Relato erótico
La sustituta
Era su último año de instituto y en una fiesta se fijo en ella. Era una chica guapa y rápidamente se enamoró de ella. Aunque él quería avanzar en el tema del sexo, pero ella se negaba.
Víctor – Sevilla
Conocí a Carla cuando yo tenía 18 años, en una fiesta de instituto. Era una chica de mi misma edad, morena, bajita todavía y con unos meloncitos bastante desarrollados. Iba con unas chicas a las que yo conocía y no me fue difícil acercarme a ella y bailar con ella. Entre los dos surgió rápidamente el amor como un flechazo. Bailamos y la acompañé hasta su casa. No me costó darle la mano y despedirme de ella con un beso. Me obsesioné por ella. Mis amigos no tardaron en notar que estaba enamorado y se metían conmigo, pero a mí no me importaba, así que me hice el encontradizo un día y fuimos juntos al instituto.
Le pedí salir el sábado y aceptó. Todo fue sobre ruedas, en el cine nos dimos el primer beso en la boca. No tardamos en darnos el segundo y el tercero. Tal vez influido por mis amigos, desee unos días después darme con ella un buen lote, para lo cual elegí la fiesta de fin de curso del instituto que celebraba otra clase. Nos sentamos los dos en esa zona oscura donde se sientan todas las parejas, no tardamos en emocionarnos. Ella se dejaba coger el culo, incluso por debajo de la falda y los senos, todo iba bien pero cuando le fui a meter mano entre las piernas, Carla se negó en rotundo. Me mosqueé, porque me dejó a dos velas. Lo intenté muchas veces pero ella era muy reacia. La única solución que veía era llegar a casa y masturbarme, y así lo hacía.
Un día me invitó a merendar a su casa antes de salir. Allí conocí a su madre, y ¡vaya madre! Toda la sensualidad que le faltaba a Carla, la tenía Rosa. Tenía 39 años, era castaña, con pelo rizado y largo. Cintura estrecha y culo ancho y bien formado, tetas descomunales al lado de las de su hija, muy bien puestas.
Me explicó Carla que hacía mucho deporte y entonces entendí su cuerpo fibrado. No me sorprendió que no hubiera un hombre en la casa, ya que Carla me había dicho que era madre soltera. Era muy simpática y encantadora, y me sonreía pícaramente. Al servirme un café se abalanzó un poco sobre mí y pude ver su escote infinito. Quizás por eso, cuando pillé a la hija a solas, me empeñé más que nunca en masturbarla de una vez y le pedí que me masturbara, pero se negaba. Me explicó que su madre se lo había dicho desde siempre, seguramente debido a su propia experiencia.
Al final accedió a masturbarme, para lo que elegimos un callejón que conocía. Como era invierno, me taparía con el abrigo por si las moscas.
Carla estaba inquieta y debido a su poca experiencia me daba con tal fuerza que era imposible no sentir dolor, así que le pedí que lo dejáramos. La acompañé a su casa sin decir una palabra y nos despedimos fríamente. No pasó nada. Pasé la noche sin dormir y ella la debió pasar llorando. Por otra parte, me masturbé para quitarme la calentura, pero no pude dejar de pensar en Rosa a la hora de hacerlo.
Carla me llamó a primera hora de la mañana, sin duda influida por su madre. Me invitó a que la recogiera por la tarde y yo accedí por que estaba muy enamorado de ella. Al llegar la tarde, me encontré que Carla no se había arreglado todavía pues su madre ocupaba el baño. Rosa salió a recibirme con una toalla liada, lo que aprovechó Carla para ducharse y vestirse. Rosa empezó a decirme que Carla le había contado todo. No me lo reprochaba, pero me pedía paciencia. Me advirtió que si yo dejaba embarazada a su hija, me cortaría los huevos. Su hija era aún muy joven, me decía, pero luego me hizo un ofrecimiento que me dejó de piedra…
Si quería sexo, podía tenerlo con ella, a condición de dejar tranquila a la hija. En esto que terminó de salir la hija del baño y Rosa me dijo en voz baja que me llamaría.
Carla tenía un horario que la obligaba a quedarse en clase unas horas más a repaso algunos días. Rosa me llamó en este horario y me recordó lo “pactado”. No tuve más remedio que ir, por que era una ofensa a mi hombría no ir y porque no dejaba de pensar en aquella mujer. Me recibió en una bata, me pidió que pasara y me sirvió un cubata. Se sentó a mi lado y empezó a hablarme. Yo estaba tan tenso que le respondí tartamudeando. Así sentada me enseñaba un muslo exquisito y le veía hasta el ombligo. De repente, me bajó la bragueta, me desabrochó el botón del pantalón y me sacó la polla. No tardé en correrme escuchando una voz que me arrullaba y unas manos hábiles que me ordeñaban. Respeté desde ese día a mi novia, tal y como me pedía su madre. Apreciaba en ella a la joven mujer idealista, todo lo contrario de lo que me llevó a ver a su madre a los pocos días.
