Relato erótico
Mi novia no me comprende
Tiene novia pero últimamente sus relaciones sexuales son monótonas y rutinarias. A él le gustan “ciertas cosas” y su novia no lo entiende, incluso le pregunta si es gay.
Salvador – Lérida
Mi novia, Noemí y yo yacíamos abrazados en su cama. Estábamos en su apartamento de estudiantes que compartía con dos amigas. Acabábamos de follar como cada viernes después de salir de juerga. La relación era más bien monótona, pero satisfactoria. De hecho, hablando con mis amigos, descubrí que era de lo más normal. Nuestro repertorio se limitaba a meterla por el coño y algo de sexo oral. Noemí no quería nada más, incluso parecía molestarle que, a veces, le pidiera que me metiese el dedo en el culo. En más de una ocasión me había preguntado si era gay, sin darse cuenta que poco tenía que ver una cosa con la otra y saltándose la opción de que pudiese ser bisexual.
Por eso me decidí a intentarlo con Carmen. Ella es la mujer que, cada dos o tres días, acude a limpiar las oficinas en las que trabajo. De unos cincuenta años y entrada en carnes, sin llegar a la obesidad, tiñe su pelo lacio de un rubio claro y procura cuidarse mucho.
Aprovechando nuestra coincidencia de horarios cuando viene al trabajo, me pidió un buen día si podía acercarla a su casa, convirtiéndose aquello en una costumbre a partir de entonces. El contacto forjó una confianza entre nosotros y, a pesar de ser veinticinco años mayor, me parecía de lo más interesante. Estoy seguro de que solo la falta de estudios vetó que hiciese el trabajo que le gustaba y, para el que seguro estaba capacitada. El caso es que la bella Carmen, no se entendía nada bien con su marido, del que estaba a punto de separarse.
Por supuesto, a lo largo de los días intenté que me contase más acerca de ella y su vida sexual. Como comentarios inocentes, aunque algo picantes, haciéndole alguna confesión por mi parte, advertí que también ella encontraba monótono y aburrido el sexo con su hombre. Le comenté que a mí me sucedía lo mismo y, medio en broma, me ofrecí para solucionarle el problema.
– Vale, hoy es viernes y no me esperan en casa hasta la noche – me dijo.
Me cogió tan de sorpresa que casi nos salimos de la carretera.
-¿Estás segura, Carmen? – pregunté sin poder ocultar mis ganas.
– Segura, solo tienes que decir hasta donde quieres llegar – añadió con una sonrisa.
– ¡Sexo salvaje, guapa! – respondí cada vez más excitado.
– ¿Salvaje? – preguntó extrañada.
– ¡Salvaje! – repetí.
Conduje el coche, siguiendo sus instrucciones, hasta un sex-shop en el que quiso entrar ella sola. Al cabo de un cuarto de hora salió con una gran bolsa muy cargada de la que no me permitió ver el interior. Mientras tanto, también a su demanda, yo había encargado habitación en un céntrico hotel. A él llegamos en menos de cinco minutos y en diez ya estábamos en la suite. Solo entrar ya empezamos a morreárnos y sobarnos por todas partes después de despojarnos de los abrigos y los paquetes. Descubrí en sus carnes una flacidez considerable a la vez que un tremendo calor, especialmente en sus grandes tetas. En nada, ya estuvimos desnudos y ella se puso inmediatamente a cuatro patas en el suelo.
– ¡Móntame, vaquero! – me dijo excitadísima.
Me acerqué por detrás agarrándola por su gran cintura y de un solo golpe, le metí mi nabo en su mojadísimo coño. Ni siquiera el de mi joven novia Noemí soltaba esa cantidad de líquidos que hacían resbalar, sin dificultad alguna, el príapo a lo largo del abierto chocho.
Le daba tan lento y profundo como podía ayudado por ella que, a cada embestida, se apretaba contra mi polla fuertemente. Se notaba que Carmen era madre, más que nada por la anchura enorme de su tajo. Aún así gemía como una posesa, exigiendo más y más carne a cada segundo, a la vez que no paraba de darle gusto a su clítoris.
– ¡Las bolas… las bolas, cabrón! – chilló desesperada.
