Relato erótico

Infidelidad justificada

Charo
22 de Noviembre del 2015

Estaba pasando un mal momento y poco a poco dejó de follar con su novia. Ella lo comprendía, hasta que llegó el día que el cuerpo le pedía sexo y lo consiguió con su compañero de trabajo. Nuestro amigo Manuel, era consciente de lo que pasaba y por si fuera poco, fue testigo de su primer polvo y en su propia casa.

Manuel S. – MADRID
Mi caída empezó cuando perdí el trabajo hacía ya un año. Siempre había tenido tendencia a la depresión, y la falta de empleo no hizo más que empeorarlo. Solía quedarme sentado todo el día, recriminándome mi incapacidad para conseguir otro empleo. Hacía dos años que vivía con Teresa, y ahora ella había quedado como único sostén de la casa. Teresa era lo mejor que me había pasado. Con apenas 22 añitos, ella sí que había sabido salir a trabajar y ganar dinero.
Era muy bonita, de rasgos muy delicados y el cabello corto los realzaba. Sus ojos eran muy expresivos, y yo, dos años mayor que mi novia, sabía que muchos hombres debían desearla, y tal vez tirarle lances. Pero sobrellevaba estos celos.
No tenía ganas ni de follar con ella, no se me levantaba el rabo. Al principio Teresa, pese a desconcertarse, lo comprendió. Dijo que entre el trabajo y otros problemas era normal lo que me pasaba y que había que darle tiempo al tiempo.
Hacía ya tiempo que fantaseaba con situaciones humillantes para mí. Al principio me sorprendió descubrir el placer que me daba imaginarme siendo rechazado por las mujeres, golpeado por otro hombre, expulsado del trabajo; pero terminé entregándome a este juego de imaginación.

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Y fue una tarde, que abrí la primera puerta de mi mente. Imaginé como habría sido la primera vez de Teresa. Yo sabía que ella había sido desvirgada a los 18 años, ella me lo había contado. Mi cabeza empezó a volar, febrilmente. Pensé en Teresa con su novio de entonces, del cual no sabía el nombre. ¿Habría sido él mejor amante? ¿Estaba mejor dotado? ¿Resistía más haciendo el amor? Seguramente, pensé primero.
Me la imaginé abriendo sus piernas ante aquel hombre. La imaginé besándolo mucho, muy despacito, mientras lo acariciaba. Quise pensar en un rostro y un cuerpo para ese hombre, y pensé en Lorenzo, un compañero de trabajo de mi novia, de 30 años. Alto, muy varonil, Lorenzo. Y Teresa dejándose hacer lo que tanto deseaba, mientras ese hombre la besaba entre las piernas, con mucha delicadeza. Entregándose por primera vez a un hombre, que la penetraba como yo mismo nunca pude hacer. Más fuerte, más adentro, más fuerte, tomándola de la cintura, poniéndola encima de él, acariciándole el culo, explorando lugares dentro de ella que yo nunca pude alcanzar. Corriéndose fuerte, como ahora yo me estaba corriendo, llenando mi mano de leche.
Estos pensamientos no hicieron más que hundirme. Empecé a rechazar más a Teresa, que a su vez empezaba a enojarse conmigo. Una vez discutimos, y yo le grité que si no le gustaba como era, que se buscara otro que la supiera atender como ella quería.
Y Teresa se empezó a acercar a Lorenzo. Tímidamente al principio, pero cada vez más decidida. Salían a tomar algo después del trabajo, todos los días ya que ella trataba de retrasar la hora de llegar a su casa. Se sentía bien con Lorenzo. Como hacía tiempo que no se sentía.

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A mí, las tardanzas de mi novia no me sorprendieron, más bien me produjeron otro motivo para mis fantasías. Ya se me había hecho costumbre imaginar a mi novia con otro hombre. Cierta vez le pregunté con cuántos había estado antes que conmigo, pero ella se negó a responderme. Tuve que insistir, hasta que ella, riéndose, me dijo:
– ¿En serio me lo estás preguntando?
– Sí, dime – contesté.
Teresa me lo contó. Me contó de Luís, el primer novio, cuanto le había dolido la primera vez. De Carlos, un amigo de la universidad, me contó lo grande que la tenía y como le gustaba que se la besase. Y me contó de Tomás, que se la follaba varias veces por noche. Y mientras me lo contaba, exageraba algunas cosas, disfrutando ella también del dolor que me causaba, al que ni siquiera se le levantaba bien.
Ya había pasado casi cinco meses desde la última vez que me había acostado con ella. Esa tarde Teresa volvió a ir con Lorenzo a tomar algo.
Yo había salido a buscar tabaco. Mientras volvía a casa y estaba en la esquina, vi el coche en que volvía Teresa con el compañero. Los vi aparcar. La vi a ella entrar a la casa, mientras él esperaba afuera. Ella salió y lo invitó a entrar. Por lo visto pensó que yo llegaría muy tarde e incluso que no iría, ya que aquella semana me había ido dos noches a dormir a casa de mi madre.
Yo sentí que me desvanecía. Me fui a dar otra vuelta, caminé unos veinte minutos y decidí volver. Quería seguir viendo.
Cuando llegué a casa espié por la ventana del comedor. No vi a nadie, aunque percibí una tenue luz en nuestra habitación, que me llegaba apenas desde casi el límite de la ventana.
Prendí un cigarrillo y decidí entrar. Muy despacio, abrí la puerta de la calle. Había unas ropas tiradas en el suelo. Caminé hacia la habitación, temiendo y deseando lo peor. La puerta del cuarto estaba entreabierta. Mis sentidos estaban embotados, tenía miedo de ser descubierto. Sin embargo seguí, afinando el oído para percibir cualquier ruido. Quería ver, pero antes de ver nada, oí muy despacito, un gemido. El corazón me dio un brinco, me acerqué y vi hecho realidad, desde las sombras, lo que tanto había fantaseado.

