Relato erótico

Masaje, relax, y…

Charo
24 de mayo del 2019

Eran muy buenos amigos y aunque ella tenía novio, se veían a menudo. Nuestro amigo, por hobby, había hecho un curso de masajista. Aquella tarde ella le llamó y le dijo que le dolía la espalda, le preguntó si podía hacerle un masaje y él aceptó…

Roberto – BARCELONA
La llamaré Eva. Rubia, 25 años, cuerpo menudo, piel dorada por el sol por hacer topless en su terraza, pechos grandes, firmes y desafiantes, en pocas palabras, una fémina que cortaba el aliento. ¡Y era mi amiga! Pero era solo eso y yo no me hacía ilusiones.
Tenía un novio que al parecer la atendía muy bien, a juzgar por lo que disfrutaba al contar sus aventuras en la cama. Aunque soy algo mayor que ella, éramos muy buenos amigos desde hacía tiempo, hablábamos de todos los temas, y ella había descubierto mi afición por los masajes. He aprendido a hacer un tipo de masaje muy suave, lento y sensual, usando aceites aromáticos, y aunque no me dedico profesionalmente, por lo que me dicen quienes lo han recibido, es realmente bueno.
Ella se quejaba de estar siempre estresada y le aseguré que podía calmarle esos dolores de espalda y ayudarla a dormir mejor y un día me pidió una primera sesión. Le expliqué que me era imprescindible usar aceites sobre la piel, por lo que debía animarse a sacarse algo de ropa. Ella estuvo de acuerdo, se sacó la blusa y se acostó boca abajo, dejándose los vaqueros puestos, pero yo le expliqué que debía soltarse el sujetador para trabajar más cómodo con el aceite aromático. No hubo objeciones. No lo podía creer cuando vi su espalda desnuda. ¡Que perfección! Y aunque por la confianza y el respeto que nos teníamos no me hacía ilusiones de nada.
Estuve 20 minutos trabajando su espalda. Le encantaba el aroma y la sensación del aceite sobre su piel y la oía ronronear bajo mis manos. Cuando llegó el momento de cambiar de posición, le dije que la iba a dar vuelta suavemente y al hacerlo tomé cuidado de llevar su sujetador de manera que cubriera pudorosamente sus pechos. Aunque era mi amiga, a toda costa intentaba yo mantener una actitud respetuosa y profesional y no planeaba aprovecharme de la situación. Pero no estaba preparado para su reacción. Tan pronto quedó boca arriba, sus pechos increíbles apenas cubiertos, hizo un mohín entre fastidio y picardía, me sonrió y dijo:
– Esto me molesta.
El sujetador fue a parar al otro lado de la habitación y yo tuve que tragar saliva y sujetarme para no arrojarme sobre su cuerpo. Allí estaba ella, delicadamente vulnerable, sus ojos entrecerrados, sus turgentes pechos coronados por aréolas pequeñas y rosadas, y esos dulces pezones, erguidos ya, que me invitaban a tocarlos. Pero aquella vez no lo hice y como pude logré serenarme y continuar con el masaje. Así transcurrió aquella primera sesión, y ella planteó el ritmo que tendríamos a partir de allí. De vez en cuando me llamaba:

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– Roberto… la espalda me duele… ¿no me harías un masajito con esas manos mágicas…?.
Yo balbuceaba por el teléfono algo así como que lo intentaría y apenas llegaba empezaba a quitarse la ropa. Yo le suplicaba que tuviera piedad de mí, que siguiera el procedimiento más “profesional” de cambiarse en el baño y cubrirse un poco, que cualquier día me iba a dar un infarto. Ella solo sonreía y me miraba pícaramente, mientras la ropa parecía volar de su cuerpo.
Así pasaron cuatro o cinco sesiones de masaje. Cada una era distinta. Le enseñé a sentir cada centímetro de su piel, a dejarse llevar por lo placentero de la experiencia, a esbozar algún que otro masaje erótico. Poco a poco se iba animando, ¿o es que me provocaba?, más y más, hasta que ya recibía el masaje quedándose solo una tanga, más sensual y diminuto cada vez. Era un poema verla retorcerse suavemente de placer bajo mis manos. La muy pícara sonreía, pasaba su lengua por sus labios, y a veces susurraba:
– ¡Aaaah… siií… qué bien lo haces… aaaah… cómo me gusta que me acaricies así…!.
Era su juego y lo sabía jugar muy bien. Altamente peligroso, pero ella sabía cómo jugarlo… y con quién hacerlo. Sabía que podía confiar en su amigo, y por eso se aprovechaba. Yo me tomaba mi tiempo, aunque no sabía si alguna vez tendría alguna posibilidad. Quizá no era tan importante, por ahora. Sabía que, de todos modos, ella no tenía razones para decidirse por mí, además de que su novio la tenía bien satisfecha. Pero por el momento, acariciar a voluntad el cuerpo de una diosa tan sensual como inaccesible no era algo que cualquier mortal pudiera hacer… ¡y ella me dejaba hacerlo!
Hasta que llegó esa tarde. Mi corazón se derretía al escucharla por el teléfono:
– Roberto, hoy estoy fatal. Necesito por lo menos una hora de tus manos sobre mi piel, ¿podrás…?.
¿Qué sí podía? ¿Cómo se le dice que no a una diosa como ella? Era una cálida tarde de verano. Abrí la puerta y allí estaba Eva, en jeans y su top rojo de hilo que lucía directamente sobre la piel y una sonrisa de infarto. Hoy no quería perder tiempo. Se dirigió a la cama mientras se sacaba el top y me decía:
– Ay, Roberto, no te puedo decir como tengo los hombros. Tócame, vas a ver… – el vaquero ya había caído a sus pies dejándola con un diminuto tanga rosado – y aquí… – señalaba sus pectorales y sus pechos, que me miraban descaradamente desnudos – … no sabes cuanta tensión tengo aquí… – y acariciaba su culo – … hazme algo, por favor…
Se tendió boca abajo sobre la cama y comencé el masaje normalmente, es decir, tan normalmente como podía en esas circunstancias. Esta tarde la notaba particularmente sensible. Reaccionaba como nunca a mis caricias que iban eliminando las tensiones que su cuerpo cargaba, mientras ronroneaba sensualmente. Cuando la di vuelta, mientras aplicaba discretamente el aceite entre sus pechos desnudos, ella extendió sus manitas, tomó como distraídamente mis manos y me las llevó, deslizándolas sobre aquellas tetitas de ensueño. No me hice rogar. Se sentían suaves, cálidas, dulces y firmes.

