Relato erótico
Los planes se torcieron
Su matrimonio no pasaba por uno de sus mejores momentos y decidió que invitaría a su mujer a ir al cine a ver una de las películas que a ella le gustan y después a tomar unas copas. El hombre propone y… la mujer dispone.
Roberto – MADRID
Amiga Charo, dispuesto como estaba a mejorar las cosas entre mi mujer y yo, propuse ir a ver una película romántica, algo erótica pero romántica al fin, sabiendo que son sus preferidas. Al salir del cine, Cristina estaba muy cariñosa y algo excitada. Le propuse tomar una copa antes de volver a casa y aceptó con gusto. Fuimos a un local con algunas mesas y un diminuto lugar para bailar. Aunque la concurrencia no era mucha, las pocas parejas que bailaban casi llenaban la pequeña pista. De todas maneras, lo hacían con los cuerpos tan pegados que no hacía falta más espacio.
Nos sentamos en una mesa libre, pedimos nuestras copas y observamos a los bailarines mientras hablábamos de cosas banales, intercambiando algunas frases amorosas. Una cosa trae a la otra y la conversación tomó un ligero tono erótico. En un momento, Cristina me propuso bailar. Yo nunca lo hago, no me gusta y me negué. Allí naufragaron mis intenciones de pasar una velada agradable. Cristina se enojó, insistió, yo me molesté por su insistencia y terminé diciéndole que podía bailar sola, si quería seguir el ritmo, o con alguno de los pocos hombres solos que había en el local.
Dicho y hecho, Cristina se dirigió a la pista y comenzó a bailar. Debo reconocer que lo hace con gracia y con su atuendo de esa noche, una muy escotada blusa blanca, una falda negra que apenas le llegaba a medio muslo y sus zapatos de tacos altos, lucía esplendorosa. El bamboleo de sus caderas y sus tetas de buen tamaño saltando al ritmo de la música componían un cuadro más que excitante. Un hombre de mediana edad, aproximadamente de la nuestra, alto y robusto, la estuvo observando y yo a él, hasta que se decidió a acercarse y seguir la música junto a ella. Cristina lo miró, sonrió y le dijo algo. Dejaron de bailar y se acercaron a la mesa. El desconocido se presentó como Vicente y me pidió autorización para bailar con mi mujer. Aunque no me agradaba la idea, no encontré motivo plausible para negarme, de modo que les dije que cómo no, que bailaran.
Volvieron a la pista y siguieron bailando sueltos durante una o dos piezas. La siguiente resultó ser un bolero, lento y meloso. No me pareció cuestionable, aunque no me gustó, que se enlazaran para bailar ese ritmo. Sobre todo porque mantuvieron una distancia mínima, aunque decorosa. A la distancia observé que hablaban, que Vicente sonreía y que Cristina le devolvía la sonrisa, con aspecto de estar disfrutando mucho de la situación. Otro bolero y la distancia entre los cuerpos desapareció. Cristina pasó ambos brazos por sobre los hombros de Vicente y él los suyos por la espalda de ella. Sus mejillas quedaron pegadas y sus bocas junto a las orejas. Tanto pegoteo me dificultaba ver bien, pero por momentos percibí que seguían hablando. Vi en un momento claramente que los labios de Vicente rozaban al hablar la oreja de Cristina. Yo bien sé cuanto la excita el roce de los labios en sus orejas y comencé a pensar en la conveniencia de detener tanto arrumaco y retirarnos.
A punto de ponerme de pie con esa intención, un giro de los danzarines me permitió ver que una mano de Vicente acariciaba, sin disimulo, las nalgas de Cristina. Para decirlo con rima: sin disimulo le tocaba el culo. Culo que, hasta entonces, yo consideraba sólo destinado a mi placer personal.
