Relato erótico
Infidelidad inevitable
Llevaba dos años casada, era feliz y el sexo funcionaba bien. Su marido insistía en que debían cambiarse de casa, había visto una chalet en las afuera de la ciudad y decía que sería ideal para poder criar a sus futuros hijos. Al final accedió, y desde que llegaron, han ocurrido cosas que…
Paula H. – MADRID
Si hubiese sabido lo que pasaría quizás no habría consentido en cambiarme de barrio, pero mi marido insistió tanto que al final acabé por ceder. Ahora tengo un problema que ha transformado mi vida de una manera que no sé como arreglar, porque ya estoy profundamente comprometida.
Tengo 32 años y hace solamente dos que me casé. Mi marido tiene la misma edad y no tenemos hijos, aunque él lo desea, pero yo me estoy resistiendo y ahora ya no sé lo que pasará. Nuestro matrimonio se ha deslizado por un tobogán de felicidades esperadas y todo lo que me imaginé cuando me casé referido a placeres íntimos, me ha llenado de satisfacciones porque ambos hemos dado rienda suelta a toda esa energía, que al menos yo, había guardado para el matrimonio, porque antes de casarme prácticamente no tenía experiencia sexual. Esto me había mantenido en una hermosa placidez espiritual hasta el día que nos cambiamos de casa.
Justamente estaba arreglando los nuevos cortinajes cuando a través del amplio ventanal vi a mi vecino que regaba el césped de su jardín. Era un hombre maduro, robusto, moreno y cuando nuestras miradas se encontraron me saludó con una respetuosa inclinación de cabeza. Yo respondí agitando mi mano y de alguna manera me turbé, porque quise desaparecer de la ventana y así lo hice. Siempre he tenido pudor ante las miradas directas de los hombres.
Al día siguiente era lunes, y mi marido se marchó temprano a su empresa. Yo me había olvidado del vecino hasta el momento en que lo pude ver trabajando en su jardín. Ahora él no me había visto de modo que pude mirarlo con calma. De pronto, al aparecer detrás de un árbol, nuestras miradas se encontraron y ahora él me saludó con su mano en alto, yo le respondí de la misma manera y no sé por que, seguí haciéndolo durante un rato y luego me retiré perturbada de la ventana y me fui al cuarto de baño.
Sentía mi cuerpo terriblemente despierto y comencé a tocarme como nunca lo había hecho, porque jamás me había masturbado ni autosatisfecho de manera alguna. Pero ahora parecía necesitarlo para calmarme y comencé a tocarme con la esperanza de aliviar esta inquietud que se me hacía placentera pero molesta.
Entonces comencé a desear ardientemente que por alguna transmisión de pensamiento él viniera a mi casa con cualquier pretexto, y mi deseo aumentaba ante la sola idea. Ahora ya mi sexo estaba tremendamente mojado y sonaba eróticamente cuando mis dedos entraban en él. Los minutos transcurrían y él no aparecía en el jardín, ni venía a mi casa y mi desesperación aumentaba y de pronto, casi sin saber como, con la mente enfebrecida y mi cuerpo sin control, me vi atravesando la calle sin mirar a lado alguno y al instante estaba tocando a su puerta, que no se abría, pero cuando estaba a punto de desistir la puerta se abrió y él estaba sonriendo frente a mi.
Lo que sucedió enseguida ha sido lo más brutalmente excitante que me ha pasado en mi vida. Él cerró la puerta tras mi entrada y yo totalmente descontrolada, apoyada contra la puerta, levanté mi falda para que me viera, pero él no lo hizo sino que me agarró por las nalgas y en ese momento sentí su tronco ardiente entre mis muslos. Pero fue solamente un segundo, porque con una experiencia a todas vistas me penetró sin contemplaciones mi encharcado coño y tuve mi primer orgasmo de una serie de orgasmos, silenciosos al comienzo, que llenarían esos treinta minutos de peligro y de deseo desenfrenado.
Mi chocho latía llenándole su miembro de mordidas rítmicas y él no dejaba de apretarme las nalgas, levantándome, apoyada en la puerta, impulsándome hacia arriba con sus arremetidas mientras mordía mis pechos llenándome de descargas placenteras. Yo rogaba porque sus energías no disminuyeran, porque estaba en el paraíso y trataba de acomodarme atenta a todos sus deseos, pero por sobre todo estaba concentrada en satisfacer mis ansias desmedidas y en apaciguar ese desenfreno que había nacido en mí desde que lo había visto por vez primera.
El no cambiaba de posición y yo no quería que lo hiciera porque deseaba que me dejara estampada en su puerta, que mis nalgas húmedas se esculpieran allí como muestra de nuestro encuentro y quería que me marcara y me atormentara para guardar conmigo mis dolores como un recuerdo maravilloso de esa tarde plena de deseo maldito y embriagador.
Mi sexo se adaptaba cada vez más a sus deseos como si ese fuera mi destino y cuando el final de una de sus clavadas noté que se corría abundantemente y apreté mis muslos para guardar el líquido y viscoso tesoro y solo en ese momento él me besó. Era un beso de agradecimiento y despedida, mientras abría lentamente la puerta y sudoroso, sin dejar de sonreír, me invitaba suavemente a salir. No sé por qué, cuando entré en mi casa, lo primero que hice fue correr hacia un espejo y mirarme. Yo nunca había visto en una mujer esa expresión que casi desfiguraba mi rostro. Entonces murmuré en silencio para mi misma:
– Soy una gran puta.
