Relato erótico

Los cuernos… ¿Duelen?

Charo
6 de marzo del 2020

Nos cuenta lo que se siente siendo un cornudo. Aunque lo consiente, a veces, le duele cuando lo compara con su amante y le desprecia como pareja. Reconoce que es complicado pero le gusta.

Mariano – Cádiz
La historia que voy a contar hace tiempo que dura, así como mis cuernos. Mi relato empieza cuando el autobús con que íbamos o regresábamos de la playa, pasó a un camión y abrí mis ojos adormilados. Mi mujer, que estaba sentada a mi lado, había cruzado las piernas y mostraba los muslos hasta la mitad. Aquella visión tan agradable para un marido tan enamorado y encoñado como yo, me trajo sin remedio a la mente uno de los juegos preferidos de Ángela y me devolvió a los quince días que habíamos pasado en las tranquilas aguas del Mediterráneo, en nuestras merecidas vacaciones. Mi mujer era exhibicionista, lo que me inquietaba y excitaba al mismo tiempo provocando, por supuesto, mis celos. A Ángela le gusta, por ejemplo, hacer el amor a plena luz, sin bajar las persianas e incluso sin correr las cortinas, tanto de día como de noche, donde no nos conocen. Cuando le manifesté el temor que desde los apartamentos vecinos pudiesen vernos, mi mujer respondió:
– ¡Mejor, me excita mucho la idea de que alguien nos espíe y vea lo hermosos que somos y lo bien que sabemos hacerlo a los cuarenta, pero con más brío que a los treinta… tal vez al vernos se masturben!
Estaba como una verdadera loquilla. Le gustaba pasear embutida en unos estrechísimos pantalones de fina malla, sin bragas y marcando el papo, por las terrazas de las cafeterías del paseo, unas veces junto a mí y otras unos pasos delante, como si fuese sola, para provocar los comentarios desbocados y los obscenos piropos de los tíos.
Ángela es atractiva, es una hembra sazonada, cuarentona, pero de cuerpo fuerte y esbelto, torso firme, curvas armoniosas y piernas espléndidas y bien moldeadas por sus muchos años de ciclismo de montaña, de aire espabilado y maneras a veces demasiado corteses, al límite de lo confidencial, en especial con las personas del otro sexo que le gusten.
Como no habíamos llevado el coche, nos desplazábamos a la playa en el autobús costero y Ángela se divertía volviendo locos a los pasajeros al mezclarse entre ellos en las horas punta, ataviada con un vestido ligero, sin llevar ningún tipo de ropa interior debajo.
– Tú quédate cerca de mí y observa, cabronazo, pero no des a entender que estás conmigo – me recomendaba la zorrona.
Se ofrecía por entero a las caricias, más o menos disimuladas, y se restregaba con obscenidad contra los pantalones de los pasajeros, situados como moscones a su alrededor, a fin de sentir a través de las telas como se les alteraban las pollas y tal vez se encontraba, de pronto, con una de ellas apretada lascivamente contra su pubis, a otro en medio de las nalgas, una tercera pegada a un costado, la cuarta en un muslo y varias manos dispersas un poco por todas partes de su anatomía. Desde los hombros hasta los senos, desde el culo hasta el chocho.

– Con permiso… – decía de pronto.
Se deslizaba como una serpiente después de haberse corrido como una demente en medio de aquel montón de aprovechados descarados, con cara de cerdos. Apartaba sus tentáculos y apéndices con energía femenina y casi juvenil, y bajaba, haciéndome una señal, en la parada prevista, entre murmullos de contrariedad y gemidos de enfado por parte de los tíos así burlados.
– Esta vez he provocado al menos siete erecciones, marido. ¿No te lo crees? He sentido con toda claridad sus efectos en mi carne porque estoy casi desnuda. Que fuerte ¿verdad? En particular la del que estaba frente a mí, que he engatusado echándole provocativamente mi aliento a su nariz. He sentido los golpecitos de su polla golpeando mi chichi y en ese momento yo también me he venido como una loca. ¡Dime si has conocido a una mujer más calentorra que la tuya, marido!
– No, desde luego – le contesté – ¡Eres la mujer más sexy del mundo y la más zorra!
– ¡Ya vuelven a asomar tus celos, eres incurable! – exclamó riendo.
Así, con todos estos recuerdos escalofriantes de sus juegos amorosos, me concluyó con una “manuela” estrepitosa. Como masturbadora Ángela, no sólo es formidable sino incansable conmigo, tanto que en aquel momento me cubrió con el impermeable en los asientos reclinables. Después del primer asalto, fogoso y gratificante como siempre que actúa con su manecita de seda, no pude llegar al segundo.
– ¿Sabes lo que voy a hacer ahora mismo? – me dijo Ángela en cuanto llegamos a casa – Voy a llamar pidiendo “ayuda” a mi amigo.
– ¿Qué quieres decir? – pregunté.
– No te enojes ni te hagas el celoso. Lo has entendido muy bien. Voy a telefonear a mi amigo y a pedirle que venga inmediatamente de su trabajo a echarme una mano y un buen polvo.
– Es decir, la verga de recambio – exclamé – ¡Por eso me has dejado fuera de combate, cascándomela y ordeñándome como a un mono todos esos quince días!
– ¡Tú lo has dicho, marido, eres un cabrón! – admitió con toda tranquilidad mi desvergonzada mujer, con una sonrisa.
– Pero ¡serás zorra… estás loca!
– Nunca he sido más consciente de mis actos ni más inteligente en mis ideas. Me pica mucho el chochito por ausencia de mi amante, así que alguien tendrá que aliviarme la tensión y no vas a ser tú precisamente el tío adecuado, marido. Ya sabes que él es un súper dotado, ¿no? Además cuando esto pica nada como su leche para calmar y suavizar mi pipa…
– Perdona, pero ¿te parece más macho y guapo comparado conmigo? – pregunté.
– Para ti quizá no pero para mí, si y muchísimo. ¿Por qué no lo aceptas con deportividad? Te vas a la otra habitación, dejas tus celos y piensas que me voy a divertir mucho y lo voy a pasar genial.