A la siguiente embolada, al llegar a fondo, paré y acompañándolas con la mano, metí mis colgantes pelotas dentro de la golosa concha que, literalmente, se las tragó.
– ¡Aaaah… oooh… me corro, me corro…! – chillaba mientras se masturbaba furiosamente.
Con sus alocados movimientos, se me escaparon las bolas de su alojamiento y aproveché para darle cuatro o cinco estoques más. Sus chillidos, jadeos e insultos me ponían a cien. Realmente mi intención era partirle el coño, pero este lo admitía todo. Al fin acabó de correrse y entonces me exigió que se la metiese por el culo.
Sin más preámbulos, saqué mi polla chorreante de su ardiente sexo y abrí sus cachetes buscando el ano. Apareció en medio de sus blancas carnes un orificio estrecho y negruzco que parecía llamar a mi nabo como una sirena a un marinero. Sin pensarlo dos veces, apunté mi glande a la prieta entrada y empujé.
– ¡Aaah… cabrón! – chilló Carmen al sentir como se abría su esfínter.
Según ella, se había metido de todo por el culo, pero más despacio. Lo cierto es que el recto de la gorda era un túnel calentísimo y estrecho en el que mi nabo parecía fundirse. Era una gozada sentir la estrechez de su esfínter pugnando por sacar la polla que lo invadía.
Aunque lo que más me gustó fue ver la verga desapareciendo en su ano y volviendo a salir mientras ella se masturbaba con una furia indescriptible.
Como era de esperar, no tardé ni dos minutos en soltar la leche que almacenaban mis huevos. Grité como nunca creí poder hacerlo, diciendo guarrerías que ahora mismo me sonrojarían al mismo tiempo que ella alcanzaba el segundo de sus orgasmos. Al terminar, sin darme tiempo ni a sacarla, me obligó a besarle el culo. La viciosa se abrió las nalgas ella misma y enterré mi cara en ellas, buscando el abierto ano de la cincuentona. Cuando lo encontré, lo lamí a todo su alrededor, tratando de enterrar mi lengua en él. Cada vez que lo conseguía, la gordita rugía como una leona. De pronto, me llevé una la primera sorpresa de la tarde.
Un caliente líquido, no muy abundante, comenzó a fluir por el dilatado agujero. Enseguida me di cuenta de que era mi propio esperma, por lo que sentí algo de asco. Al darse cuenta de la interrupción, Carmen preguntó qué coño estaba pasando.
– Está saliendo leche de tu culo – respondí justificándome.
– ¡Ni se te ocurra pararte, perro! – soltó rudamente.
Pensé en negarme, en terminar la tarde allí mismo, pero algo me animó a seguir. Al fin y al cabo estábamos allí para “sexo salvaje”, y mi semen no podía diferir mucho del de los travestís con los que a veces soñaba. La verdad es que no puedo decir que me encantase, pero tampoco estuvo mal. Carmen ayudaba apretando como si defecase, sacando todo el líquido que le había enchufado en mi salvaje orgasmo. Yo lamía y lamía, metiendo mi lengua en aquel lubricado culo sin ningún tipo de esfuerzo. De pronto, se tumbó sobre la cama y me atrajo hacia ella. Comenzó a besarme por todas partes, incluida toda la cara, hasta que nuestros labios volvieron a juntarse. Juraría que buscaba entre ellos los restos de mi corrida de modo que, en cuanto pude, le acerqué mi mustia polla a su golosa boca.
Estaba de rodillas ante ella, con la polla metida dentro de su boquita y miró hacia arriba, buscando mi cara. En la suya, vi la expresión más lasciva y perversa que recuerdo. No dejó ni la muestra de la mezcla de semen y flujos que envolvía mi espada y entonces me di cuenta de que realmente iba a ser aquella una tarde salvaje, de auténtico sexo duro. Pronto me di cuenta de que mi tranca volvía en sí y de que Carmen volvía a jugar con su pepitilla.
Me ofrecí a repetir el polvo, pero ella se negó.
– Resérvate para luego, mi amor – dijo en tono misterioso.
