Relato erótico

Deportista e infiel

Charo
17 de agosto del 2019

Su mujer salía cada día a correr un poco, le gustaba estar en forma. Un día la vio hablando con un desconocido, era Enrique y lo había conocido porque hacia el mismo recorrido que ella. Ella le contaba que Enrique era muy agradable y que le había dicho que era muy guapa. Sintió celos, pero al mismo tiempo le ponía cachondo imaginarse a su mujer con otro

Federico L. – SEVILLA

Me sorprendió excitarme cuando vi a mi mujer, Encarna, hablar con un desconocido. Ella me contó luego que habían corrido juntos por la pista y la elogió por el fondo físico que tenía y por lo bien que corría. Ahí empezó todo. Se presentaron con nombres y teléfonos y a partir de entonces, cada mañana, solían correr juntos, y aunque yo prefería ir al club a jugar al tenis, esa vez quise correr un poco.

No puedo negar que sentí celos al ver correr a mi mujer con ese desconocido, pero al mismo tiempo, experimenté una erección que no entendí. ¡Me excitaba ver a mi mujer, aparentemente seducida por otro! Ya en casa, mi mujer me habló de su nuevo amigo. Se llamaba Enrique y era médico. Hablaban y a veces corrían juntos. Poco a poco me acostumbré a preguntarle cada día a mi mujer, cómo le había ido con Enrique, de que habían hablado, que habían comentado. El que mi mujer me dijera lo que hablaba con Enrique me calentaba. No podía evitar experimentar una erección de inmediato.

Ya se imaginarán cómo me sentí cuando mi mujer me comentó que Enrique le había dicho que tenía un trasero estupendo y que desde la primera vez que la vio correr delante de él, lo calentó. Poco a poco fueron subiendo de tono los diálogos de mi mujer con Enrique, pero por mi parte, gozaba cuando me los contaba. Me calentaba mucho y esperaba con ansiedad la noche para follármela mientras me comentaba cosas de Enrique. Mientras follábamos le preguntaba si le gustaría follar con él, si le gustaría verle la polla, si le gustaría agarrársela o chupársela. Con la calentura de la follada, todas sus respuestas eran afirmativas. Eso me calentaba al máximo y terminaba corriéndome.

Así pasó algún tiempo hasta que una tarde fuimos con mi mujer a tomar unas copas. Ya entonados, le confesé que no sabía quién de ella, Enrique o yo, estaba más ansioso de que por fin follaran. Si Enrique por jodérsela, si ella por joderse a Enrique o yo porque se jodieran.

Con las copas y ya con una tremenda calentura, se me ocurrió decirle:

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– ¿Por qué no lo invitas a la casa hoy mismo?

¿A casa? – dijo mirándome sorprendida.

– Por supuesto – le dije – No vas a arriesgarte a ir a hacerlo en el coche o te vas a meter en cualquier hotel. ¿Qué mejor que en casa? Que llegue normal, aparque normal y venga como si fuera un amigo. ¿Quién va a sospechar a lo que va?

¿De veras lo consentirías? – me preguntó Encarna.

– Mira cómo me tienes – le dije al tiempo que le cogía la mano y la colaba en mi endurecido miembro.

Ni lenta ni perezosa, Encarna llamó por teléfono a Enrique y lo invitó a casa a tomar un café. Obviamente, Enrique se sorprendió.

– ¿A tu casa?

Sí, a casa. ¿Tienes miedo?

– No, de ninguna manera, pero, ¿tu marido?

No va a estar, porque va a atender unos asuntos por la noche.

Yo mismo le sugerí a Encarna la ropa tenía que ponerse. Confieso que imaginarme que Encarna follaría con otro, me tendía excitadísimo. Le sugerí una blusa de botones y una falda larga con botonadura al frente, que se abría completa. Además, le pedí que se pusiera botas. Encarna, por su parte, escogió la ropa interior. Un sujetador blanco con encajes y muy transparente y unas diminutas braguitas blancas, también transparentes.

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Llegada la noche, le dije a Encarna que me iba al cine, y que al volver me lo contaría todo. Nos dimos de plazo tres horas. Le di un beso y le dije:

– Pórtate de maravilla.

Bajé a la planta baja para salir mientras que Encarna se metía en la ducha. Salí de casa y aparqué mi coche en una calle de al lado para que no lo vieran. Regresé a pie y abrí con cuidado la puerta para no hacer ruido y me fui al cuarto de servicio donde hay una ventanilla desde donde se ve perfectamente toda la sala.

Allí, con la boca seca de la excitación, con una erección tremenda, sin que mi mujer se enterara esperé la llegada de Enrique. Cuando sonó el timbre de la casa sentí un vuelco en las entrañas. La casa tiene dos entradas al frente. La principal y otra, a la izquierda, que va a la cocina. Una reja de unos dos metros limita la casa con la calle y protege al jardín que está enfrente. Encarna se asomó por la puerta de la cocina y llamó a Enrique. La reja no tenía llave y le dijo que la abriera. Enrique entró con mucha seguridad, tal como se lo había pedido Encarna. Cuando llegó con ella la abrazó de inmediato.

