Relato erótico
Por ella
La conoció en el trabajo y aunque era mayor que él, no tardo mucho tiempo en irse a vivir con ella. Era una mujer muy experimentada, sensual y sexual y lo tenía loco. Ella ya había experimentado un trío con otra mujer y un día, que la vio hablando con una mujer, al salir del trabajo le dijo que estaban invitados a cenar con una amiga.
Manuel – TARRAGONA
Con Ana me fui a vivir cuando yo tenía 24 años y ella 39. Era divorciada y con una gran experiencia que había adquirido en la cama pues invariablemente se refería a su ex como un semental que solo pensaba en follar y que, incluso, una vez hizo un trío con ella y otra invitada.
Ana era una mujer extremadamente sensual. Delgada, de pechos pequeños, grandes caderas, de pelo corto que se teñía de rubio, casi oro. No era una beldad, pero en el trabajo traía a varios boquiabiertos y me odiaron cuando me eligió a mí.
A su lado perdí no solo la virginidad, sino que entré en una vorágine donde el deseo, con mucha frecuencia, era calcinante. Ana no ponía reparos en que viéramos juntos mis revistas eróticas y que incluso me “inspiraran” mientras me hacía ella una felación. Llegó a correrse varias veces nada más de ver cómo me masturbaba yo, o con preguntarme qué me gustaban de determinadas fotos de chicas.
Trabajábamos en el mismo sitio. Ella era cajera y yo estaba en otra área y repentinamente, un sábado advertí que estaba hablando largo y tendido con una cliente. Como las fantasías de las revistas comprendían tríos, tuve, de un modo rápido y no menos sorprendente, oportunidad de pasar del papel a la realidad.
Ana me dijo que esa nueva amiga suya, Lidia, vivía sola y cerca de nuestro departamento, no tenía pareja y se sentía atraída hacia mí. Me pareció una broma, pero el caso es que sin tapujos me comentó que a Lidia le gustaría “estar conmigo”.
Esta mujer era delgada, de unos 35 años, con los senos aún muy firmes y el caso es que hicimos los arreglos para ir a su apartamento los dos un sábado en la tarde después de que Ana diera su anuencia para que me follara a su amiga.
La idea era que estuviéramos los tres, pero para mi sorpresa encontré que Lidia había invitado esa tarde a un amigo suyo, Ricardo, un tipo como de unos 38 años, delgado, moreno, con cara de burócrata e intenciones muy precisas. Cenamos, conversamos y parecía que todos allí sabíamos que aquello acabaría en un intercambio. Las caricias fortuitas, tomar la mano, el brazo, eran constantes por parte de todos.
Empezamos a beber y luego nos pusimos a jugar a la botella. La primera en quedar desnuda fue Ana y parecía sentirse muy cómoda aunque Ricardo no le quitaba la vista de encima pero Lidia empezó a comportarse un tanto distante y a mí, en lugar de enfriarme el ánimo esa actitud, empezó a gustarme la idea de ver a Ana con Ricardo. Este, por su edad, era obvio que tenía experiencias muy superiores a las mías. Seguimos desnudándonos, pero faltaba algo para encender la mecha y Lidia propuso que jugáramos a la gallina ciega.
Hoy no recuerdo cuales fueron los “castigos”, solo sé que en un momento dado Ricardo atrapó a Ana y decidimos que el castigo sería un beso. La habitación del apartamento estaba en penumbras, solo una lámpara de rincón alumbraba algo y ante todo se advertían las siluetas. Ana tomó la iniciativa. Pensé que sería un beso pequeño, pero ella se pegó a Ricardo y mientras con su mano izquierda le cogía la verga, le dio un beso largo, profundo. Se podía intuir por las siluetas que su lengua húmeda estaba en acción. Ricardo no pudo ser indiferente a esa invitación y la abrazó con fuerza mientras sus labios se pegaban con una lujuria formidable. Me excité nada más ver eso. Seguimos jugando, pero después de un rato en que no hubo más chisporroteo, nos sentamos en la sala, sobre la alfombra y Lidia dijo:
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Lo que venimos a hacer, ¿no? – le contestó Ricardo.
