Relato erótico
Mi mujer, su amante y yo
Son un matrimonio feliz, están enamorados y sexualmente funcionan de maravilla. Si tenemos en cuenta que ella tiene un amante y que él está de acuerdo e incluso le cae bien.
José – Valencia
Hola Charo, nada de particular en nuestro matrimonio. Somos Esperanza y José, una pareja corriente, de estatura mediterránea. Esperanza, mi mujer, descalza no llega al 1,60 y pesa 53 kg, pero me iguala en altura cuando se pone zapatitos de tacón alto. Entonces la encontramos soberbia. Digo encontramos, en plural, porque me sorprendo al comprobar que admitir abiertamente mi “odiosa” condición de “esposo engañado” no me resulta tan humillante como había previsto. Bueno, engañado tampoco es la palabra ya que Juan, el amante de mi mujer, es amigo mío y le conozco bien.
Una tarde estaba en casa, yo notaba como se le iban abriendo los ojos a Esperanza a medida que Juan acortaba distancias hasta quedar tan sólo a unos centímetros de ella, escudriñándola con la mirada. Así, tan cerca, era capaz de ver perfectamente las manchas avellana de las pupilas de su “novio” y la doble hilera de espesas pestañas que enmarcaban sus ojos. A través del espesor del albornoz, sentía el calor que desprendía el cuerpo fuerte de su “macho” y como sus propios miembros empezaban a tensarse. La esencia del olor de su piel, limpia y masculina, invadía las fosas nasales de mi mujer y se encontró a si misma aspirando profundamente para retenerla toda bajo mi mirada aprobadora y consentida. Por el contrario, la mirada de Juan la mantenía a ella inmóvil.
Sus ojos, de un marrón intenso, estaban clavados en ella, desnudándola, como si intentara ver lo más profundo de su alma enamorada. Tan intensa era su mirada que Esperanza tuvo que contener la respiración y de repente, noté como si le pesaran mucho los párpados y que se le cerraban en una lánguida anticipación de entrega. Pero él no la tomó en sus brazos. Levantó la mano y empezó a restregarle cariñosamente los nudillos por la mejilla, lo suficiente como para sentir su dedo meñique rozándole la comisura de los labios.
– Bonita, preciosa – musitó él con voz ronca – Eres un bomboncito, y tu marido es un cabrón por compartirte conmigo.
Tras pronunciar estas palabras, dio media vuelta bruscamente y pegó un tirón a la trenza que suele hacerse ella para la noche. Esperanza movió la cabeza dejando que sus largos rizos azabaches cayeran sobre su cara. Pensé que el cabello era lo mejor que tenía mi esposa.
En los inicios de nuestro matrimonio, hace ocho años, intentaba convencerla de que, de vez en cuando, se lo cortara con un estilo más moderno pero pronto tuve que desistir. No había llevado el cabello liso desde que era niña y cuando se lo soltaba formaba una oleada de rizos lujuriosos que le caían casi hasta la cintura.
– Eres una morenaza – suele decirle Juan en tono de piropeo.
Sin embargo, sólo Juan la ve con el pelo suelto pues yo la veo con el cabello apartado de la cara y recogido cuidadosamente en un moño, como suele llevarlo durante el día para mí. Juan tomó asiento en un confortable sofá, al lado de Esperanza, mientras yo preparaba un tentempié para la cena. Cocino como un profesional.
Después del ágape, Esperanza se sobresaltó al darse cuenta de que me dirigía a ella y tomaba asiento a su lado. Esperanza entre los dos. Juan llenó de nuevo las copas y cuando me incliné para recoger la mesa, olí el perfume almizclado de Esperanza que se amalgamaba con la tan conocida esencia masculina de la entrepierna de Juan, que me invadió a la vez. La combinación de toda una serie de factores, me hacían sentirme medio amodorrado, soñoliento y cachondo. La comida abundante, el exceso de vino…
– Seguid sentados – les dije – Yo os traeré el café.
Juan se apoltronó junto a ella en el sofá y poco tiempo le faltó para tomarla entre sus brazos hercúleos. Su aliento era dulce. Una suave mezcla del perfume del vino tinto y el tenue eco del cigarrillo rubio. El besazo que le dio la hizo estremecer como una niñata principiante.
– A tu maridito no le importa, querida – le dijo – Me moría de ganas de morrearte.
Aquella vez, cuando sus labios se acercaron a los de mi esposa, noté como ella respondió a su beso, pero también solo por un corto espacio de tiempo pues, al oír que me acercaba, se apartó de él con delicadeza. Yo venía cargado con la bandeja del café y Esperanza se levantó para ayudarme. Mi sonrisa cómplice le dio a entender que no me había olvidado de nada, lo que provocó que el rubor subiera a sus mejillas. Puse música y nos acomodamos los tres en aquella estancia tan cálida y agradable. Esperanza y Juan en el diván y yo sentado, con las piernas cruzadas, en la alfombra junto a ellos.
Esperanza se sentía a gusto y feliz, pero muy cansada. Apoyó la cabeza en el hombro de Juan y dejó que se le cerraran los párpados, segura de que no nos importaría que se quedara adormilada unos minutos.
