Relato erótico

Tetona, madura, morbosa y…

Charo
22 de marzo del 2019

Se quedaba solo unos días y una de sus vecinas, una madura con grandes tetas, acudió a su casa para ver si necesitaba alguna cosa. Siempre le había gustado y aquellos días hizo realidad sus fantasías.

Luís – GRANADA
Yo creo, amiga Charo, en la buena vecindad. Los vecinos son personas que se relacionan por algo más que la simple proximidad de sus viviendas. Entre ellos puede haber un sentimiento de amistad y, principalmente, de apoyo ante los problemas que uno u otro puedan tener. Un vecino apoya al otro, la mayor parte de las veces, en forma desinteresada y sin esperar nada a cambio. Sin embargo, ésta es obligada cuando el primero lo necesita, haciendo realidad el conocido lema: “hoy por ti, mañana por mí”.
Una noche de abril, mi tío Julio llamó por teléfono a mi abuela y la invitó a pasar unas semanas con él y su familia, aprovechando la boda de Sara, la hija mayor. Mi abuela, instantáneamente, manifestó su deseo por asistir, pero luego, pensó en que no podía dejarme solo. Yo no podía ir por mis estudios, ya que los exámenes del semestre estaban por empezar. Por ello, comenzó a decirle a mi tío que le agradecía la invitación, pero que no podría ir. Yo la oí y le dije que fuera, que no se preocupara por mí, que yo ya no era un niño y que podría cuidarme solo.
– Una oportunidad como esa no debes de desaprovecharla – le dije – Ve, que yo me puedo cuidar solo.
Ella se quedó dudosa y le dijo a mi tío que lo pensaría. En los días sucesivos yo me ocupé de convencerla de que no tenía razón para preocuparse por mí.
– Está bien – dijo finalmente – iré si me prometes cuidarte y alimentarte bien.
– ¡Lo prometo! -le respondí.
Tenía entonces 18 años y me había iniciado en el sexo con las clásicas masturbaciones de adolescente siempre pensando en mujeres mucho mayores que yo, porque en mis fantasías eróticas, no sé por qué, siempre aparecían mujeres maduras, con una característica común: algo rellenitas y de grandes tetas. Sabía que tenía que ser muy cuidadoso, ya que mi abuela era muy estricta en estas cuestiones y no sabría comprender mis nacientes aficiones por el sexo. Siempre buscaba momentos de soledad, a la hora de dormir, en el baño, etc., para dar rienda suelta a mis instintos sexuales.

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El primer día que estuve solo, me disponía a ver la televisión, cuando sonó el timbre de la puerta. Yo andaba por casa con short y camiseta. Así vestido, me dirigí a abrir. Era doña Consuelo, la una vecina. Tenía 55 años, morena, con el pelo recogido, no era una belleza de cara, pero siempre iba muy bien arreglada, estaba algo gordita y tenía unas magnificas tetas.
– Hola, buenas tardes, solo quería saber si necesitabas algo ahora que tu abuela se ha ido.
– ¡Doña Consuelo! – respondí sorprendido, ya que no la esperaba.
Ella me miraba con una sonrisa y yo, le respondí que le agradecía su interés, pero que me encontraba bien.
– ¿Ya has comido? – preguntó solícita.
– Sí. No se preocupe.
– Está bien. No vaciles en pedirme cualquier cosa que necesites. Pasaré después a ver cómo estás.
– ¡Gracias! – fue lo único que atiné a decir.
Ella se agachó para recoger una bolsa del supermercado que tenía en el suelo y yo advertí por su escote los grandes senos que debía esconder aquella mujer bajo el vestido. Cerré la puerta y no lograba quitarme de la cabeza el escote de doña Consuelo, por lo que planeé una masturbación memorable para esa noche, montándome toda clase de fantasías con ella. Mi abuela era muy estimada por los vecinos. Todos la saludaban con respeto y aprecio y la tenían por una gran señora. Ella los trataba con la misma cortesía y deferencia, salvo por el caso de doña Consuelo, quien siempre saludaba muy amablemente a mi abuela y buscaba su conversación, pero no recibía lo mismo en reciprocidad ya que mi abuela no gustaba de su amistad.
Ella decía que doña Consuelo no era una “mujer decente”. La realidad es que la famosa doña Consuelo estaba casada con un señor que trabajaba como supervisor de una cuadrilla de construcción de caminos, por lo que venía a la capital a visitar a su esposa uno o dos días cada trimestre, dejándola sola la mayor parte del tiempo. El estar tanto tiempo sola, la había llevado a serle infiel a su marido. Mi abuela decía que había tenido más de un amante, por lo que no le gustaba de relacionarse con ella. Yo, por mi parte, desde que oí a mi abuela decir que ella era una “traga hombres”, había comenzado a fijarme más en esa mujer, y la “utilizaba” de vez en cuando como musa de mis pajas.