Rosa me recibió con un camisón, volvió a repetir la operación de la otra tarde, pero yo estaba más decidido, así que comencé a besarla en la boca mientras ella me sacaba la verga. Su boca era más carnosa que la de su hija, pero su lengua era más experta. Me la metió entre mis labios y buscó mi propia lengua. Le desabroché los botones del camisón y tome sus senos calientes y enormes, comencé a juguetear con sus duros pezones. Me corrí sin quererlo, fue una situación comprometida, pues Carla estaba al llegar, pero afortunadamente el abrigo lo disimulaba todo.
Cuando fui a ver a la madre de Carla por tercera vez, me aseguró que no volvería a pasar lo de la vez anterior y así fue. Volvió a repetir la operación con el mismo camisón. Me empezaba a sentir muy excitado, cuando de repente, bajó la cabeza hacia mi ingle y se la metió en la boca. Nunca había sentido tanto placer. No pude tocarle las tetas con tanto gusto, pero mis manos empujaban su cabeza de arriba a abajo. Se la comió toda hasta que me corrí en su boca. Ese día, cuando llegué a casa y dándole vueltas a la cabeza, pensé que era muy egoísta y que debía darle a ella algún tipo de satisfacción.
Cuando volví a verla a la semana siguiente, me recibió en bata, entré, me acerqué a ella y comencé a besuquearla, arrancándole la bata de un tirón. Allí estaba ella, desnuda, con unos pezones de color chocolate. Me puse a comerle los pezones y planté mi mano entre sus piernas. Tras ceder ella brevemente, tuvimos una lucha por ver quién llevaba la iniciativa. Acabamos sentados yo en el sofá y ella, de rodillas en el suelo, comiéndome la polla. La estiraba del pelo, como queriendo creer que era yo el que llevaba la iniciativa. No dejaba de frotar mi pierna contra su coño. Me corrí en su boca y ella se lo tragó todo de nuevo. Se abrazó contra mi cuerpo y me repetía que era muy malo.
Le impedí que se vistiera y estuve observándola largo tiempo, observando sus senos, sus caderas, sus muslos, sus nalgas que asomaban en sus bragas escotadas. Se acercó a mí, cuando se lo pedí y hundí mi cara entre sus muslos, pude oler el perfume de su sexo que se mezclaba con el de su ropa, le dije directamente que quería comerle el coño y quedamos que para la próxima cita, ya que lo dejaría sin ningún pelo para que me lo comiera mejor. Yo accedí, sería mi primera vez y prefería informarme bien de cómo hacerla llegar al clímax total.
Llegó el día y cuando llegué, estaba haciendo deporte. Estaba un poco sudada, llevaba un pantaloncito que dejaba asomar sus muslos y una camiseta muy ceñida. Me besó en la boca, como había empezado a hacer cuando iba allí y no estaba su hija. Sin muchos miramientos me dijo que me quitara los pantalones y la ropa. Me quedé en calzoncillos, me miró de reojo y con cierto sarcasmo comenzó a desnudarse. Se quitó la camiseta y quedaron al descubierto sus melones sudorosos. Luego se bajó los pantalones y las bragas, se dirigió al salón y se sentó en el sofá. Me acerqué a ella y me puse de rodillas, a comerle las tetas. Su cuerpo estaba pringoso y olía a sudor. No me importaba, tenía ganas de esa mujer.
No sabía bien como comerle el coño pero ella, intuyéndolo, se abrió de piernas colocando sus pies sobre mis hombros. Ante mí se abría todo el sexo bien rasurado y en medio una raya como una pista de aterrizaje. Lamí aquella grieta a la par que saboreaba su olor perfumado. Rosa me enseñó donde tenía que chupetear para conseguir que su sexo se humedeciera, cogió el clítoris entre sus dedos mientras me empujaba suavemente la cabeza contra él. Por primera vez vi a Rosa excitarse y perder el control, sobre todo al comprobar en mi expresión contrariada que me había corrido. Rosa comenzó a moverse rítmicamente mientras me cogía la cabeza que restregaba contra su grieta.
Su corrida fue todo un éxito, estaba exhausta en el sofá. Yo ya me había vuelto a empalmar y le pedí que me la comiera. Me tumbé en el suelo y esperaba que ella se echara sobre mí, empezando por los pies, pero me equivoqué. Venía a gatas desde mi cabeza, pasó su cara, luego sus tetas y por último plantó su vientre delante de mí. Luego se agachó contra mí y comencé a sentir como me trasteaba la polla, mientras comencé a percibir de nuevo el perfumado olor de su sexo. Esta vez se tragó el poco semen con que pude recompensarle.