Puesto que estaba para venir su amigo y amante, tenía ganas de torturarme haciendo exagerar mis celos y sufrimientos.
– ¿Me ayudas a ponerme guapa? Estoy hecha un adefesio del viaje – me preguntó para rematar-
Con pereza, bostezando y voluptuosa, Ángela se dejó enjabonar por mis temblorosas manos, en la bañera. Primero sus piececitos y las piernas, luego los brazos, las axilas y los senos, sacando las distintas partes del cuerpo mejor formado del mundo, fuera del agua. Por último el pubis y los redondos glúteos, como cascotes de sandía, de rodillas para sacarlos fuera y dejarlos en mis febriles manos de enamorado cabrón y poco correspondido. También permitió que la secara y luego perfumara. De pronto me preguntó.
-¿Qué me aconsejas, marido? ¿Es mejor que me mantenga en mis trece, que intente resistirme un poquito o tanto da que me entregue enseguida puesto que el tío me urge y gusta tanto y por lo tanto ya he decidido tirármelo?
– Quisiera que lo hicieras sufrir un poco, ya que él me hace sufrir tanto, Ángela, pero reconozco que no soy objetivo – contesté.
– ¡Ahora ayúdame a vestirme, cabrón! – ordenó.
Obedecí arrodillado a los pies de mi bella y perversa mujer, como si estuviera adorándola, como si fuera una diosa. En verdad que nunca he visto una hembra tan hermosa y seductora.
– ¿Quieres ponerme las medias y el liguero también? – siguió ella – Tú me
vistes y él me desnudará en breve. Tú me deseas y él me tomará en tu lugar. Tú me quieres y él me goza.
– Así son las cosas, por desgracia. ¿Era necesario que me lo dijeras? – pregunté dolido.
– ¡Sí, lo era, lo es y lo será, cabrón! ¡Me tiene enganchada totalmente!
– ¿Y por qué, cariño mío, por qué no me correspondes solo un poquito…? – supliqué.
– ¡Porque me gusta hacerte todo el daño del mundo, herir tu orgullo, ponerte los cuernos y darte por el culo!
– ¡Mi orgullo ya está por los suelos! – afirmé.
Se quedó mirándose en la luna del armario empotrado, haciendo mohines con los labios.
– ¿Te sabe mal, maridito, si me pongo el vestido que me compraste el otro día… lo consideras como una falta de educación? – me preguntó.
– ¡Que va… he soportado profanaciones mayores, Ángela, ese traje de torerita te sienta muy bien… sacas un culazo… seguro que te ayudará a hacerlo caer a tus pies con sus pollón…!
– No hay ninguna necesidad – me cortó – Ya ha caído hace tiempo y más veces que las que tú supones. Sólo quiero parecer una señora elegante.

– ¡Estás perfecta! – comenté mientras la ayudaba a acabar de vestirse.
Luego se sentó al borde de la cama, me llamó coquetonamente con el gesto burlón de poner el índice en forma de garfio, guiñándome un ojo. A continuación se dejó caer de espaldas separándose, al mismo tiempo, las piernas y ofreciéndome de ese modo la visión espléndida de su chocho abierto y sin bragas. Metí allí toda mi cara, hambriento de amor y cariño. Arrodillado delante de aquella maravilla bien formada, me dispuse a besarla, lamerla, olerla y chuparla con toda la pasión de mis labios y lengua y con mi polla tensa hasta el espasmo dentro de la dolorosa prisión de mis calzoncillos.
– ¡Lámeme, cabrón, chúpame bien, guarro! – me ordenó – ¡Caliéntame el chocho prepárame dignamente para mi gran velada de amor!
Para mí, la vida con mi mujer, solo tiene esta única forma posible de erotismo desde que tiene amante. Por eso logré proporcionarle un somero “gustirrín” a mi infiel y adúltera consorte, que gemía y se estremecía, se agitaba y retorcía. De repente, aferró mis cabellos, me empujó la cara con violencia contra el coño hasta meter mi nariz, la boca y el mentón dentro y los mantuvo allí un ratito.
– ¡Ahora basta! – gritó – ¡Has hecho que me retrase, maldito cabrón! – en este instante sonó el timbre de la puerta – Abre tú, por favor, dile que pase y lárgate cuanto antes.
– Buenos días, ya estaba a punto de marcharme… Y buena follada amigo.
Eso es lo que le deseé con deportividad y con irónica amargura, cuando abrí la puerta.
Un saludo.

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