Relato erótico

La curiosidad es buena

Charo
3 de junio del 2020

Estaba harta de estudiar, la carrera de Ingeniería se le estaba haciendo larga, aunque era una buena estudiante, quería acabar de una vez y empezar a disfrutar un poco de la vida. Aquella tarde y, pensando en sexo, tenia curiosidad por el sexo anal.

Begoña – MADRID
Siempre había pensado que una de las mayores fantasías de los hombres era el sexo anal, incluso creía que para muchos de ellos era algo que veían como imposible y que matarían por hacerla realidad. Así que cuando por fin decidí que quería probarlo y que tenía que elegir candidatos, estaba segura de que no pasaría el fin de semana sin que mi culito dejase de ser virgen.
Era un martes por la tarde y ya estaba harta de estudiar. Puesto que aún no me apetecía irme a casa cogí uno de los periódicos de uso común que había por allí y me puse a leer. No sé muy bien como, de repente me encontré en la página de contactos buscando anuncios en que se ofreciese experiencias de sexo anal. Cogí un rotulador rojo y fui rodeando aquellos que parecían interesantes. Por supuesto no pensaba llamar a nadie, pero sentí curiosidad, ya que estaba un poco obsesionada con el tema. Cuando ya no quedaron más páginas que mirar en esta sección, me di cuenta de que no era buena idea dejar el periódico con aquellas indicaciones evidentes de lo que había estado mirando su lector. Así que con todo el disimulo que pude retiré las hojas, las doblé y las guardé en mi carpeta. Amontoné el resto de libros sobre ésta, metí los bolígrafos en el bolso y me dispuse a irme.
Lo que me encontré al levantarme de la silla no me lo esperaba. Justo detrás de mí se encontraba uno de los profesores que me daban clase, concretamente el de macroeconomía. Debí quedarme pálida al encontrarme cara a cara con él, aunque pocos segundos después pasé al color rojo al darme cuenta de que ese hombre debía llevar detrás de mí mirando lo que estaba haciendo desde hacía ya un buen rato.
– Buenas tardes señorita. La he visto y he pensado que tal vez estaba usted estudiando para el examen de mañana y que a lo mejor yo podría resolverle alguna duda que usted tuviese – me dijo.
No sé que nivel de rojo podrá llegar a adquirir la piel de la cara, pero estoy segura de que en aquel momento la mía llegó al máximo.
– Bueno… necesitaba relajarme un poco, profesor – le dije.
– Si quiere usted relajarse, yo le puedo invitar a tomar algo en la cafetería – me invitó – Prometo no hablarle de clases ni del examen.
No sé muy bien por que razón acepté la invitación. Me resultaba evidente que aquel hombre había visto lo que yo había marcado en el periódico y también que me había llevado las páginas. Pero aún así había algo en él, algo en lo que nunca me había fijado, que en aquel momento me atrajo. Debía tener algo más de cuarenta años, pero su cabello era ya completamente cano. Mediría poco más de metro ochenta y tenía una espalda bien formada. No era un hombre especialmente guapo, pero aquellos atrevidos ojos hacían que el resto de su rostro perdiera importancia. Tras pedir él un cortado y yo uno con leche, no se anduvo mucho rato por las ramas.
– No pensará llamar, ¿verdad? – me preguntó.

– ¿Perdone? – dije sin entender su pregunta.
– A los anuncios esos… no llamará, ¿no?
– Verá profesor… no es lo que piensa… – contesté titubeando.
– Yo no pienso nada, simplemente le digo que es usted una joven muy atractiva y que estoy seguro de que puede encontrar cualquier cosa que desee sin recurrir a servicios profesionales. ¿Puede decirme al menos que era exactamente lo que buscaba?
– Profesor… verá… le prometo que no pensaba llamar, era pura curiosidad. De todas formas no creo que usted sea la persona indicada para hablar de estas cosas – repliqué haciéndome la ofendida.
Dicho esto, hice el amago de levantarme para irme, pero él, rápido como un zorro, sujetó mi mano contra la mesa y con su mirada buscó mis ojos. Otra vez aquella mirada.
– Tal vez yo sea más indicado de lo que cree para hablar de “estas cosas”, señorita.
Sin saber de nuevo la razón de mis actos, volví a sentarme. Y sin seguir sabiendo cómo, me encontré contándole al profesor las aventuras de mis intentos de iniciación en el sexo anal. El en ningún momento se rió de mí, ni puso caras de sorpresa o de escándalo. Simplemente seguía mirándome y me dejaba hablar, y aunque esta mirada seguía siendo intensa, la sentía ahora un poco más dulce. En ningún momento, ni siquiera cuando dejé de hablar, el profesor soltó mi mano.
Pasamos unos segundos en silencio mirándonos a los ojos, hasta que de pronto fui consciente de lo que le había contado a aquel hombre al que solo conocía de darme clases. En ese momento desvié la mirada avergonzada por lo que él pudiese pensar de mí. Pero su reacción me sorprendió. De pronto noté sus dedos en mi barbilla, tratando de levantarme la cara.
– Begoña… no tienes que avergonzarte. Todos hemos sido jóvenes y hemos querido probar cosas nuevas. ¿Acaso crees que para mí fue fácil encontrar a una mujer que quisiera practicar el sexo anal? ¿Crees que la encontré a la primera de cambio? Tardé años…
A pesar de que me resultaba raro oírle hablar de aquello con tanta naturalidad, no pude evitar cierto alivio.
– ¿Años, profesor? Yo no quiero esperar años.
– Bien. ¿Y a qué estarías dispuesta por no tener que esperar años?
– Bueno… a llamar a los anuncios de un periódico no, desde luego. Se lo prometo.
– Vale. Pero quitando esos anuncios ¿A qué estarías dispuesta? Por lo que me has contado, no te importaba que fuese un desconocido de la discoteca. ¿Te importaría que fuese tu profesor?
Creo que en aquel momento los ojos debieron salírseme de las órbitas. El corazón empezó a latirme a cien por hora y debo admitir que el coño también. Aún así traté de hacerme la inocente.