Me echó hacia atrás y atrajo sus piernas hasta que los pies chocaron con sus grandes glúteos. Tumbada y con las piernas pegadas de aquella forma, ayudada por sus manos apartando los pliegues, mostró su gran coño. Una roja, profunda y ancha vagina se reveló a mis ojos que, a duras penas, conseguían creer lo mucho que mi polla había sentido sus separadas paredes.
– ¿Te parece grande? – preguntó sonriente – ¡Acércate!
Soltó los labios vaginales, cerrando un poco su concha, aún enorme, y con una mano me agarró mientras con la otra volvía a masajear su rojo clítoris.
– ¡Méteme la mano! – ordenó de pronto.
Decidido a obedecer en todo momento a la gorda madura, metí un par de dedos en la babeante concha. Carmen jadeó ligeramente y pidió más. Tres y luego cuatro de mis dedos, desaparecieron en su interior. La zorra todavía pedía más aumentando el volumen de sus gritos. Suavemente, metí el pulgar también en el enorme pozo. Súbitamente tomó mi muñeca y se enterró un poco más mi mano.
– ¡Cierra el puño, con cuidado! – ordenó con voz entrecortada.
Yo estaba atónito, no entendía como podía tragar todo aquello. Mis manos no son muy grandes, pero sí más que cualquier polla que pudiese imaginarme. Muy despacio fui cerrando el puño dentro de su coño, viendo como su cara enrojecía por el esfuerzo, casi deteniendo su respiración y mirándome con ojos como platos.
En cuanto lo tuve totalmente cerrado, ella misma se imprimió un cortísimo mete y saca de apenas unos centímetros, pero sus labios vaginales llegaron a abrazar mi antebrazo.
Carmen chillaba y me insultaba sin dejar de follarse con mi mano y sacudiendo su clítoris como una loca. Como pude, con la otra mano, alcancé a acariciar sus grandes pechos y a pellizcar los duros pezones. La cincuentona gruñía como una cerda, gozando la salvaje penetración cada vez más. Hasta que se corrió nuevamente. Aunque esta vez lo hizo de forma más pausada, pero también más larga.
Pareció languidecer lentamente, como si se deshiciera, mientras otra oleada de caliente flujo envolvía mi mano. Luego, con ella ya más calmada, saqué mi puño de su caldera y puse mi brazo entre nosotros. Cada uno por su lado, lamimos a placer el brillante y dulce líquido salido de sus entrañas hasta quedar mi extremidad completamente limpia. Volvimos a morreárnos como leones en celo y quedé tumbado sobre ella, con mi polla casualmente insertada en su enorme coño.
Al notarlo, ella me obligó a sacarla repitiendo la excusa de que no era el momento. Agotada, se durmió y yo no pude por más que imitarla, con sus melones por cojín.
A eso de las cuatro de la tarde, un par de horas después, me desperté al notar algo moviéndose por mi trasero. Era Carmen que me estaba besando el culo como yo hiciese antes con ella. Me estaba dando un gusto enorme y, de vez en cuando, también ella me metía la lengua en el ojete. Era una maravilla. Nada que ver con mis solitarias pajas anales en casa, o a escondidas de mi novia. Levanté mi culo un poco para facilitar la labor de mi gordita preferida y me abrí los cachetes.
– ¡Serás marica! – dijo ella jocosamente mientras me metía uno de sus dedos.
Gemí un poco cuando sentí la intrusión de otro de sus apéndices, pero de inmediato lo sustituyó por un fino consolador. Bueno, no tan fino y además aquello no era un consolador. Mi ano se cerró tras el objeto que se metió en mi recto solo para abrirse y recibir el siguiente. Era un juego de bolas. Me metió hasta cinco, ya que mi culo no admitía más. Deberíais probarlas.
Una vez dentro apenas si se notan, pero solo esperas el momento de sacarlas. Con las bolas dentro, volvió al beso negro, arrancándome salvajes gemidos de un placer inenarrable. Pasando una mano por debajo, me acariciaba los huevos y la base de mi polla, erecta de nuevo. Nunca en la vida me corrí con la intensidad que lo hice en aquellos momentos. Repetimos muchas veces esta experiencia y así mi culo se fue acostumbrando a este placer.
Besos para todos de nuestra parte.