Relato erótico

Me dejé llevar

Charo
10 de septiembre del 2019

Le gusta leer los relatos de Clima y se ha animado a contarnos una “cosa” que le pasó justo antes de casarse.

Marta – Valladolid
Me llamo Marta, tengo 32 años, soy asidua lectora de tus revistas y tengo muchas experiencias, pero para que te des una idea de cómo soy en lo referente al sexo, relataré lo que hice cuando me iba a casar, hace unos años.
No soy fea, aunque tampoco una belleza despampanante, pero siempre mi cuerpo me ha ayudado a conseguir un hombre cuando lo necesito. Tengo buenas tetas, cintura estrecha y un culo redondo, duro y respingón.
Trabajo de secretaria y en la oficina solo somos solo cuatro personas, mi jefe incluido. Los otros dos compañeros son un hombre, Abel, y otra secretaria, Carmen. Abel es un chico de 25 años, robusto sin ser gordo y bastante guapo aunque de mal carácter. Nos conocemos desde hace dos años y siempre ha estado enamorado de mí, aunque nunca me lo ha dicho directamente. Nunca vio con buenos ojos a mis amigos, mucho menos a mi entonces novio, encontrándoles todos los defectos del mundo. Yo nunca me sentí atraída por él, pero me sentía halagada de saber que yo le gustaba y que me deseaba.
Abel me invitó a comer en dos o tres ocasiones y siempre lo rechacé, lo que hizo que a veces me tratara de forma cortante, pero a mí no me importaba. Cuando me comprometí en matrimonio Abel se volvió aún más frío.
Una tarde, dos días antes de mi boda, mi jefe y Carmen ya se habían marchado, Abel estaba en otro cuarto sacando unas copias, y yo aproveché para terminar unos asuntos antes de irme y para hablar por teléfono con mi novio. Mientras hablaba, yo veía que Abel me espiaba de reojo, con cara de pocos amigos y es que Joaquín, mi prometido, se calentaba con facilidad, aunque nunca habíamos tenido relaciones sexuales, solo caricias y besuqueos, y empezaba a decirme todo lo que quería hacerme. El escuchar todo eso y saber que Abel me espiaba, hizo que me excitara muchísimo y empecé a tocarme discretamente. Creo que Abel se dio cuenta, porque de repente entró visiblemente molesto y me dijo:
– El teléfono no es para decir marranadas, otras personas lo necesitamos.
Lo miré sorprendida y molesta. Me despedí de Joaquín rápidamente, colgué y fui en busca de Abel. Estaba muy caliente y esa interrupción me había molestado muchísimo.
– Bueno, ¿tú de qué vas? Si te molesta que hable con mi novio, no es mi problema – le dije bastante enfadada.
-¿Tu novio? – exclamó – ¡bonito novio tienes!
– ¿Qué tienes contra él? – pregunté muy seria.
– Es el más estúpido que conozco. Hace falta serlo para casarse contigo.
Eso me sorprendió. Sabía que yo le gustaba, pero jamás lo había visto tan celoso y tan grosero. Pero, de un modo extraño, el verlo así me excitaba.
– ¿Por qué dices eso? – le pregunté.
– Todos sabemos la clase de mujer que eres.
Excitada, pero molesta, le pregunté:
– ¿Qué clase de mujer soy?