– No creo que haga falta que te lo explique, pero si es eso lo que quieres, lo haré. Me ofrezco a ser yo quien te desvirgue analmente.
No supe qué decirle, pero él mismo salvó la situación. Llevó la mano que tenía libre al bolsillo trasero del pantalón y sacó una tarjeta blanca impresa.
– No tienes que contestar ahora. Ni siquiera tienes que decir nada. En esta tarjeta está mi dirección. Si aceptas, ven a mi casa a las diez.
Soltó mi mano, dejó de mirarme y se levantó. Dejó dinero sobre la mesa para pagar los cafés y se fue. No creo que haga falta decir que un montón de idas bullían en mi cabeza. Los pros y los contras, los motivos que él tenía para hacer aquello, a excepción del sexo en sí, y yo acabaría arrepintiéndome de mi decisión, fuese cual fuese. Tampoco creo que haga falta decir, que después de tanto tiempo buscando una oportunidad no quise desaprovechar aquella. Así que a las diez en punto, vestida y arreglada como un figurín y con las piernas temblando como hojas, me encontré ante su portal y llamando al timbre.
Al parecer era un hombre caballeroso y tenía preparada en el salón una mesa para dos. Por un momento pensé que íbamos a cenar antes de pasar a otras cosas. Pero una vez más me sorprendió. Mientras yo miraba la mesa y la decoración del salón, se puso detrás de mí y poniendo sus manos en mi cintura me dijo.
– He preparado una cena para dos. Pero para ganársela hay que hacer un poco de ejercicio ¿No crees?
Me volví hacia él, sorprendida, dispuesta a contestarle algo que aún no sabía que era, pero me encontré con sus labios besándome. Abrió mis labios con los suyos y penetró mi boca con su lengua. Sus caricias por mi cuerpo no se demoraron. Eran dulces, pero al mismo tiempo apasionadas y contundentes. Cuando su mano se perdió por dentro de mi falda y palpó por encima de mi tanga de seda blanca, mi coño ya estaba empapado.
– Veo que ya estás mojadita – dijo – Mejor así, ya que para lo que voy a hacerte necesito que estés muy caliente.
Me estremecí al oír esto, al tiempo que mi coño palpitaba. Por un momento había olvidado que aquello no iba a ser un polvo normal. De pronto, él me cogió en brazos y me llevó por el pasillo mientras continuaba besándome. Cuando llegamos a su habitación me depositó en el suelo y se sentó en la cama.
– Desnúdate despacio – me dijo – Quiero ver como lo haces.
Su mirada parecía anhelante mientras yo me desprendía de mi camisa y de mi falda y se volvió ardiente cuando dejé deslizarse por mi piel el sujetador y el tanga, quedándome solo con unos zapatos de tacón negros.
– No te quites los zapatos. Me gustas así y ahora quiero que te pongas en la cama a cuatro patas.
Aún con un poco de miedo y con más vergüenza todavía, accedí. Me subí sobre la enorme cama y me coloqué a cuatro patas.

