Relato erótico
¡La adoro!
Adora a su mujer y la complace en todo lo que le pide. Lleva unos buenos cuernos, gustosamente, y disfruta sabiendo que ella es feliz.
Pedro – Orense
Mi esposa Paz cuenta 52 primaveras, es diez años más joven que yo y el modo más seguro de calmarla y tenerla contenta es darle lo que pide y dejárselo hacer con quien y cuanto desee. Por ello dice que soy muy comprensivo.
Estábamos en casa y yo, muy excitado, me abrí la camisa, me quité los pantalones y mostré a mi esposa mi polla a media erección, pero de tamaño regular.
– ¡Ven cabrón! – exclamó ella entonces.
Tomó mi menguada verga en sus manos mientras yo arqueaba mis lomos para aproximarme y tendérsela. Mis peludos cojones golpearon su fina muñeca en la que se movían gruesas pulseras al compás de su vaivén.
– ¿Podrás lograr que este objeto sea más duro y grande, Paz? – pregunté – ¿Será posible mi felicidad?
Puse gustoso la polla en la mano de mi mujer, que había comenzado ya a masturbarme, lenta pero concienzudamente, y metí una mano bajo su falda para acariciarle las nalgas.
– Paz – le dije – sería necesario zambullir el objeto que sujetas en una cavidad cálida y húmeda, parecida al interior de tu coño, ¿pero donde puedo yo encontrar una consistencia suficiente?
– Es muy sencillo – me contestó ella manoseando insistentemente y con ahínco mi polla que crecía cada vez más, aunque sin la consistencia suficiente – ¡Fíjate si es fácil, basta con que uses a conciencia tu boca y… olvides tu verga!
Al decírmelo, metí la mano más aún entre sus nalgas. Le acaricié todo el surco, insistiendo sobremanera en el oscuro rosetón del ano que yo podía percibir perfectamente entre ambos globos. Paz se dejó magrear con complacencia, luego se agachó obscenamente ante mi vientre, diciéndome:
– Lo que me pides me resulta poco costoso, pero a cambio de este “sacrificio” quiero algo…
Descapulló mi glande abellotado y se lo metió en la raja. Sus labios mayores, exageradamente desarrollados, se cerraron sobre mi cilindro de carne blanduzca. Estaba Paz muy excitante, con su traje sastre esmeralda arremangado por encima de su carnoso culo de cincuentona.
Yo intentaba trempar a toda costa sin perder un ápice de su espectacular semidesnudez.
Mientras ella me cabalgaba, comencé a suspirar bajo voluntariosas caricias de la vulva de Paz. Yo solo oía rumores de succión y lametones del lubricado coño sobre mi morcillona e impotente dispensadora de fracasos sexuales. Luego me incorporé pringado y entrecortado por mis placenteros gemidos, a pesar del fracaso.
– Creo que no podré nunca más, Paz – le dije:
– Voy a ayudarte – me contestó ella arreglándose el moño y después de colocarse un par de horquillas, tomó mi verga, algo pendulona y reluciente de flujos, y volvió a dirigir mi glande de nuevo hacia su coño.
Ella abrió los labios mayores, empujé y mi picha pocha se zambulló en la dilatada vulva. Entonces comenzó a joderme, asestándome lentos y profundos culetones como si mi polla fuese un pistón. Ella se había metido la mano y se masturbaba el clítoris y me magreaba los cojones a la vez.
– ¡Vamos, más fuerte! – me alentaba.
Yo me agitaba cada vez más bajo su culazo, con mis manos agarradas en sus caderas. Me daba violentos culetones que me partía. Sus hermosos pechos temblaban en su busto. Finalmente, eyaculé por segunda vez rugiendo mientras Paz, que había perdido su compostura, me seguía oprimiendo las pelotas para ayudarme a vaciarme. Pero Paz hizo una mueca, mi estado de ánimo no le interesaba.
– No consigo ya correrme contigo, marido – me dijo – Lo que no me preocupa tanto es que parece que lo soportas muy bien. Menos mal que ahora con mi amante es otra cosa… ¿Soportarías que lo trajese a casa? ¿Lo deseas?
– De acuerdo Paz, háblame de tu amigo Pedro.
– Le he preparado ya la cama en mi habitación, creo que encontrará aquí todo lo que necesita – me dije.
Los siguientes días tuve que consentir todo a mi mujer de la que, como marido, sospechaba hacía tiempo que jugaba con la enorme tranca de Pedro. Tuve mucho tiempo para escuchar todo lo que sucedió. Me ponía en la puerta con el auricular de mi oreja atento para oír y no perder detalle.
Paz vestía mejor que nunca, pero con el mismo aspecto severo, el mismo moño, se compró más ropa y estaba imponente. Con el índice izquierdo se colocó bien las gafas en la nariz, me miraba con desconfianza, pero se relajaba cuando la encontraba tan bien servida. Parecía otra mujer, mucho más joven y bella. ¡Ahora estaba soberbia!
Mi esposa agitó la cabeza de izquierda a derecha y se subió de nuevo las gafas con el índice. Respiraba más deprisa, su pesado pecho tensaba la blusa de seda blanca.
– Vamos, no me mientas marido, veo muy bien que estás excitado aunque tu polla no esté dura. Haz como si yo no estuviera viéndote y mastúrbate a mi salud.
Quise protestar pero comprendí que era inútil. Ella no se dejaría convencer. Me puse la mano en la polla me acaricié a través del pantalón.
Paz sacudió la cabeza y mirándome seria me dijo:
– Quiero verte masturbarte a pelo, vamos, sácate la lombriz que yo pueda verla entre tus dedos y lo que estos le hacen.
Lancé una mirada desolada, luego tomé mi pichina arrugada y se la mostré levantándola lentamente, descubriendo el glande, desenfundándolo del capuchón.
– Sabes hacer durar el placer – se burló Paz – Haces bien, es mucho más excitante pero, alto ahí, espera un poco antes de seguir – obedecí hasta que al rato volvió a ordenar – Continua ahora, llevas ya cerca de diez minutos. Ya sabía que eras un refinado ahora que te pones morado con mi coño relleno de leche de otro.
Me ruboricé al oír sus obscenos comentarios que, sin embargo, me hacían efecto de priapismo, me calentaban, mi respiración se hacía jadeante, mis ojos brillaban de felicidad y dicha. Paz me contemplaba mientras miraba con desprecio mi polla. Mi juego vicioso le excitaba muchísimo, pero mi polla no estaba en erección como el cipote de Pedro.
– ¡Mira ahora mis bragas! – me dijo de pronto.
Se levantó la falda descubriendo el portaligas oscuro que enmarcaba unas minúsculas bragas rojas rodeadas de encaje tupido y negro.
– Tu señora lleva lencería de puta adúltera, como le gusta a mi Pedro – me dijo extasiada – Mira como me la ha puesto con su última corrida. ¿Te hace así más efecto, pedazo de cabrón?
Me ruboricé más aún y ella me indicó el diván diciendo:
– Ven a sentarte aquí, impotente cornudo, estarás más cómodo para lamérmelo todo. Eso es. Arrodíllate delante de tu esposa y pídeme por favor que abra mis piernas.
Paz, poniendo una pierna en el asiento de terciopelo, me abrió al máximo su gloriosa entrepierna, paseó una mano por el rojo triángulo y mientras lo apartaba dejando salir su jugoso coño, me alentó a sacar la lengua.
A pesar de todo soy muy feliz.
Un abrazo.