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Sobre las seis de la tarde, sonó el timbre. Era nuevamente doña Consuelo.
– ¡Hola! – saludó alegremente – Vengo a ver si tienes cena para hoy. Estoy segura de que tú solo no te alimentarás bien.
– Gracias – le respondí, entre agradecido y extrañado – pero mi abuela me dejó algo de dinero, así que había pensado ir por ahí a comer una hamburguesa.
– Eso no es suficiente – dijo ella – Lo que necesitas es una buena comida casera. Regreso en un momento.
Y dicho esto, se marchó de regreso a su casa. Más o menos al cabo de una hora, volvió a sonar el timbre. Pensando en que podía ser ella, me puse un poco nervioso cuando fui a abrir la puerta. Abrí, y me encontré frente a doña Consuelo que traía unos trastos sobre una bandeja. Inmediatamente noté que se había cambiado de ropa y llevaba una blusa azul aún más escotada que el vestido que le había visto anteriormente. Mis ojos se quedaron fijos en aquella parte de su anatomía y después de un momento, dándome cuenta de mi torpeza, agregué mientras me apartaba de la entrada:
– ¡Pero qué descortés soy! Pase, pase, por favor.
Doña Consuelo entró a la casa y sin pedir permiso se dirigió hacia el comedor, dejó las cosas sobre la mesa y me preguntó:
– ¿Quieres cenar ya?
– Pienso que sería magnífico – respondí.
– Excelente – dijo ella con una sonrisa.
Me sentí un poco desconcertado, pero ella fue a la cocina y cogió unos platos, que puso sobre la mesa. Seguidamente puso cubiertos y un par de vasos. Después tomó asiento y destapó lo que que había traído, unos espaguetis a la Boloñesa y una ensalada. Durante la cena conversamos sobre asuntos de poca trascendencia: el clima, mi abuela, su viaje, mis estudios, etc. Sin embargo, ella fue haciendo que la charla se tornara más y más íntima. Salpicaba la conversación con preguntas más personales. Me miró fijamente a los ojos y yo le devolví una sonrisa, sin saber qué hacer o decir. No pude sostener su mirada y bajé la vista, deteniéndome en sus pechos. Pensaba en lo buena que estaba y en lo mucho que un inexperto como yo podría aprender de esta hermosa mujer.
– ¿Tienes novia? – me preguntó.
– No – le respondí un poco avergonzado.

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– ¿Has estado con alguna mujer? – preguntó con una expresión picarona en su mirada.
– No – respondí con voz casi inaudible.
– O sea que eres… ¡virgen! -exclamó con un gesto jocoso.
Creo que los colores se me subieron a la cara, pero en ese momento tenía una erección que me estallaba a través del pantalón que llevaba puesto.
– ¿Por qué te ruborizas? – preguntó – Solo pensé que un chico tan guapo como tú y en estos tiempos, pues… – bajé la mirada, sintiendo la suya clavada en mí cuando preguntó con suavidad – ¿Qué clase de mujeres te gustan?
Pensándolo ahora, no sé cómo me atreví a responderle como lo hice. Quizás fue por la confianza que me estaba inspirando o por el deseo que estaba sintiendo, pero pude contestarle:
– Las mujeres como usted.
Ella comenzó a reírse a pierna suelta y me dijo:
– ¿Cómo yo? ¿Pero estás loco? Yo soy una vieja y tú lo que necesitas es una chica de tu edad.
– No, se lo juro, me gustan las mujeres maduras… como usted.
En ese momento ella me miró fijamente unos instantes, luego se puso de pie y me pidió permiso para usar el baño. Yo me quedé sentado en la mesa, pensando en lo que estaba pasando, sin saber si había hecho bien o mal en hablarle de aquella forma. Unos minutos después, oí la voz de doña Consuelo, que me llamaba. Me acerqué al baño, pero ella no estaba allí. Sin embargo, estaba abierta la puerta que comunicaba con la alcoba de mi abuela, por lo que me acerqué al umbral, y allí la vi. Estaba acostada en la cama de mi abuela, se había quitado la blusa y la falda, conservando solo bragas y sujetador. Ante aquel espectáculo, no pude menos que experimentar una nueva erección que templaba ya la tela de mis pantalones.
– ¡Acércate! – ordenó ella en un susurro, en tanto que yo la miraba como embobado, y luego preguntó – ¿No vas a quitarte la ropa?
Aquellas palabras parecieron despertarme y rápidamente comencé a desabrocharme los pantalones. Doña Consuelo sonrió complacida al ver mi prisa. Se sentía deseada y eso le satisfacía. Mi polla cabeceaba de deseo y tuve que quitarme con rapidez el calzoncillo para darle libertad al enfurecido miembro.
– Vaya, hijo. Parece que tienes un muy buen instrumento -dijo al apreciar mis 23 centímetros.
Mi nerviosismo seguía creciendo por segundos. Cuánto más cerca estaba de mi sueño, más nervioso me encontraba.
– ¡Ven! – ordenó ella con voz suave.