– Pensé que estarías con una bata o un camisón

¡Que piensas! – exclamó ella riendo.

De inmediato Enrique la abrazó y le empezó a besar el rostro, la boca, el cuello…

– ¡Espérate…!

Encarna lo cogió de la mano y lo llevó a la sala. De nuevo Enrique se abalanzó sobre Encarna y siguió abrazándola sin parar al tiempo que la besaba. Por mi parte, sentía que me corría al ver a mi mujer en pleno ligue con otro.

– ¿Quieres una copa? – preguntó Encarna.

– No, así está bien – respondió Enrique

Déjame poner música, entonces.

La sala estaba iluminaba apenas por una luz mortecina que despedía una lámpara de mesa. Cuando Encarna se acercó al aparato para elegir la música, Enrique llegó por atrás y se apretó contra ella al tiempo que le besaba el cuello.

Eso la mata, pensé en mi escondite. Siempre me ha dicho que eso la mata.

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Enrique la cogió de la cintura y la apretó fuertemente. Seguro que Encarna sintió allí, en sus nalgas, la erección de su verga. Abrazada, Enrique la llevó al sofá y la sentó. Enseguida empezó a quitarse la ropa. Él se sacó la camisa, los zapatos, los calcetines y los calzoncillos quedaron en el suelo. De pronto, Encarna vio frente a ella a un hombre totalmente desnudo que le mostraba un pedazo de polla tiesa y vibrante.

De nuevo estuve a punto de correrme, con la respiración agitada y una sequedad de garganta que jamás había sentido.

Desnudo, Enrique se arrodilló frente a Encarna y empezó a desabrocharle la falda empezando por abajo. Uno, otro botón, otro más, hasta que llegó a la cintura. Abrió la falda y pudo mirar las blancas piernas de Encarna y esa transparente braguita. Enrique abrió las piernas de Encarna, se metió entre ellas y cogiéndola de las pantorrillas empezó a besarle las rodillas, para luego subir por los muslos. Encarna echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Enrique metió las manos debajo de la falda y las llevó a las caderas para bajarle la braguita.

Mientras le bajaba la prenda, seguía besándole las piernas, hasta que le separó un pie y luego el otro, y enseguida se lanzó como una fiera en celo sobre el matorral de Encarna. Un matorral que forma un impresionante triángulo en su entrepierna. Frotó su cara en el follaje, una, dos, tres, quién sabe cuántas veces y luego buscó con su lengua la anhelada hendidura. Pero, incómodo, Enrique tomó de las nalgas a Encarna y la tiró hacia la orilla del sofá, la cogió entonces de las piernas, se las alzó y las separó descansándolas en sus brazos, que servían de firme palanca.

El coño y la estupenda pelambrera de Encarna quedaron expuestos y yo me apreté la verga para contener la corrida. Yo nunca había colocado así a Encarna, pero sentí una extraño cóctel de sentimientos: celos, excitación, envidia…

Enrique empezó a mamar ese pastelito que tenía a su entera disposición. Encarna parecía una rana crucificada con las dos piernas abiertas, al aire y encogidas contra su cuerpo. Enrique se deslizaba de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en el húmedo coño de Encarna y luego tamborileaba la lengua como si fuera un martillo.

Le comió el coño hasta que Encarna no aguantó más y después de un explosivo orgasmo, le bajó las piernas y la miró exhausta, saboreando todavía la tremenda mamada de coño que había recibido.

Se levantaron, iban desnudos, se abrazaban y se movían rítmicamente. Así, ensartados, fueron inclinándose hasta quedar en la alfombra. Se besaban apasionadamente y entonces él dijo:

– Paremos un momento, no aguanto más.

Recuperadas las fuerzas, Enrique se quitó a Encarna de encima y la recostó boca arriba a su lado. Se levantó y enfrente de ella le flexionó las piernas y le metió la polla hasta el fondo. Se la follaba con rapidez y no paraban de gemir.

El aullido de los dos quedó en uno solo. Fue una corrida esplendorosa. Y por mi parte, no pude aguantar más. Estoy seguro que me corrí al mismo tiempo que ellos. Fue una experiencia inolvidable que mejoró notablemente mi vida sexual.

Después de que Enrique se marchara, salí cuidadosamente de la casa, fui por mi coche y volví, fingiendo que llegaba del trabajo.

Encarna ya se estaba bañando y le pregunté cómo le había ido.

Ahora te cuento – me dijo.

La esperé en la cama, con la verga a tope, para que me contara lo que yo había gozado directamente. Y aunque yo había visto todo, el que Encarna me lo relatara de nuevo, me hizo calentarme al máximo y tuvimos una follada como nunca.

El que otro deseara y se follara a mi mujer, me hizo desearla más. Como si el deseo de otro por ella, acrecentara mi interés y mi deseo por ella. Una explicación extraña, pero ¿saben? muy gratificante.

Hasta otra.

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