Ingenuamente, me pregunté como era que ella no reaccionaba ante tal grosería y me erguí para rescatarla del abusador. Entonces tuve una nueva sorpresa. Cristina apartó su cara de la de él y volvió a acercarla, pero esta vez para besarlo en los labios. Ni corto ni perezoso, el compañero de baile abrió su boca y se unieron en un beso que nada tenía que envidiar, en intensidad y duración, a los que habíamos visto en el cine. Me convencí de que no había tal abuso y que, en cambio, había pleno consentimiento.
Tuve plena conciencia de mi deslucido papel. Lo visto bastaba para considerarme un cornudo. Quedé un momento paralizado junto a la mesa y, cuando iba a completar mi intención de acercarme a la pareja, fueron ellos quienes abandonaron beso y baile y vinieron hacia la mesa.
– He invitado a Vicente a tomar algo en casa – me dijo Cristina con el tono más natural, como si lo ocurrido y visto no mereciera ninguna explicación.
Habrá quien encuentre que pequé de corto al no reaccionar. Dos cosas me lo impidieron. De una parte, la sorpresa. No es fácil reaccionar ante lo completamente inesperado. ¿A vosotros os parece normal que la madre de vuestros hijos, mujer de muchos años, mujer discreta, se lie a besos con un desconocido y lo quiera traer a la propia casa? La segunda razón fue que lo que acababa de ver me había excitado de una manera loca, algo que podía notarse perfectamente, pues el bulto en mi pantalón era tan visible como el que lucía Vicente.
– Pues vamos – fue todo lo que atiné a decir.
Cogí una de sus manos. Ella se dejó coger, pero pasó el brazo libre por la cintura de Vicente, quien pasó el suyo sobre los hombros de Cristina, dejando caer la mano sobre sus abultadas tetas.
Los clientes del local que no estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos amorosos, nos miraron salir con sonrisas socarronas y hasta me pareció que de una mesa, después de un comentario, surgió una carcajada. Hay que reconocer que no es habitual que una mujer entre con un hombre y salga abrazada con otro, mientras el hombre original los sigue con mansedumbre. Ya en la calle, nos dirigimos al coche y cuando iba a abrir la puerta del acompañante para que subiera Cristina, ella simplemente me dijo que fuera yo adelante para conducir, porque ella iría con Vicente en el asiento trasero. En este momento logré balbucear una protesta, pero Cristina la hizo morir al nacer.
– Debemos tener una pelea para que me lleves a ver una película de las que me gustan, no quieres bailar y hace tiempo que tu comportamiento como marido es más que deficiente y desganado. Esta noche se hace lo que yo quiero – me dijo.
Eso sí que estaba claro. Pude haberme rebelado, pero presentía que era inútil. Cristina se hubiera ido con Vicente y yo ni siquiera sabría lo que hacían. Mi erección indicaba que la situación tenía también para mí cierto atractivo morboso. Mientras conducía el espejo retrovisor me permitía ver lo que estaba ocurriendo a mis espaldas.
Se abrazaron y besaron como si el mundo fuera a terminar en ese mismo minuto. Otra vez vi una mano traviesa, pero en esta oportunidad era la fina mano de Cristina que manoseaba con ansias la hinchada bragueta de su recién conocido macho. Las de él no descansaron. Tetas y culo supieron de la firmeza de sus caricias y en algún momento una mano se introdujo bajo la breve falda y al levantarla, permitió ver que toqueteaba el coño. Frente a casa, detuve el auto e interrumpí, por primera vez en el trayecto, a los amantes:
– Llegamos – dije con la poca voz que me quedaba.
Había que atravesar la entrada hasta los ascensores, bajo la mirada del portero. Cristina tuvo un resto de pudor, se arregló las ropas y marchamos los tres sin contacto físico pero bien se desquitaron en el ascensor con un soberano despliegue de bocas y manos. Pude ver que el viaje en coche había dejado la huella de una mordida en el cuello de Cristina. Es privilegio de las mujeres casadas que vecinos y amigos piensen que esas marcas las ha producido el marido. Los cornudos sabemos a que atenernos. Dentro del hogar se acomodaron en el sofá y reiniciaron sus juegos de bocas y manos. Apenas si Cristina se tomó un momento para ordenarme bebidas. Serví tres vasos y me hundí en un sillón frente a ellos.