De alguna manera me sentía satisfecha y en ese momento escuché el zumbido del coche de su mujer. Respiré aliviada, cinco minutos más y nos habría sorprendido. No sé porque esa sensación aumentó mi excitación.
Esa tarde, cuando llegó mi marido, lo recibí con esa típica actitud de las mujeres infieles. Me había embellecido casi en forma exagerada, para que él lo notara, quería que apreciara a su hembra en todo su esplendor. Me comporté de una manera descaradamente excitante con él, mientras mi sexo aun no se tranquilizaba y ya mi mente comenzaba a hacerse perversa. Pensé que total él no sabría cual era el real agente desencadenante de esos latidos. Me di cuenta que uno de los mayores placeres de la infidelidad era justamente el sadismo.
Después de la cena, puse una música adecuada y me abracé lascivamente a él restregando mi sexo con el suyo desmesuradamente erecto. Lo besé con descaro y fui paulatinamente desnudándome como él siempre me lo había pedido y yo no lo había hecho y ahora sí quería hacerlo. Logré excitarlo más allá de la cuenta. Él me agarró, me extendió en el sofá y me penetró violentamente, para lo cual yo estaba adecuadamente preparada desde la tarde, le dije que quería que me hiciera el amor contra la puerta de entrada. Sin esperar se adueñó de la idea y de mi cuerpo y me llevó a la misma posición con la cual me entregué a mi vecino y volví a sentir esos orgasmos diabólicos mientras él me clavaba haciéndome gritar de placer. Cuando acabó, me deslicé como una serpiente entre sus piernas y lo besé con pasión para que no le quedara duda alguna que era solamente suya.
Luego, abrazados nos pusimos de pie y solo en ese momento me di cuenta que el perfil de nuestros cuerpos desnudos se proyectaba nítidamente sobre la cortina de la ventana que daba frente a la casa de mi amante. Mi marido, rendido por el placer, se había retirado a la cama con la promesa que yo iría enseguida. Con todas las luces de mi casa apagadas, aun desnuda, me atreví a deslizar un poco la cortina para mirar hacia la casa de enfrente que también estaba oscura. Era pasada la medianoche. Me quedé un momento anhelante, sin saber que estaba esperando y en un momento me pareció apreciar que la luz del comedor de su casa se encendía y luego se apagaba. Mi mente ya enfebrecida, creyó ver en eso una señal y nerviosa hice lo mismo con la luz de mi casa. Esperé en silencio, encendida, anhelante, latiendo y me pareció que los minutos eran más lentos, cuando vi repetirse la señal.
Desde ese momento me invadió una maravillosa ansiedad. Me dirigí al dormitorio y me percaté que mi marido dormía profundamente, volví a mi observatorio y lo vi atravesando la calle. Mi cuerpo entero se encendió y me dirigí a la puerta, la abrí con cuidado y esperé. Mi sexo aun chorreaba pero no había tiempo de hacer nada, total pensaría que era deseo por él.
Entró y de inmediato yo lo arrastré sobre la alfombra del salón. Allí había una sombra amplia donde podría ocultarse si mi marido despertaba y ahí yo lo monté. Me acomodé a su grosor y a su longitud, lo sentía como un potro loco que había asaltado mis campos y quería hacerle sentir que era yo la dueña, así me movía sobre él con la seguridad de que ahora sí estábamos rompiendo todos los moldes. El sonido de la pesada respiración de mi marido se percibía claramente y eso nos daba la seguridad como para acometer el sexo con más violencia mientras ambos nos apretábamos la boca el uno al otro para no gritar. Era algo rotundamente caliente prohibido y peligroso en medio de la noche y ambos lo estábamos disfrutando como se disfruta un pecado ya inevitable. Fuimos perdiendo el sentido en medio del placer y de pronto allí estaba yo ofreciéndole el mejor ángulo de mis nalgas y un deseo perverso me fue invadiendo que él en medio del silencio supo entender deslizando su miembro encendido entre mis nalgas y manteniendo sus manos sobre mi boca, pudo encerrar en ellas mi grito de espanto y placer al sentir como su hierro candente rompía la barrera de mi culo y se apoderaba, por vez primera para mí, de mi más secreta y promiscua intimidad.
Me vino un placer inaudito sintiendo la maestría con que me penetraba y los giros de sus movimientos que me arrancaban orgasmos desconocidos. Lo sentí entero, completo, salvaje y repetido hasta el infinito, hasta caer tumbada en el suelo en medio de un orgasmo novedoso intenso y profundo. Él acariciaba tiernamente mis nalgas mientras me lo sacaba y yo sentía como un hueco deliciosamente dilatado permanecía en mi después del abrazo y ese hueco que él me había construido, seguiría latiendo rítmica y amorosamente durante largos minutos en la noche recordándome muy íntimamente mi deliciosa infidelidad.
Solo como un placer adicional lo miré desde la ventana atravesar la calle en medio de la noche. Una luz tenue tornaba todo el ambiente exterior extrañamente hermoso. En mi casa la rítmica respiración de mi marido me daba a entender que todo había transcurrido en paz.
Besos y ya te contaré lo que ocurra.