Se nos hizo un poco tarde y llegó Carla mientras nos vestíamos. Me acabé de vestir rápidamente en el lavabo, mientras su madre se componía rápidamente con una bata. Carla no sospechó nada, su madre le hizo creer que me había invitado a comer ese día. Ese día fue especial, ya que descubrí el orgasmo femenino. Descubrí que podía conseguir que una mujer como Rosa se convulsionara de placer.
Desde ese día ya no fue nada igual. Llegaba y me sentaba en el sillón mientras Rosa venía de rodillas a comerme la polla. Yo entonces le agarraba las tetas, le acariciaba con fuerza y le pellizcaba tiernamente los pezones. Luego ella se tumbaba, yo le comía el chocho y la penetraba con los dedos, entonces ya estaba tan excitado que volvía a correrme.
A la semana volví a su casa y cuando comenzaba el ritual de la mamada, la cogí del cuello y la tiré con suavidad contra la alfombra, entonces hice por ponerme encima de ella pero no quería. Después de un leve forcejeo que no fue más allá, me dijo que sin preservativos, nada, así que me tuve que conformar con la mamada. No tardé en ir a una farmacia a comprar los preservativos, me puse de todos los colores ante aquella chica que despachaba, pero podía más el deseo de comportarme como un hombre que la vergüenza. Cuando los compré, me asaltó la idea de sorprender a Rosa, así que por primera vez en mi vida hice campana y me dirigí aquella mañana a la casa de mi novia, que estaría en el colegio. Llamé a la puerta dos veces y me recibió Rosa totalmente somnolienta. Se sorprendió de verme allí.
Confieso que por un momento me puse celoso con solo pensar que la podía descubrir con algún hombre que hubiera conocido, lo cual como luego comprobé sobre la marcha era falso, pero a pesar de ello, fingí celos mientras ella me aseguraba que no se había acostado con ningún hombre en semanas. Llevaba puesto el camisón con el que tantas veces me había recibido, debajo del que había unas braguitas minúsculas. No sé que me pasó pero me transformé. La llamé puta, mientras de un tirón le desgarraba el camisón. Esta actitud mía le asustó al principio, pero entonces descubrí una sonrisa y una mirada entre perdida que solo demostraba satisfacción. Le agarré de la cintura y la tomé contra mi boca. Ella oponía una tibia resistencia. Mis labios le mordieron el pezón con una falta de respeto que me sorprendía hasta mí.
Su camisón desgarrado cayó por su propio peso y le ordené:
– ¡Quítate las bragas, zorra! Hoy vas a follar conmigo de una vez.
Rosa se quitó las bragas. Entonces yo me quité la ropa mientras me miraba temerosa y saqué la caja de preservativos, todavía con el papel del envoltorio de la farmacia. Rosa se rió, yo me puse colorado, pero ella para no cortarme se calló rápidamente. Me fui a colocar el preservativo, pero me lo iba a poner al revés. Rosa intervino para hacerme ver que me lo estaba poniendo mal, se ofreció a ponérmelo. Con solo el tacto de sus dedos delgados y oler la proximidad de su cuerpo, me corrí.
Me pesó como nunca mi eyaculación precoz. Rosa, siempre comprensiva, me calmó y me preparó un desayuno. Luego se duchó mientras yo reflexionaba sobre mi problema. De repente la oí cantar y solo con imaginármela me empalmé, me asomé al baño y allí estaba bajo el chorro de la ducha. No dudé en esperar a que saliera y cuando salía con la toalla alrededor del cuerpo, volví a atacarle con la misma violencia que antes, pero sin gastar esfuerzos en palabras. Le quité la toalla y se quedó totalmente desnuda, la cogí en brazos, la llevé a su dormitorio y la empujé contra la cama. Su pelo húmedo se extendía entre las sábanas, su cuerpo rezumaba el olor del jabón recién frotado. Esta vez me puse yo mismo el preservativo, ella me esperaba con las piernas abiertas. Mi pelvis empujó venciendo las sucesivas estrecheces. Como me había corrido antes, esta vez pude aguantar mucho más rato, mientras ella, con sus piernas enlazadas detrás de mí, aguantaba las embestidas y las recibía valientemente. Nos corrimos y quedamos derrotados el uno encima del otro.
A partir de ese día, Rosa comenzó a tratarme como a un hijo, incapaz de negarme cualquier capricho. Yo respeté mi parte del pacto, respetando a Carla.
Saludos.