Despeinada, con la blusa abierta y los pechos fuera, la falda casi totalmente enrollada en la cintura, los zapatos abandonados en el suelo, mi mujer era la imagen misma de la lujuria desatada. Abrió la camisa de Vicente y besó su pecho peludo, y por cierto, yo soy de poco vello, deteniéndose con delectación en las tetillas. Luego le abrió la bragueta y sacó la verga, nada monstruoso, pero algo mayor que la mía.
– Me gusta tu verga. ¿Puedo chupártela? – le dijo ella con un ronroneo, elevando la mirada hacia el hombre que la tenía fascinada y caliente, muy caliente.
– Me harás muy feliz – fue la respuesta del afortunado.
Así que “putita”, pensé para mis adentros. A mí me habría armado un escándalo si le hubiera dicho algo semejante. Vi la lengua de mi mujer recorrer golosamente la cabeza de aquella verga, bajar por el tronco, lamer los huevos, para lo que metía literalmente la cara en la bragueta, volver a lamer todo el pedazo hasta la cabeza de nuevo y finalmente tragar la verga entera, para subir y bajar varias veces la cabeza. Cuando Vicente la apartó ella refunfuñó mimosamente por perder su golosina, pero sabía que se acercaba lo mejor. El macho de mi mujer, ¿de qué otra manera llamarlo?, le quitó la poca ropa que quedaba por quitar, mientras ella hacía lo propio con él. Cristina lo tomó de la mano y lo guió hacia el dormitorio. ¡Todo iba a ocurrir en nuestra cama matrimonial! Giró la cabeza hacia mí y me invitó:
– ¿Quieres venir?
No me lo hice repetir. Fui tras ellos como un perrito y mientras se arrojaban abrazados sobre la cama, me instalé en una silla. Nunca hubiera pensado que actuaría de esa manera. Ser cornudo puede ocurrirle a cualquiera, pero que te pongan los cuernos en tu cara y te quedes mirando es algo inusual. Pienso que, sin saberlo, siempre tuve pasta de cornudo sumiso.
O tal vez fue el descaro de Cristina lo que me avasalló. Sea como fuere, allí me senté. Vicente le manoseó las tetas, deteniéndose a pellizcarle los pezones lo que arrancó a Cristina ahogados grititos de placer. Se inclinó sobre su pecho y le chupó una teta primero y la otra después, con lentitud y, a juzgar por la cara que ella ponía y sus risitas ahogadas, con buena técnica. Luego Cristina se apartó y gateó hasta los pies de la cama, dándole una amplia visión de su gran culo, se acomodó entre las piernas del hombre y reinició su interrumpida sesión de mamada. Desplegó todo el arte que yo ya conocía bien. Besó, lamió y chupó repetidamente cabeza y tronco, descendió hasta los cojones y los chupó con deleite. Bajó aún más y lamió la sensible parte que va de los cojones al culo. Vicente arqueó y separó las piernas para facilitarle el acceso, rugiendo:
– ¡Ay… cómo me haces gozar!
Cristina culminó la tarea metiendo la lengua en el mismísimo culo del macho y a mí nunca me hizo esa caricia. Yo permanecía fascinado, paralizado, ante semejante espectáculo en mi propia casa y cama. Al poco Vicente se incorporó, la tomó de los brazos y la acomodó junto a él en el centro de la cama, se instaló entre sus piernas y comenzó a penetrarla. La calentura de Cristina era tanta que, entre gemidos y convulsiones, tuvo su primer orgasmo. Pero no sería el último de la noche. Vicente comenzó un lento metisaca mientras le besaba y mordía el cuello. Cristina gritaba como una loca:
– ¡Dame, mi macho, dame fuerte… más, más…!.
– ¿Te gusta cómo te follo? – le preguntaba él.
– ¡Sí, mucho, dame más, más…! – repetía ella.
Y le dio, pero eso ya lo contaré en una próxima carta.
Saludos y hasta muy pronto.