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Mi cuerpo comenzó a reaccionar. Pero si abrigaba alguna esperanza, ella se encargó de desalentarme. Cuando me puse más audaz y me quise acercar a los límites de su tanga, esas mismas manitas me alejaron, para mi profunda decepción. Pero no había fastidio ni reproche en su gesto. Solo esa sonrisa pícara y el juego, su eterno juego. Mientras terminaba el masaje, mi pobre amigo, perdidas ya sus esperanzas, pendía fláccido y deprimido, al parecer insensible a que las manos de su dueño todavía acariciaban a una diosa desnuda.
Al terminar se vistió, comentándome que no tenía prisa, así que pasamos al salón, le ofrecí un refresco y quedamos charlando un rato. Y no tuvimos mejor idea que hablar de sexo, contándonos mutuamente nuestras aventuras. Ya no recuerdo de qué estábamos hablando exactamente, pero nunca podré olvidar lo que pasó después. Creo que le contaba una de mis aventuras, en la que la chica en cuestión había reaccionado un tanto mañosamente. Ella hizo un comentario como disgustada, pero lo mejor fue lo que hizo: entrecerrando los ojos, acompañó su queja pasándose sensualmente las manos por sus pechos, en un estremecimiento de pasión.
Algo mágico pasó en aquel momento. Los dos nos quedamos en silencio, nos miramos a los ojos, y sin hablarnos, nos dimos cuenta inmediatamente de lo que iba a pasar. En aquel momento lo supe: esa tarde, Eva sería mía.
Como si ambos hubiéramos recibido una orden, nos levantamos lentamente. Ella caminó hacia mí, girando graciosamente hasta apoyar su espalda sobre mi pecho. En un solo movimiento instintivo, que por un instante creí demasiado audaz, pero que ella recibió como si lo hubiera estado esperando, tomé su top desde abajo y se lo saqué suave y decididamente por los hombros. Ella ayudó alzando los brazos, pero enseguida, en un leve gesto de pudor, pareció querer cubrir sus pechos con sus manos. Las mías definieron la situación: volvieron a su cintura para subir lentamente y cubrirlos, con firmeza y ternura. Los sentí plenos, turgentes, los pezones se irguieron desafiantes, como queriendo empujar las palmas de mis manos. Ella se recostó sobre mi hombro y me susurró al oído:
– Desnúdame…
Mi polla reaccionó inmediatamente y ella lo sintió, apoyándolo en su culo y moviéndose para hacer mejor contacto.
– Tócame… quiero ser tuya… – dijo.
– ¿Estás segura? – balbuceé, sin poder creerlo todavía, arrepintiéndome enseguida de mi estupidez.
– Bésame… tócame… quiero sentirte… – ronroneaba en mi oído mientras frotaba más su culo contra mi polla, duro ya como una roca.
No podía creerlo, pero allí estaba, me iba a regalar y regalarse esa tarde de placer. Comencé a desprender lentamente sus pantalones, mientras con un movimiento felino se sacaba las sandalias. En instantes quedó solo con aquel tanga rosado, que ahora sí podría quitarle.
Antes de que pudiera darse cuenta, ya la había alzado en mis brazos y la llevaba lentamente hacia el dormitorio.

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Le gustó la sorpresa y apoyó dulcemente su cabeza sobre mi pecho. La deposité con ternura sobre la cama. Gemía de una manera que me volvía loco. Mis labios comenzaron a besar cada centímetro de su piel, bajando suavemente, pero esquivando deliberadamente sus zonas más sensibles. Sabía que aquello era una gozosa tortura y sonreí pensando que yo había padecido por semanas su particular manera de torturarme. A ella le tocaba sufrir un poco ahora.
Lo que sigue os lo contaré en una próxima carta.
Besos y hasta pronto.

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