Relato erótico
Inolvidable
De esta experiencia que nos cuenta han pasado muchos años. Su vida ha dado muchas vueltas, se casó y reafirmó su sexualidad, pero reconoce, que nunca ha olvidado aquella situación e incluso, cuando la recuerda, se pone cachonda.
Rosa – Asturias
¿Por qué negarlo? ¿Por qué no contarlo? ¿Por qué esconderme en la mojigatería de “lo normal”? A fin de cuentas ¿qué es lo normal? Ser mujer, hacerte mayor, casarte, tener hijos, una vida sexual más o menos complacida…
Crecí en un pueblo pequeño, de esos en el que hay ventanas que se entreabren y dejan ver en la penumbra ojos curiosos y quizás mal intencionados, o quizás solo carentes de más diversión que cotillear el ir y venir de algún vecino o vecina.
Llegó mi adolescencia en ese sofoco continuado del pecado y la tentación, del mirar de soslayo al niño que te gustaba y mostrarte pudorosa y recatada si alguno traspasaba la cintura al bailar. Lo normal de un pueblo pequeño. Por mi mente pasaban furtivamente en mis noches de soledad imágenes no permitidas de cuerpos sudorosos y brazos aterciopelados, de manos calientes resbalando por mi pecho joven y bailes de lenguas en bocas ajenas.
Me calentaba con solo pensarlo pero, educada como lo estaba en aquel ambiente, rápidamente las trataba de borrar y negarme a mí misma el placer que se me hacia asfixiante en mi entrepierna. Nada, o apenas nada, sabía yo del hombre y su cuerpo, aunque tratara de imaginarlo en mi soledad. Solo rumores, comentarios de amigas pero nada más.
La primera vez que un chico me besó, casi ni me sostenían las piernas, mi pulso se acelero hasta los límites del infarto… y eso que solo fue un beso. Por eso, aquella tarde en que mi amiga vino a probarse ropa a mi casa, todo me dio vueltas. Todo fue como una quimera de mi mente, pero sin embargo, fue tan real. Casi había cumplido los 18 y mi cuerpo seguía tan “intacto” como cuando nací, y no fue por falta de ganas, solo que mi educación fue tan diferente a la de nuestros días. Diana, aquella amiga que se desnudaba frente a mí impúdicamente, quedándose apenas en bragas y sujetador, me sonreía mientras miraba extasiada mi ropa nueva tendida sobre la cama. Su mirada pasaba rápidamente de una falda a una blusa o una camiseta, sin percatarse de que mis ojos permanecían clavados en las redondeces de su cuerpo casi desnudo. Nunca había dudado de mi heterosexualidad pero aquel cuerpo joven y apetecible, me estaba provocando reacciones en mi ser que nunca sospeché. Se volvió hacia mí colocándose una blusa sobre los hombros, mostrando la parte baja de su abdomen en la que resaltaban unas braguitas casi transparentes que no dejaban mucho a la imaginación.
– ¿Me quedará bien? -pregunto mirándose al espejo de frente y perfil, dejando su maravilloso culo a apenas unos centímetros de mis ojos.
Tragué saliva y traté de aclararme la garganta con un carraspeo que me sacó de mi admiración.
– Sí, creo que sí. Póntela a ver -contesté con una media voz que casi tuve que forzar a salir.
Uno a no desabrochó los botones y se la colocó. Abrochó de nuevo los ojales vacíos y se dio media vuelta hacia mí.
– ¿Cómo me ves? -preguntó de nuevo mostrándose coqueta y creída frente al espejo. -Quizás me aprieta un poco en el pecho ¿no?- dijo mientras se ponía de perfil.
Me levanté de la cama y me acerqué a ella. Ciertamente su pecho casi no cabía en aquella blusa. Tiré un poco de los lados para hacérselo notar y sin querer, rocé uno de aquellos redondos pechos, tan diferentes a los míos, más bien pequeños. Ni se alteró, cosa que no pasó con mi pulso que se aceleró aun más si podía hacerlo. Me sorprendí a mi misma nerviosa frente a semejante despliegue de sensualidad contenida. Bajé la mirada tratando de ocultar mis pensamientos y su voz retumbó en mi cerebro.
– A ver, póntela tú para ver cómo te queda.
Y diciendo esto se apresuró a tirar de mi camiseta hacia arriba, sin apenas darme tiempo a reaccionar, allí estaba yo, en sujetador frente a ella, que mostraba una sonrisa encantadora. Se quedó mirando mi pecho y, como quien no quiere la cosa, alcanzó uno de ellos con su mano.
-Tienes menos pecho que yo, te quedará genial. Tiene gracia, marcas más pezón que yo pese a su tamaño – dijo esto mientras pasaba un dedo justo por la punta de aquel pecho que se moría porque lo tocasen más.