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– Olvídalo.
– ¡No, ahora me contestas! ¿Qué clase de mujer soy, según tú?
– De las que se meten con uno y con otro.
– ¡Mi vida es muy mía y lo que yo haga no te importa!
Me retiré a mi despacho muy molesta y lo dejé allí solo. Sin embargo su actitud me había calentado mucho. Saber que el deseo reprimido lo hacía hablar así era algo que me había gustado. Fue entonces cuando el demonio del deseo se apoderó de mí. Saber que mi boda estaba a la vuelta de la esquina, saber que mi deseo era pecaminoso, me dominó por completo. Mi relación con Joaquín y mi dignidad pasaron a segundo término. Solo pensaba en satisfacer mi malsano deseo. Ya nada me importó y fui a buscar a Abel. Lo encontré en su despacho, furioso aún.
– ¿Estás celoso? – le pregunté, retadora.
– ¿Qué te importa? – me contestó, sin girarse a mirarme.
-Sé que siempre te he gustado y que estás cabreado porque me voy a casar – dije mientras me quitaba la chaqueta y me arrodillaba, a un par de metros de él – y quiero darte un regalo de despedida.
Se giró y me miró extrañado.
De rodillas, empecé a quitarme la blusa dejando a la vista mi sujetador azul. Nos miramos sin decirnos nada. Se levantó, se acercó a mí y pude ver que su verga empezaba a crecer bajo su pantalón, ya que la puso a unos centímetros de mi cara. Me quité el sujetador súper excitada, y le dije:
– Te regalo este cuerpo. Es tuyo por el resto de la tarde, haz con él lo que quieras.
Una sonrisa se dibujó en su rostro y mientras se bajaba el cierre del pantalón, me dijo:
– Ya sabía que eras una putón y los putones necesitan polla.
Se la sacó y la acercó a mi cara, yo entreabrí los labios y le miré a los ojos. Él, me puso una mano en la nuca y me atrajo hacia su tranca.
– Ahora vas a mamármela, Marta, guarra – dijo.
Escuchar sus insultos fue la gota que derramó el vaso. Sin pensarlo, con mi mano tomé su verga, dura y gruesa, y empecé a besarla, a lamerla arriba y abajo, desde la cabeza hasta los huevos, ensalivándola por completo. Abrí mis labios la empecé a engullir poco a poco, acariciándola con mi lengua, saboreando su sabor. En ese momento no era yo la futura mujer de Joaquín, sino la zorra particular de Abel, dedicada en cuerpo y alma a complacerlo, era su esclava, sin voluntad propia. Abel ya se había despojado de la camisa y el sudor de la excitación ya cubría nuestros cuerpos. Se retorcía de placer ante mis chupadas y un torrente de insultos salía de su boca.
– ¡Qué buena eres para mamar, Marta! ¿Cuántas pollas has mamado, eh? ¡Sigue chupando, porque vas a tragarte mi leche! ¡Voy a dejarte lista para tu maridito y para todos los que vengan!
Yo seguía mamando, intentando meter todo su pollón en mi boca aunque ya la sentía tocando mi garganta y sentía sus huevos en mi barbilla. Era lo máximo. Deseaba hacerlo acabar, recibir su leche en mi boca, tenía que saborearla, sentirla en mi lengua y en mi garganta, sin desperdiciar nada. Tragar el semen de alguien que no es mi pareja siempre ha sido para mí la prueba máxima de sometimiento a un hombre. Me encanta hacerlo y esta no iba a ser la excepción. Sin embargo, cuando parecía que se correría en mi boca, me agarró de los cabellos y apartó mi cabeza, sacando su polla.