Cuando se despertó estaba totalmente estirada en el sofá, entregada. Se sentía algo tensa, pero no incómoda. Se sentó de nuevo. Estaba desorientada, se miró el largo cabello y se dio cuenta de que lo llevaba suelto y despeinado. Dejó que sus bien torneadas piernas le colgaran con dejadez por el lateral del sillón y se desperezó levantando los brazos por encima de la cabeza como una colegiala mal educada, desentumeciendo los agarrotados músculos de su recta espalda. No pudo evitar fijar la mirada en la dura tirantez de los glúteos de Juan y deslizarla después por el resto de su cuerpo cuando este se quitó el albornoz. Tardó tan sólo dos segundos en poder asimilar lo que estaba viendo pero fue la expresión de la cara de Juan lo que más loca la puso. Tenía los ojos cerrados.
Permaneció quieta, de pie, y escuchó el ligero gemido que se le escapó a su Adonis de entre los labios. Se quedó sin habla al darse cuenta de la razón por la que él había suspirado. Al fin y al cabo, también ella y en más de una ocasión, le había forzado a tal extremo en mi presencia y colaboración. Esperanza abrió sus ojazos de par en par, sintiendo la punzada de los celos cuando vio mis labios en torno a la enorme cabezota bulbosa del pene de Juan y mis mejillas tan hinchadas como si lo tuviera todo entero en la boca. Hubiera debido sentirse horrorizada por lo que ella estaba viendo, sin embargo estaba más que fascinada. Yo seguía chupando y lamiendo con sumo entusiasmo el tallo de Juan, mientras este me acariciaba la cabeza con sus dedos.
Esperanza se quedó paralizada cuando él dobló el cuello para atrás y yo apreté sus orondas nalgas con mis manos, sobándoselas y estrujándoselas de forma que daba la impresión de que mis uñas podían herir la piel de Juan. Lo apreté de tal manera y con tanta fuerza, que mi cara quedó enterrada en las ingles del gigante, cuyo demencial tallo se deslizaba de tal forma en el interior de mi boca que, luego, dijo Esperanza que debía llegarme hasta cuatro dedos más profundo que el fondo de mi garganta. Lo cierto es que yo estaba disfrutando. Tenía los ojos cerrados y mi cara rebosaba placer por todos los costados.
De mi ocupadísima garganta salían sonidos parecidos a pequeños maullidos mientras arañaba, con saña y sin descanso, las peludas nalgas de Juan y él entraba y salía con ritmo cada vez más rápido de mi boca, cachonda y acogedora.
Mi mujer estaba excitada contemplando esta escena. Imaginaba sin dificultad lo que yo experimentaba entonces. Un sabor amargo, agrio y salado en la lengua y la carne, cálida y rígida, que ponía en tensión la sensible piel del interior de mis mejillas. Entonces la calma desapareció. Las anchas caderas de Juan se movían convulsivamente de arriba a abajo y su cara mostraba un rictus de éxtasis. Esperanza se imaginó el fuerte movimiento de succión que yo ejercía sobre la endurecida polla de Juan. Casi era capaz de sentir en su coño la excitación que él experimentaba en mi boca.
Era Juan tan hermoso en aquella posición, que contemplarlo se convertía para mi mujer en un verdadero deleite. Esperanza se llevó la mano a la entrepierna y empezó a frotarse lentamente. Cuando Juan alcanzó su esperada crisis, emitió una exclamación triunfante. Yo lo agarré aún más fuerte, como si en ello me fuese la vida, para engullir con auténtica gula el torrente caudaloso de semen que salía a borbotones de su cipote con el espesor del más recio de los engrudos. Por un momento permanecimos inmóviles. Yo seguía con él, ahora flácido, pollón en mi boca y lo único que se oía en la habitación era la respiración entrecortada de Juan. Esperanza continuaba frotándose rítmicamente el chumino con la palma de la mano y cuando Juan pudo recuperar el ritmo normal de su respiración, se inclinó y cogiéndome por los codos, me puso de pie. Se besaron apasionadamente en la boca. Luego él se arrodilló lentamente, como si quisiera rendir homenaje a mi mujer después del placer que yo le había proporcionad. Sus manazas vagaron, con mucho cariño, por la suave piel de los muslos y se recrearon sobremanera en los rizos oscuros del pubis de mi esposa.
Esperanza tuvo que coger aire al ver como yo desplazaba ligeramente el peso de su cuerpo y separaba sus piernas para que él, y también yo, pudiésemos ver los rosados y coralinos pliegues de carne femenina que se escondían entre ellas. Podía incluso oler el aroma dulce y punzante de su chocho. Seguía oliendo a frescor y limpieza. A flores exóticas. Limón y especies mientras que el de Juan era mucho menos delicado en aquellos momentos. El sudor y un acre olor a cipote, parecían brotar de él en oleadas. De todas maneras se formó una característica fragancia de la excitación, tanto masculina como femenina, que llenó la atmósfera de la estancia.
Hipnotizado, contemplé como Juan apartaba con delicadeza los labios externos que ocultaban, en su interior, los pliegues más sensibles. Los recorrió con un dedo, casi con adoración, una y otra vez, cuando lo penetró, mi mujer emitió un gemido. A continuación empezó a mover las caderas para que el dedo de Juan pidiera llegarle hasta el fondo. El bajó las manos para cogerla por fin de las caderas y situarla al borde del sofá. Entonces se hundió en ella y se enterró en el dulce calor de su conejillo.
Esperanza estiró los brazos para dejar que Juan la doblara hacia atrás de modo que los 105 kilos de él cayeran sobre su pubis y se inclinó para poder penetrarla más profundamente. Se corrieron los dos a la vez
Esperanza está contenta de saberse poseedora del poder necesario para dármelo todo en la boca y también saber a la perfección seducir y enardecer a dos hombres a la vez.
Muchos besos y hasta otra.