– Abre un poco más las piernas.
Lo hice, a pesar de que sentí como el calor subía a mis mejillas. Me sentía totalmente expuesta así y aunque había follado en otras ocasiones en esa postura, esta vez se me hacía distinto puesto que el blanco de sus intenciones era mi culo. Tras unos segundos, oí el ruido característico de unos pantalones vaqueros que son quitados del cuerpo. Miré hacia atrás y vi que también se había quitado la camisa, así que solo lucía un slip negro ajustado que marcaba su abultada virilidad, la cual parecía amenazar con salirse de aquel trozo de tela que él no tardó en quitarse.
Tras esto, se acercó a mí y pude notar el calor de su cadera y de su entrepierna en mis nalgas, lo cual hizo que instintivamente me echase hacia atrás para sobarme contra él. Pareció que esto le gustaba puesto que puso sus manos en mi cintura y me apretó contra él. Yo podía notar su dura polla contra mí y por primera vez fui consciente de que la quería dentro de mi ano.
De pronto él se separó de mí y se acercó a la mesita de noche, de la cual sacó una caja de preservativos y un botecito en el que ponía “gel lubricante”. Me estremecí con cierto miedo y con mucha excitación ante la idea de lo que venía a continuación. Le vi abrir la tapa del bote y untar un poco de aquella sustancia acuosa en su dedo índice. Después de esto desapareció detrás de mí. Lo siguiente que sentí fue un frió en el ano que me hizo estremecerme y supe que me lo estaba untando. Notaba sus dedos haciendo círculos suavemente y presionando ligeramente. No me hacía daño en absoluto, la sensación era deliciosa.
A los pocos segundos noté como aplicaba más gel y como la presión de aquel dedo era más fuerte mientras seguía haciendo círculos, no pudiendo evitar un ligero sobresalto de sorpresa cuando sentí que el dedo había entrado un poco en el agujerito.
Durante los siguientes minutos, todo fue así, más sustancia lubricante y el dedo un poco más adentro, mientras de vez en cuando me acariciaba el clítoris o me pellizcaba los pezones con la mano libre. Hasta que por fin me anunció que lo tenía completamente metido. No me había dolido en absoluto, lo más que había sentido había sido alguna ligera molestia.
Repitió la operación hasta que consiguió tenerme ensartada con tres dedos y estos se deslizaban sin resistencia dentro de mí. Reconozco que estos me habían dolido un poco, pero aquel pequeño dolor pronto se transformó en placer y me encontré moviendo las caderas al ritmo de sus embestidas y deseando más.
De pronto el retiró los dedos y yo me sentí vacía y casi frustrada. Él debió de ver mi mohín de disgusto y dijo, mientras rompía el envase de un preservativo.
– Tranquila preciosa, ahora viene lo bueno.
Desenrolló el condón a lo largo de su polla y de nuevo desapareció detrás de mí. No tarde en sentir la punta de aquel miembro situada en mi ano, dispuesta para embestir.

Empujó un poco y noté como la punta entraba. Era más ancha que tres dedos y me dolió un poco, pero él no se movió, dejando así que mi entrada se acostumbrara. Poco a poco fue empujando más y más, parando cuando yo me quejaba, pero sin sacarla en ningún momento, aunque yo se lo pidiera.
– Por favor, déjame descansar. Sácamela, me está doliendo. Tú polla es peor que los dedos – supliqué.
– No voy a sacarla. Se trata de que te acostumbres a ella. Relájate y no te dolerá.
– Lo intento, pero es que noto una presión muy fuerte, ahí dentro – añadí.
– Tranquila, poco a poco irá cediendo. La meteré un poco más a ver qué tal…
Y así fue hasta que me dijo que había entrado por completo. Jamás me había sentido tan llena. Cuando comenzó a moverse sacándola casi por completo para volver a meterla de una sola vez, me falló hasta la respiración. No sabía si aquello me gustaba o no. Era raro, dolía un poco aunque cada vez menos, pero sentía que mi coño estaba completamente empapado. A medida que pasaron los minutos, él empezó a embestirme con más rapidez y más fuerza, agarrado a mis caderas e inclinándose de vez en cuando para alcanzar mis pezones o mi clítoris por debajo de mi cuerpo. Lo que me resultaba extraño era que a pesar de que me estaba follando con más intensidad, el culo estaba dejando de dolerme totalmente para pasar a sentir una maravillosa sensación que no tenía nada que ver con ser follada por el coño. No había el mismo placer físico, pero el morbo de la situación estaba haciendo que me volviese loca y que yo misma devolviese sus movimientos con mis caderas.
Me sobrevino el orgasmo mientras él acariciaba mi clítoris y me penetraba como un salvaje. Fue largo, intenso y muy placentero. El tardó un par de minutos más en correrse. En el momento de hacerlo sacó su polla de dentro de mí y pude sentir su semen caliente resbalando por mis nalgas.
Tras darnos una ducha, nos sentamos a cenar y, entre otras cosas, hablamos de lo que había ocurrido.
– Espero que esta experiencia haya sido como esperabas Begoña – me dijo.
– La verdad es que ha sido bastante mejor de lo que creí que sería, profesor.
– Cuando estemos aquí, puedes llamarme Jaime.
– ¿Cuándo estemos aquí…? ¿Estás diciendo que quieres que haya otras ocasiones? – pregunté asombrada.
Noté que él se inclinaba sobre mí y lamía mi espalda al tiempo que sus manos abarcaban mis pechos y sus dedos pellizcaban mis pezones.
– Sí, no veo la razón para que no sea así.

– Aunque mi corrida haya sido muy buena, no hará que aumente tu nota del examen de mañana – replicó riendo a carcajadas.
Besos, amiga Charo.

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