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Mientras me acercaba, vi como ella se quitaba el sujetador, dejando al descubierto sus enormes tetas, grandes, macizas, surcadas por ligeras venitas azules, coronadas por grandes pezones casi negros, rodeados de enormes aureolas obscuras. Creí que me corría de felicidad.
– Creo que podré enseñarte una o dos cositas – dijo al tiempo que alargaba su mano y me agarraba la verga y los huevos con delicadeza.
Nunca había imaginado que aquello pudiera ser tan excepcional. Me sentí como en el paraíso y atreviéndome, llevé mi mano hasta sus tetas. Allí estaba yo tocando aquellos dos melones con enormes pezones. Doña Consuelo seguía tocándome, aunque ahora con más ritmo. Creo que en un minuto estaba ya para correrme. Ella se dio cuenta y lo dejó. Se puso de pie y se bajó las bragas. Abrió las piernas, a manera de invitación, dejándome ver el vello que cubría el triángulo donde se unían sus piernas y, más abajo, la profundidad de su coño. El deseo me encabritaba más el pene.
– ¡Qué grande lo tienes! – susurró con voz sensual.
– Usted me pone así – respondí.
Me subí a la cama, nos abrazamos y comenzamos a acariciarnos. Aunque nunca había tenido una aventura sexual, mis manos recorrieron ávidas el cuerpo de la mujer. Me apoderé de ambos senos, los amasé y acaricié largamente. Los pechos siempre me habían llamado enormemente la atención. Me tendí sobre ella y nuestros vientres se aplastaron uno contra el otro, en tanto que yo le devoraba un pezón y su aureola y le chupaba con pasión la enorme teta. Ella me correspondía con besos por el cuello y en las orejas. Yo en cambio solo quería besar y coger sus grandes tetas. Acostados en la cama, seguimos con los juegos de besos y caricias. No hablábamos ninguno de los dos.

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En una de las vueltas que dimos el uno sobre el otro, advertí con mi rodilla, que su coño estaba totalmente mojado. Entonces, por primera vez, deslicé mi mano hacia su entrepierna y le toqué su cueva, oscura y peluda. Ella dio el primer respingo de la tarde. Seguía mordiéndome el cuello y ahora sí me susurró al oído que le metiera un dedo dentro. A lo que yo accedí automáticamente. Empecé un metisaca rítmico que hacía que se estremeciera en la cama. Agarró mi verga y, al mismo ritmo que yo le introducía ya dos dedos, ella empezó a masturbarme. A los dos minutos, entre jadeos y suspiros, tuve mi primera corrida. Mi semen manchó la colcha de mi abuela.
Ella me dijo que no importaba, que lo lavaría después, que lo importante era que siguiera frotándola con mis dedos. En cierta forma, me sentí decepcionado. Yo esperaba algo más que ser solamente masturbado. Sin embargo, ella no dejó de masturbarme y a pesar de mi eyaculación, mi verga en pocos momentos volvió a estar erecta como un mástil.
Tras un rato de aquellas caricias, ella sintió la llegada de su primer orgasmo. Cerró las piernas y mi mano quedó engullida de tal manera que no podía moverme. Tuvo varias convulsiones y después de un largo gemido, quedo abatida en la cama. Me acerqué y comencé a besarla de nuevo. Mi boca se posaba sobre la suya, que se abrió, permitiéndome meter la lengua. Ella me correspondió, metiéndome la lengua hasta la garganta. Pasados unos minutos me tumbó de espaldas y me dijo que ahora le tocaba a ella. Que me enseñaría lo que era un verdadero acto sexual, ya que mi primera corrida había sido más de ansia que de gozo. Y era verdad. Se puso de rodillas y suavemente me agarró la polla y comenzó a frotarla cuan larga era… pero como pienso que me he alargado demasiado, seguiré con mi experiencia en una próxima carta.
Saludos a todos.

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