Relato erótico
Le regale los cuernos
Su marido tenía una fantasía, quería verla follar en una orgía, decía que no le importaba llevar cuernos. Cumplió los deseos de su marido, aunque solo se follo a un solo hombre. Dice que algún día se lo contará, o no.
Lola – Barcelona
Hola amigos de Clima, os escribo para contaros una experiencia sexual que viví gracias a los deseos más rebuscados de mi marido, pero como mucha gente puede llegar a conocerme si me doy a conocer daré, con el permiso de Charo, un nombre ficticio.
Pero lo correcto es que ante todo me presente. Mi nombre será Lola, tengo 26 años, casada desde hace dos y con un bebé que ahora tiene un añito. Mi esposo se llama Raúl, es veterinario y tiene 32 años. Yo soy bastante bonita y de eso dan cuenta mis aún muchos admiradores, tengo el cabello negro y ondulado, soy muy atractiva de cara, tengo muy buenas tetas, grandes y du- ras, con pezones en punta y aureolas redondas y grandes como posavasos, un culo en forma de manzana, salido, duro y se podría decir que, junto con mis pechos, es uno de mis atributos más codiciados. En definitiva, soy una mujer que aún está bastante buena.
Lo que ahora voy a contar sucedió hace poco, estando ya, por lo tanto, casada. Raúl, mi esposo, constantemente estaba pegándome la bronca de que le gustaría verme con otro hombre y cada vez que hacíamos el amor sacaba el tema pero cuando terminábamos la follada parecía como si se “enfriara”. Creí que eso, esa idea, solo lo calentaba.
Pero en algunas ocasiones, charlando con él sin estar en la cama, hablábamos del tema más en frío y según él tenía la idea clarísima. Quería que me acostase con otro hombre, pero no quería intercambios o cosas así, ni tríos tampoco, solo quería que yo lo hiciera y luego le contara como me habían follado con todo lujo de detalles.
Para mantener viva nuestra relación matrimonial y tras pensarlo mucho, decidí complacerlo y no exclusivamente para darle placer a él sino para descubrir si también me lo daba a mí.
Quedamos en no hablar más del tema hasta que se diera la ocasión a la cual yo ya tenía luz verde para proceder. Así fue que llegaron las tan ansiadas vacaciones, y nos fuimos a las bellas playas de Sant Feliu de Guixols. Habíamos reservado un bungalow en un hotel fabuloso de esos que lo tienen todo: piscina, saunas, restaurantes, discos, tiendas y unos turistas italianos que me derretían toda.
La noche del tercer día estábamos en la disco y ya pasados de la tercera copa en la barra, escuchando el ritmo de una bella música de merengue, Raúl acariciaba mi muslo bajo el blanco vestido de gasa que llevaba yo esa noche, sin sujetador y con uno de esos tanguitas minúsculos con hilo dental en el culo.
Raúl ni cuenta se había dado que desde que nos sentamos, un chico de unos 25 años no me sacaba la vista de encima. La verdad es que era un chico bastante atractivo, moreno, espaldas anchas, no muy guapo de cara pero con cierto aire de macho muy varonil, incluso rudo. Sus miradas no eran muy expresivas sino más bien frías, cosa a lo que no estoy acostumbrada ya que la mayoría de los hombres son muy babosos.
Como Raúl ya estaba que se dormía, decidí llevarlo a dormir.
Llegamos al bungalow y lo tenía que aguantar para que no se cayera. Nos desnudamos, lo acosté y cayó como si se hubiera desmayado. Me tendí a su lado pero ya llevaba acostada unos cinco minutos cuando, sin poder aguantar el ritmo de mi corazón, que se me salía por el pecho de la excitación, pensé que era ahora o nunca.
Me levanté, volví a vestirme y salí, no sin antes dejar una nota a Raúl diciéndole que iba a por algo de comer y que no se preocupara.
Finalmente entré nuevamente en la disco, di un par de vueltas como si buscara a alguien, y realmente eso hacía, hasta que sentí una mano que me tomaba suavemente del brazo. Era él.
– Venga, chica, ¿quieres bailar? – me dijo.
Me hice un poco la despistada y le contesté.
- Estoy buscando a alguien pero creo que no está así que, está bien, bailemos.
La música seguía siendo un merengue, cosa que no bailo bien, pero intenté seguir sus pasos con su cuerpo muy pegado al mío y su pierna entre las mías, en un especie de adaptación en la que él procuraba tocarme el chocho con su muslo. Mi calentura iba en aumento y yo solo atinaba a mirarlo muy insinuantemente hasta que me preguntó:
Acepté y nos acercamos a la barra donde pedimos unas cervezas y tras echar unos tragos, le dije:
– Tengo mucho calor, vamos a la playa.