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La habitación estaba en penumbras, solamente la luz del baño iluminaba la escena. Teresa, mi Teresa, se la estaba chupando a Lorenzo. Con mucha suavidad, dejando resbalar sus labios por toda la polla hasta la punta y descansando ahí, en una cabeza morada toda humedecida. La verga de Lorenzo era grande, mucho, me pareció. Las dos manos de Teresa no llegaban a cubrirla a lo largo, y apenas si llegaban a cerrase alrededor del miembro.
Me concentré en mirar a aquel hombre que le estaba dando a mi novia lo que yo no podía. Era bastante más alto que yo, casi quince centímetros, y evidentemente mantenía esa proporción en todo sentido, ya que su verga era, calculé, unos cinco centímetros más larga que la mía.
Lorenzo estaba de pie, y Teresa, sentada en la cama, con las piernas abiertas y en bragas. El le acariciaba la cabeza mientras se dejaba besar, hasta que él le agarró una mano y la llevó a sus testículos. Ella entendió, y se los acarició. Se los agarró, pero eran grandes y no le cabían en una mano. Se los besó mucho, se los besó un rato que a mí se me hizo interminable.
Lorenzo tenía un muy buen cuerpo, a diferencia del mío, que estaba gordo y fofo por el alcohol y la vagancia. Estaba muy excitado. Pensé que ni siquiera en los buenos tiempos a mí se me había endurecido de esa manera, tan firmemente, apuntando recto para arriba. Y empecé a acariciarme por encima del pantalón. Casi sentía el olor de los cuerpos. De vez en cuando un gemido me lastimaba los oídos.
Comencé a masturbarme, mientras en mi propia cama, un hombre mucho mejor que yo, disfrutaba de mi novia.
Lorenzo dejó que Teresa le besara todo el tiempo que ella quiso. Se notaba que necesitaba placer, y él estaba dispuesto a dárselo. Después la besó en la boca, con mucho amor, la recostó. Sin dejar de besarla le abrió las piernas y le acarició en el coño, por encima de la braga. Ella tenía los ojos cerrados y los labios abiertos cuando el bajó, besando sus pechos, su cintura, hasta llegar a su tesoro. Ella gemía, mientras él, le comía el chocho.
Después se arrodilló, la tomó de las manos y la hizo sentarse encima de él. Su polla era muy gorda, y eso impidió que entrara al primer intento. Ella gemía, por el placer y por el leve, delicioso dolor que le provocaba esa verga empujando sin poder entrar. En lugar de lubricarse con saliva, Lorenzo insistió. Teresa lo abrazaba y lo besaba, con la cara colorada, y los ojos cerrados. Se dejó caer, y así la polla se introdujo, muy despacio. Lorenzo tenía mucha fuerza, y se movía hacia arriba y hacia abajo, dándole todo a mi querida novia. La verga entraba y salía, poderosa, del estrecho coñito.

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Pude ver, con total certeza, que no se había puesto preservativo. Le miré los huevos a Lorenzo, y me pregunté lo que mi Teresa estaba sintiendo en ese momento. Supe que ella estaba gozando más que conmigo. No podía negarlo, de ninguna manera. Lorenzo tenía un mejor físico, estaba mejor dotado y trataba a Teresa con mucha suavidad. No se estaban follando a mi novia: le estaban haciendo el amor de una manera que yo jamás había podido.
Ahora Lorenzo había acostado a mi novia hacia atrás y, arrodillado, se la sacaba y se la metía lentamente, pero con mucho vigor. Teresa jadeaba, y apretaba las sábanas, muy fuerte, con sus manos.
– ¿La quieres, no? Pídemelo, y te lo doy, mi amor… – le dijo Lorenzo, pero Teresa sólo jadeaba – Pídemelo, por favor pídemelo… – repetía mientras se movía muy fuerte.
Los músculos del hombre se hinchaban, se movía cada vez más rápido, penetrando con esa verga el coño de Teresa.
– Pídelo, pídelo y te lo voy a dar – le decía él mientras le besaba los lóbulos de las orejas.
– ¡Aaaah… aaaah… oooh… sí…siiií… por favor… siiií… por favor, dámela…!
Cuando Lorenzo acabó, empujó muy fuerte hacia adentro, y la cara de Teresa se desencajó. Abrió la boca, recibiendo la lengua de su hombre y dejando que le echase la leche hasta el fondo de su cuerva. Los dos estaban sudados, exhaustos, y se dejaron caer uno al lado del otro. Así se quedaron dormidos. Iban a hacer el amor dos veces más esa noche, y una más por la mañana, cuando despertaron y vieron que yo no había regresado todavía.
Vi todo esto. Supe que yo lo había provocado, que no había otra persona que fuera más responsable que yo mismo por lo que había pasado. Y supe que mi lugar no estaba en esa casa, al menos por esa noche.
Saludos.

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