Claro está que mi pecho reaccionó frente a la caricia y el pezón se alzó sin que pudiese evitarlo. Miré sus ojos por un momento y un rayo de maldad vi que cruzaba los suyos mientras apretaba entre sus dedos mi pezón, que se hacía más grande por momentos.
-Tienes unos pezones preciosos, grandes y apetecibles, no como los míos que apenas si se alzan. Mira, toca tú misma y verás.
Como si fuese lo más normal del mundo, cogió mi mano derecha y la dirigió a su pecho para que comprobase por mi misma su afirmación. Casi sin querer acaricié aquel pecho duro y joven, grande y nacarado.
Una punzada pasó por mi bajo vientre mientras lo hacía. Como llevada por una mente ajena a la mía, hice el sujetador a un lado para poder palpar aquel pezón que se empeñaba en no sobresalir de la piel. Lo tomé entre mis dedos y lo noté endurecerse poco a poco. De sus labios escapó un suspiro. La miraba como embelesada, como si aquello no estuviese ocurriendo, como si no fuese yo la que acariciaba aquella suave piel. Miré su cara y la vi sonrojarse por momentos mientas se mordía un labio.
Mis dedos no cesaban en su empeño de masajear aquel botón marrón. Nunca se me había pasado por la cabeza, ni en mis sueños más húmedos, pero allí estaba, sintiendo el latir de un pecho, que no era el mío, en mi mano desnuda.
Bajé la cabeza poco a poco y puse mis labios sobre él. Los entreabrí y mi lengua probó el dulce néctar que destilaba. Una mano se apoyó en mi nuca y me empujó hacia aquel cuerpo que, poco a poco, comenzaba a temblar bajo mis caricias. Escuché su respiración alterada a cada pasada de mi lengua, noté como se erizaba su piel al resbalar de mi saliva. Mis manos hacía un rato que ya vagaban por su cintura o subían hasta la cumbre de su otro pecho, como si me estuviese emborrando de ella. Cerré los ojos al notar el tirante de mi propio sujetador resbalar empujado por sus dedos por mi hombros, el “clic” del cierre y la libertad de su ausencia sobre mi cuerpo. Levanté la cara solo para enfrentarme a la calidez de sus labios que se entreabrieron para enlazarse con mi lengua en una pelea que nunca soñé.
Sus manos resbalaron por mi espalda hasta más debajo de la cinturilla de mi falda, hasta tomar posesión de mi culo que masajearon a su antojo. Para entonces ya sobraban las palabras, solo los quejidos mudos de nuestras bocas en la habitación y la impresión de aquello era un sueño, como irreal, como si no fuese yo la que apretaba, uno después de otro, aquellos pechos grandes y blanquecinos o dejaba una huella de saliva en su cuello hasta su boca para volver de nuevo al satén de su lengua.
Mi falda resbaló sobre mis muslos empujada por sus manos ávidas. Retomó con ansia mis pechos hasta arrancarme gemidos de lujuria que su lengua provocaba. Una mano bajó por mi vientre y se acercó al filo de mis braguitas. Casi inconscientemente apreté mis piernas, como queriendo impedir la invasión que ansiaba. Dulcemente paseó la palma de su mano sobre mi monte de Venus. Como sin prisa, como sin querer, introdujo un dedo entre mis muslos apretados y hurgó despacito sobre mis bragas, ya húmedas para entonces.
Yo flotaba y me dejé hacer, mis piernas se relajaron poco a poco y su mano ahondó aun más entre ellas. Pequeños temblores hacían palpitar mi cuerpo mientras un dedo jugaba en la comisura de mis labios vaginales. Un escalofrío parecido a una pequeña descarga eléctrica, me recorrió la columna vertebral cuando acarició por encima de la tela mi ya erguido clítoris. Me tenía entregada y lo sabía. Paso su mano bajo la suave tela de la braguita y se posó un momento entre mi rizado vello púbico. Bajó un poco más y encontró mi vagina palpitante y ansiosa de caricias, húmeda, expectante.
Mientras su boca caracoleaba sobre mi pezón a punto de reventar y mi cabeza daba vueltas y se agitaba de un lado a otro, sus dedos encontraron mi botón del placer y, tras mojarlos en su propia saliva, comenzaron a atormentarme entre quejidos de placer y estertores incontrolados. Mis piernas se abrían y cerraban sobre aquella mano intrusa que se empeñaba en sacar de mí el animal que llevaba dentro. Mis manos apretaban su cara contra mi pecho o pellizcaban sus hombros.
Lentamente, dejando un rastro de saliva sobre mi cuerpo, bajó su cara sobre mi vientre, introdujo una lengua húmeda y tierna en mi ombligo, y alcanzó mi pubis entre mis lamentos de placer. Noté su saliva resbalar sobre mi vulva, ya abierta e hinchada, el calor de su lengua resbalando sobre mi pubis y la calidez de su boca cuando sus labios besaron profundamente mi clítoris atormentándolo. Mi cabeza estallaba en un sinfín de destellos mientras me retorcía bajo aquella boca que me levantaba, literalmente, de la cama con convulsiones arrítmicas que me llevaban al paraíso.
