalgas, escurría un hilillo de semen. Él se agachó ante su culo y comenzó a lamerlo, saboreando el líquido y no cejó en su acalorado empeño hasta dejarla limpia.
– Ya me imaginaba yo que aquí había algo raro -dijo de pronto Juan.
Lidia y Eduardo lo miraron, los dos congelados y en la misma posición, a gatas y con las nalgas al aire.
– Sigue, cómele el culo, déjaselo limpio.
Eduardo continuó lamiendo las nalgas y el ano de Lidia.
– Eso es, -continuo Juan acercándose- sigue lamiendo, cornudo.
Eduardo se sintió terriblemente excitado por sus palabras. Juan se acomodó junto a ellos en la cama, su cercanía los excitó. El muchacho apoyó una de sus manos en la espalda de Eduardo y de allí descendió hasta sus nalgas, velludas y abiertas.
– Me imagino que a ti también te gustaré que te den por el culo.
Eduardo no contestó, y tampoco Lidia. Estaban ambos como en trance, inmersos cada cual en sus propias fantasías.
Eduardo, más excitado que nunca, se montó sobre Lidia. Tenía una erección de campeonato, y tomando a su mujer por la cintura, la penetró por el culo olvidándose de Juan, que de pronto descubrió el consolador en el suelo.
– Vamos a ver si te la comes o no, cabrón -dijo Juan acercando el consolador al culo de Eduardo.
Se lo metió de un tirón, de la misma forma en que lo había hecho él con Lidia. Eduardo se sintió invadido nuevamente por el grueso aparato. Su culo, sensible ahora por la follada que le daba a Lidia explotó en un mar de placenteras sensaciones. Juan continuó metiéndoselo y sacándoselo, mientras él hacía lo propio en el culo de Lidia. Entraron en una espiral de sensaciones ayudados por el propio Juan que, sin dejar de meterle el consolador por el culo, se daba tiempo de pellizcar un pezón, acariciar una nalga, besar una boca, cualquiera de las dos de pronto, y decirles al mismo tiempo lo puta que era una y lo cojonudamente cornudo que era el otro. Se corrieron ambos en un orgasmo prolongado, como pocas veces antes. Resoplando vencidos y extasiados, cayeron en la cama. La primera en reaccionar fue Lidia, se dirigió al baño a darse una ducha. Eduardo quedó tirado en la cama, recuperándose del orgasmo, mientras Juan le miraba.
– Te gustó, ¿verdad?
Eduardo asintió, con cierta vergüenza para admitirlo abiertamente. Se sentía extrañamente vulnerable por haber dejado que el amante de su mujer le metiera el consolador en el culo delante de ella.
– Pues a mí me encantó, no lo había probado y ahora quiero más.
Se acercó a Eduardo y le dio la vuelta sobre el estómago, dejándolo boca abajo. El hermoso y masculino mecánico, con sus hermosas nalgas hacia arriba y las piernas separadas eran un hermoso espectáculo.
– Ya me follé a tu mujer y ahora quiero follarte a ti -dijo acomodándose entre sus piernas.
Con la gruesa verga en la mano, dura nuevamente, se dejó caer sobre el cuerpo de Eduardo, que sintió la caliente herramienta escudriñando entre sus nalgas hasta encontrar el agujero. Con empujones enérgicos y decididos, lo penetró y Eduardo cerró los ojos para concentrarse en la embriagadora sensación de ser poseído. La situación era nueva para ambos, y el excitado Juan terminó regando su leche dentro de Eduardo en cuestión de minutos. Para cuando Lidia salió del baño, los hombres fumaban un cigarro y comentaban el próximo partido de futbol.
– Bueno -dijo ella con el pelo húmedo y el perfumado cuerpo cubierto por una toalla -me alegro que os hayáis hecho amigos, tengo grandes planes.
Eduardo y Juan se miraron y sonrientes aseguraron que estaban de acuerdo con ella.
Un saludo