Salimos de la disco y nos encaminamos hacia la playa sentándonos en un banco de madera, frente al mar. Estuvimos charlando como media hora de cosas banales, como a qué se dedicaba, como se llamaba, cosa que ya ni recuerdo, y yo le conté algunas cosas mías hasta que, temiendo que la cosa se enfriara más, tomé la iniciativa y con la excusa de que me dolía la espalda, le pedí un masaje. Sus manos fuertes acariciaban mi nuca primero, mis hombros después y al final mi espalda. Lo hacía muy lentamente y entonces empecé a guiarlo diciéndole:
– Un poco más aquí… más abajo… más arriba, sí, asiiií…
Cuando por fin sus manos rozaron uno de mis pechos, sintiendo mi aprobación, comenzó a sobarlos con total libertad. Pellizcaba mis pezones, tiesos y duros como piedrecitas, metía su dedo en mi boca para que se lo chupara, me apretaba hacia él y así hasta que yo ya no aguanté más. Me giré y le di un achuchón de novela. Pegando mi boca a la suya, me comía su lengua mientras le acariciaba la polla sobre el pantalón de algodón donde se notaba de buen tamaño, aunque me impresionó más su rigidez. La tenía dura como una piedra y no queriendo perder más tiempo, le desabroché el cinturón y junto con los calzoncillos, bajé el pantalón.
Entonces admiré una verga bellísima, una polla de unos 18 cm, gruesa, circuncidada, con un glande oscuro y dos bolas pequeñas pero bien depiladas.
Me puse tan caliente que, inclinándome, me la metí en la boca, comenzando a chuparla con desesperación como si tuviera miedo que alguien me la quitase hasta que, cuando pasaron como diez minutos, comencé a relajarme y entonces me dediqué a saborear el fluido que salía de su punta, morder ese glande, chupar sus huevos y pajearlo al mismo tiempo.
Estuve así unos cuantos minutos más hasta ya me dolía la boca de tanto chupársela pero él no se corría, cosa que me encantó ya que en realidad nunca me había podido dar el gusto de mamar una polla más de cinco minutos sin que me llenaran la boca de leche.
Sin más trámite y de pronto, él sacó su verga de mi boca, me hizo tender de espaldas en el banco, me abrió de piernas y apartó a un lado mi tanga dejando todo mi coño al descubierto.
No hubo lamida de almeja para mí y la verdad es que no es una cosa que me guste demasiado, ni la necesitaba, y sin caricia alguna, sin besos ni sobeos, su gorda polla entró directamente en mi mojadísima coño de un solo envío, comenzando la follada más deliciosa. Me follaba como si me conociera, como si supiera de mis gustos, me la metía a la velocidad que me gusta, ni muy rápido ni muy lenta, lo suficiente para hacerme sentir esa gran herramienta. Me penetraba hasta los huevos y sentía su suave golpear contra mis nalgas.
Estuvo follándome por lo menos una hora durante la cual aguanté todo lo que pude logrando, al menos, como cinco orgasmos que me dejaron rota, destrozada, sin poder ya mi cuerpo dar para más. Todo me dolía, sobre todo mis piernas, pero él no acababa por lo que comencé a usar nuestros mejores artilugios femeninos. Le metía la lengua en la oreja y le acariciaba los huevos hasta que él, finalmente, se dio cuenta de que yo ya no podía más y me dijo:
– ¿Quieres que acabe, golfa?
– ¡Sí, por favor! – casi supliqué.
Sacó su polla de mi coño, me la puso en la boca, y sin esperar a que yo empezara a mamar, se hizo una paja rápida y confieso que jamás en mi vida me tuve que tragar tanta leche de macho, era tanta era que, la que se deslizaba fuera de mi boca, la usé un poco para suavizar mi piel, un poco reseca por el sol de esos días y también, por supuesto, que le limpié el resto de su verga antes de arreglarnos la ropa y acompañarme hasta mi bungalow.
Al entrar comprobé que mi esposo ni siquiera se había movido, me di un baño y me acosté a su lado pensando en cómo le contaría esta historia al día siguiente.
El ya tenía lo que quería y ahora veríamos si también tenía la idea de llevar cuernos tan clara. Le miré, acaricié la cara, le di un beso en la boca con sabor a leche de otro hombre y luego besé su frente, sonreí y pensé:
– Ahora sí, amor, ya tienes tus cuernos.
Charo, esperando que publiques mi aventura, recibe todos mis besos.