Un poco por la posición en que estábamos, a mí me correspondía con la anfitriona. Ricardo se llevó a Ana un poco más lejos, quizá para no estorbar. Yo me acerqué a Lidia y nos empezamos a besar, pero como si ella no estuviera allí. Tenía un cuerpo bonito, muy cuidado, pero era como hacerle el amor a un iceberg mientras, del otro lado, más cerca del comedor, todos sobre la alfombra, oía a Ricardo musitarle algo a Ana y a ella riendo, aunque tímidamente.
Los encuentros de esa noche, debo confesarlo, fueron breves. Algunos besos, caricias, penetración y coito. Hoy creo que para todos aquello fue una orgía, si es que así puede denominarse porque no hubo intercambio sexual más allá del dictado desde el momento en que llegamos al departamento de Lidia y vimos que Ana tendría también con quien pasar el rato. Nunca supe si Lidia alcanzó el orgasmo. Era como una piedra. Dura y ajena a mis intentos por encenderla. Acabé antes, y los otros aún seguían en la posición clásica del misionero.
Ana tuvo un orgasmo antes de que Ricardo acabara. Me gustó verla, tan dócil, entregada, sujeta a la voluntad y a la calentura de un individuo que había conocido hacía unos minutos y que, a diferencia de los compañeros del trabajo, había conseguido follársela sin tanta dilación y ceremonia. Y todo, además, frente a su pareja.
Me acerqué a Lidia y los dos, en un abrazo a medias, los miramos. Acabaron, nos vestimos y nos fuimos cada cual a su casa. Ricardo también vivía por allí y supo donde trabajábamos.
Ana me recriminó esa noche que la hubiera dejado con Ricardo, pero había en su voz un acento falso. Su aprobación a desnudarse sin empacho ni pudor, el beso y el toqueteo en la gallina ciega, la certeza de que en esa reunión no iba a follármela yo y finalmente esa abierta disposición al cuerpo de Ricardo, me indicaban que lo había disfrutado, pero como era su primera vez se sentía un tanto culpable, pero no así yo. Eso fue el prólogo.
Muy pronto empezamos a incorporar a nuestras fantasías a Ricardo. Era su presencia un fantasma que Ana invocaba con placer porque yo me calentaba al imaginarlos y ella gozaba con la idea de tener dos vergas dándole por todos lados. Ricardo, no ajeno a esa fantasía, empezó a ir al trabajo a saludarnos. Fue fácil darse cuenta que deseaba recorrer nuevamente el cuerpo de Ana, pero esta vez sin prisas del primer encuentro. Y no lo culpo. Ana tenía un aspecto cachondo. Si eras hombre era fácil que imaginaras a Ana haciéndote una mamada.
Ana llegó a veces a encontrarse con él en el mismo microbús y llegaba a casa muy caliente, contándome que Ricardo le había metido mano o la había rozado con una rodilla. Eso bastaba para que se excitara tremendamente y se traducía en una incandescente mirada y en un temblor en la voz. En otra ocasión, Ana se corrió en un transporte público. Ella iba leyendo una novela erótica y un vecino de asiento comenzó a rozarle furtivamente la rodilla hasta que ella no ocultó el cúmulo de sensaciones y dejó que el tipo le acariciara el brazo muy discretamente. Cuando me lo contó, Ana añadió que de haber podido le hubiera abierto la bragueta y le hubiera hecho una mamada para comprobar que la realidad puede ser tan proclive a la lujuria como en los relatos.
En una ocasión, Ricardo hizo una pequeña reunión con dos amigas más. Una de ellas me gustó mucho. De pequeña estatura, morena, de pechos grandes, ligera de moral, o al menos eso parecía pues comentando que su marido estaba fuera de la ciudad, añadía con una boquita que se podía intuir sabía mucho de chupar testículos:
– Quiero disfrutar ahora que estoy solterita.
Pero Ricardo parecía querer acapararlo todo y al final nada pasó. Bailó simultáneamente con las tres, toqueteando mucho a Ana y eso no les gustó a sus otras invitadas.
Besos y si algo más ocurre ya os lo contaré.