Sus manos habían viajado hasta mi culo y tiraban de mí hacia ella con fuerza, amasándolo en su redondez, como avarienta de carne y sexo. De repente mi cuerpo dejó de ser mío, solo era la muñeca que rebotaba en las sábanas al compás que ella me marcaba. Sus caricias fueron poco a poco pasando de ser suaves a casi dolorosas, arrancándome una y otra vez quejidos profundos y sentidos, hasta que noté en lo más profundo de mí ser que el fin estaba cercano. Un flash me cegó por un momento, mis manos se aferraron a su nuca mientras mis piernas temblaban como poseídas de vida propia, ajenas a mí. Mi cerebro estallaba y un grito de placer nacía en lo más hondo de mi ser. La fuente del placer se abrió y su boca estaba preparada para ello. Hundió mi clítoris en su boca mientras lo succionaba casi con saña. Se sabía dueña del momento y lo quiso vivir plenamente. Después la paz, el dejarse ir, la somnolencia y pequeños temblores que aun recorrían mi cuerpo de parte a parte. Se separó de mí lo justo como para que no dejase de sentir el calor de su piel. Me besó en la frente mientras pasaba delicadamente su mano sobre mi pecho. Me dejó recuperarme a mi ritmo.
Entreabrí los ojos y me enfrenté a los suyos, acaramelados, dulces, sonrientes. Me besó en la boca delicadamente, sin hablar, solo sentir. Su pecho reposaba sobre mi brazo y podía notar su suavidad. Acerqué mi mano para notar su tacto de nuevo. Estaba allí, dulce, goloso, tentador. Resbalé de su hombro hasta ellos y lo tomé dulcemente entre mis labios. Un gemido y continúe con mi conquista. Su pezón apenas si se levantaba de su piel pero podía notarlo en la punta de mi lengua. Lo saboreé a conciencia, arrancando gemidos placenteros a cada succión de mi boca. Dejé mis manos volar sobre su vientre hasta alcanzar sus braguitas, ya húmedas al tacto. Nunca había antes tocado ningún sexo que no fuese el mío. Lo sentí palpitar bajo mi palma, sus pequeños pelitos rizados me hicieron cosquillas en ella, su olor a mujer en celo me embriagó por momentos.
No pude contenerme, tenía que saborearlo. Me puse de rodillas y lo contemplé a través de la transparencia de su braguita, oscuro, húmedo, tentador. Aparté la tenue tela a un lado y su aroma me golpeó de frente, me estaba retando, se mostraba caliente y desafiante.
Bajé mi cara lo justo como para que su vello hiciese cosquillas en mi nariz, su perfume me emborrachaba. Puse mis labios sobre aquella piel perlada y mi lengua notó el sabor salado y dulce de su hendidura. Lo saboreé lentamente, deleitándome a cada sorbo de su piel de mujer, sus gemidos me llegaban como lejanos cuando me apropié de un clítoris retador, lo noté duro frente a mi lengua. Dos dedos míos se habían colado entre sus labios y rozaban el interior de su vagina. Aspiré aire antes de hundirme en aquellas profundidades y mi lengua descubrió sabores desconocidos. Sus muslos se cerraron sobre mi cara mientras su mano se posaba en mi nuca pidiéndome más, y se lo di. Hundí aun más mis dedos en ella y mi lengua jugó contra su clítoris, atormentándolo, presionándolo, haciéndolo mío. Sus caderas se balanceaban adelante y atrás en un baile de sexo y lujuria, sus piernas se anudaron a mi espalda y gemidos continuos se atropellaban en su garganta.
Noté como sus crispados dedos se aferraban a mi cabello mientras una convulsión casi eterna me hacía cabalgar sobre su pubis. Estalló en un grito final, abrumada de estertores y convulsiones, mordiendo la almohada para acallar sus gritos de placer. La noté poco a poco dejarse ir mientras sus jugos inundaban mi boca. Lentamente se deshizo el nudo de sus piernas y aire fresco llegó a mis pulmones al separarme de aquel pozo de deseo. Nunca más volví a él. Nunca más ocurrió. Pero ocurrió. Yacimos desnudas y relajadas un rato, prometimos no decírselo a nadie y hacer como si aquello no hubiese pasado nunca. No sabemos qué paso realmente, supongo que serían las ganas de sexo acumuladas o la curiosidad, pero el caso es que paso. De aquello han pasado muchos años, años en los que me case, conocí profundamente el sexo opuesto y me reafirmé en mi condición heterosexual.
Solo algunas veces me acuerdo de ello y alguna vez hasta mojo mis braguitas al recordarlo. Incluso alguna vez me masturbo pensando en aquella tarde…
Besos.