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– ¡Espera, putita, todavía tengo que follarte! ¡Levántate, súbete a la mesa
y abre las piernas!
Lo obedecí, quitándome la falda y mi tanga, me tendí sobre el escritorio y abrí las piernas esperando su acometida. Abel se acercó y sin previo aviso, me penetró de un golpe, insultándome e iniciando un metisaca salvaje. Era doloroso, pero por eso me excitaba. Sentirlo sobre mí, poseyéndome, era enloquecedor.
– ¿Tienes crema, Marta? – me preguntó mientras me follaba – Voy a darte por el culo.
No dije nada, pero haciendo un esfuerzo alcancé mi bolso y sin quitarme a Abel de encima, busqué mi crema facial y se la entregué. Él me continuó follando unos momentos y luego empezó a separarse.
-¿Qué me vas a hacer? – le pregunté, haciéndome la tonta, pero presa de la excitación.
-No quiero dejarle ni un agujero a tu maridito… ¡Gírate!
-¿Como dices? – exclamé.
-¡Que te gires! -gritó y me giró sobre el escritorio y dejando mis nalgas al aire – ¡Como si no supieras lo que te espera!
Me untó crema en el agujero del culo, metiendo un dedo de vez en cuando y luego dos. Yo solo cerraba los ojos, disfrutando aquella “intrusión”, esperando el momento de ser follada por detrás por aquel hombre salvaje. Se acercó a mí y me susurró al oído:
– Lo deseas, ¿verdad? – pero yo no contesté y me repitió casi gritándome –
¡Dime que lo deseas! ¡Pídeme que te folle por el culo! ¡Sé que te gusta!
– Sí…fóllame… fóllame por donde quieras, Abel… soy tuya… – gemí.
Acercó su verga a mi culo, la frotó un momento, y lentamente empezó a meterla, gimiendo de placer. Me tomó de los pechos fuertemente, hasta casi lastimarme. Mis pezones endurecidos sintieron la rudeza de la caricia y eso me calentó aún más. Cerré los ojos, sintiendo como entraba en mí. Dolía, pero era maravilloso. Poco a poco me la metió hasta que estuvo toda adentro. Yo ya jadeaba, presa de la excitación y le pedía que me enculara más.
-¡Fóllame, Abel, fóllame. Métemela toda en el culo, soy tuya. No le dejes nada a Joaquín, dámela toda!
-¡Eres mía, mía… mía! – decía él mientras me enculaba violentamente, apretaba mis senos, me tomaba de las caderas y luego regresaba a mis pechos.
Yo, ya no podía más. Ese hombre, al que nunca había hecho caso, me estaba dando más placer que muchos otros. Nuestros cuerpos sudorosos se estremecían ante aquella fenomenal follada y prohibida.
Abel finalmente se corrió dentro de mí, dentro de mi culo. Derramó tanta leche que notaba como resbalaba por mis muslos. Se mantuvo dentro de mí hasta que los espasmos de su eyaculación terminaron.
Lo disfruté con los ojos cerrados, recibiendo su leche dentro de mí. Cuando pensé que todo había terminado, me hizo bajar de la mesa y me ordenó que me pusiera de rodillas otra vez.
– ¡Todavía no he terminado contigo, Marta! – dijo acercándome su verga, aún tiesa y dura, embadurnada de semen, y me ordenó – ¡Chúpamela otra vez, límpiala bien y no escupas nada!
Ni falta hacía que me lo dijera, la engullí, saboreando su semen y mi propio sabor. Era algo delicioso. Y era increíble cómo, sin perder su dureza, su polla se puso a punto nuevamente. Solo que ahora él me dejó mamársela a mi antojo, sintiendo el fuerte sabor de su esperma.

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-¡Sigue, putita, sigue! – decía él, con los ojos cerrados y contorsionándose por la fuerza de mis mamadas – ¡Vas a tragártela todo! ¡Eres una guarra traga leche! ¡Trágatela entera, yaaa…!.
Se corrió en mi boca. Gruesos chorros de espesa leche inundaron mi boca, pero no dejé escapar nada. Abel me sujetaba la cabeza, obligándome a tener su polla dentro de mi boca y me mantuvo así hasta que terminó de echar su semen. Lentamente me separé de él, aún de rodillas, lo miré fijamente a los ojos, abrí mi boca repleta de su semen y se lo mostré.
– ¡Trágatela, cómetela toda! – me ordenó.
Cerré mi boca y lentamente me la tragué, sin dejar de mirarlo. Él, observó complacido como mi garganta se movía mientras comía su leche. Nos levantamos, medio limpiamos el lugar y nos preparamos para irnos.
– Eres una golfa, Marta -me dijo mientras cerrábamos la oficina- ¿Tu novio lo sabe?
– No sé – le dije.
– ¿Cuando puedo follarte otra vez? Tengo mucha leche para ti – me dijo.
– Ya veremos.
– Quien te viera, no se imaginaría lo mamona que eres – y repitió – Cuando quieras, mi verga es para ti.
No dije nada y me fui. A los dos días me casé y sentí algo de culpa con mi marido, pero no dije nada. A mi pesar, el recordarlo me seguía excitando. Abel y yo seguimos trabajando juntos, pero ya no ha habido nada más.
Sí lo he pensado, pero sería muy poco espontáneo. Necesito que sea lo más morboso posible. El pobre me lo ha pedido muchas veces, pero no le hecho caso.
Ha llegado a amenazarme con contarle todo a mi marido, pero no creo que lo haga. Cuando yo vea que está realmente decidido a hacerlo, y que mi matrimonio está en peligro, solo entonces existirán los elementos necesarios para follar con él otra vez. El peligro es un gran afrodisíaco. Y me encanta.
Besos, querida Charo.

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