Relato erótico

Fue una locura

Charo
18 de marzo del 2020

Fueron a cenar y después a un pub donde había una pequeña pista de baile. Pensó que si salían y se “desmadraban” un poco podrían añadir un poco de morbo a su relación ya que, últimamente, era un poco rutinaria.

Antonio – Sevilla
Esa noche, Carmen y yo decidimos salir a entretenernos un poco. Estábamos solos y la oportunidad era inmejorable. Por cierto, no pasábamos uno de los mejores momentos de nuestro matrimonio y un cambio en la rutina podía ser beneficioso pero jamás pensé, y creo que ella tampoco, hasta que punto llegaría el cambio en la rutina.
Dispuesto como estaba a mejorar las cosas, propuse ir a ver una película romántica, algo erótica pero romántica al fin, sabiendo que son sus preferidas. Al salir del cine, Carmen estaba muy cariñosa y algo excitada. Le propuse tomar una copa antes de volver a casa y aceptó con gusto. Fuimos a un local con algunas mesas y un diminuto lugar para bailar. Aunque la concurrencia no era mucha, las pocas parejas que bailaban casi llenaban la pequeña pista. De todas maneras, lo hacían con los cuerpos tan pegados que no hacía falta más espacio. Nos sentamos en una mesa libre, pedimos nuestras copas y observamos a los bailarines, mientras hablábamos de cosas banales, intercambiando algunas frases amorosas. Una cosa trae a la otra y la conversación tomó un ligero tono erótico. En un momento, Carmen me propuso bailar. Yo nunca lo hago, no me gusta y me negué. Allí naufragaron mis intenciones de pasar una velada agradable. Carmen se enfadó, insistió, yo me molesté por su insistencia y terminé diciéndole que podía bailar sola, si quería seguir el ritmo, o con alguno de los pocos hombres solos que había en el local.
Dicho y hecho, Carmen se dirigió a la pista y comenzó a bailar. Debo reconocer que lo hace con gracia y con su atuendo de esa noche, una escotada blusa blanca, una falda negra que apenas le llegaba a medio muslo y sus zapatos de tacones altos, estaba esplendorosa. El bamboleo de sus caderas y sus tetas, de muy buen tamaño, saltando al ritmo de la música componían un cuadro muy excitante.
Un hombre de mediana edad, aproximadamente de la nuestra, alto y robusto, la estuvo observando, y yo a él, hasta que se decidió a acercarse y seguir la música junto a ella. Carmen lo miró, sonrió y le dijo algo. Dejaron de bailar y se acercaron a la mesa. El desconocido se presentó como Miguel y me pidió autorización para bailar con mi mujer. Aunque no me agradaba la idea, no encontré ningún motivo para negarme, de modo que les dije que cómo no, que bailaran.
Volvieron a la pista y siguieron bailando sueltos durante una o dos piezas, pero la siguiente resultó ser un bolero, lento y meloso.

No me pareció cuestionable, aunque no me gustó, que se enlazaran para bailar ese ritmo, sobre todo porque mantuvieron una distancia mínima, aunque decorosa.
Observé que hablaban, que Miguel sonreía y que Carmen ponía cara de picarona y emitía risitas, parecía estar disfrutando mucho. Ingenuamente me pregunté cómo es que ella no reaccionaba y me erguí para rescatarla del abusón pero entonces tuve una nueva sorpresa. Carmen apartó su cara de la de él, pero volvió a acercarla, pero esta vez para besarlo en los labios. Ni corto ni perezoso, el compañero de baile abrió su boca y se unieron en un beso que nada tenía que envidiar, en intensidad y duración, a los que habíamos visto en el cine. Me convencí de que no había tal abuso y que, en cambio, había pleno consentimiento.
Tuve plena conciencia de mi deslucido papel. Lo visto bastaba para considerarme un cornudo. Quedé un momento paralizado junto a la mesa pero cuando iba a completar mi intención de acercarme a la pareja, fueron ellos quienes abandonaron beso y baile y vinieron hacia la mesa.
– He invitado a Miguel a tomar algo en casa – me dijo Carmen con el tono más natural, como si lo ocurrido y visto no mereciera ninguna explicación.
Habrá quien encuentre que pequé de corto al no reaccionar pero dos cosas me lo impidieron. De una parte, la sorpresa, pues no es fácil reaccionar ante lo completamente inesperado. ¿Os parece razonable que la madre de tus hijos, mujer de muchos años, mujer discreta, se líe a besos con un desconocido y lo quiera llevar a la propia casa? La segunda razón fue que lo que acababa de ver me había excitado de una manera loca, algo que podía notarse perfectamente, pues el bulto en mi pantalón era tan visible como el que lucía Miguel.
– Pues vamos – fue todo lo que atiné a decir.
Cogí una de las manos de mi mujer y aunque ella se la dejó coger, pasó el brazo libre por la cintura de Miguel, quien pasó el suyo sobre los hombros de Carmen, dejando caer la mano sobre las tetas. Los clientes del local, que no estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos amorosos, nos miraron salir con sonrisas socarronas y hasta me pareció que de una mesa, después de un comentario, surgió una carcajada. Hay que reconocer que no es habitual que una mujer entre con un hombre y salga abrazada con otro, mientras el hombre original los sigue con mansedumbre.

Ya en la calle nos dirigimos al coche y cuando iba a abrir la puerta del acompañante para que subiera Carmen, ella simplemente me dijo que fuera yo adelante para conducir, porque ella iría con Miguel en el asiento trasero. En esta ocasión, logré balbucear una protesta, pero Carmen, la hizo morir al nacer al decirme:
– Debemos tener una pelea para que me lleves a ver una película de las que me gustan, no quieres bailar y hace tiempo que tu desgana como marido es más que elocuente pues bien, esta noche se hace lo que yo quiero.
Eso sí que estaba claro. Pude haberme rebelado pero presentía que era inútil. Carmen se hubiera ido con Miguel y yo ni siquiera sabría lo que hacían. Mi erección indicaba que la situación tenía también para mí cierto atractivo morboso. Mientras conducía el espejo retrovisor me permitía ver lo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Se abrazaron y besaron como si el mundo fuera a terminar en ese mismo minuto y otra vez vi una mano traviesa, pero en esta oportunidad era la fina mano de Carmen que manoseaba con ansias la hinchada bragueta de su recién conocido macho. Pero las de él tampoco descansaron. Tetas y culo supieron de la firmeza de sus caricias y en algún momento una mano se introdujo bajo la breve falda y al levantarla, permitió ver que le toqueteaba el coño. Frente a casa, detuve el auto e interrumpí, por primera vez en el trayecto, a los amantes:
– Llegamos – dije con la poca voz que me quedaba.
Llegamos al piso y lo primero que dijo Miguel fue:
– Me harás muy feliz, putita mía.
¿Así que putita?, pensé para mis adentros. A mí me habría armado un escándalo si le hubiera dicho algo semejante.
Miguel se sentó en el sofá, se sacó la polla y automáticamente, vi la lengua de mi mujer recorrer golosamente la cabeza de aquella verga y bajar por el tronco, lamer los huevos, para lo cual metía literalmente la cara en la bragueta, volver a lamer todo el pedazo hasta la cabeza de nuevo y finalmente tragar la polla entera, para subir y bajar varias veces la cabeza. Miguel la apartó aunque ella refunfuñó mimosamente por perder su golosina, pero sabía que se acercaba lo mejor. El macho de mi mujer pues ¿de qué otra manera llamarlo?, le quitó la ropa, mientras ella hacía lo propio con él. Entonces Carmen lo cogió de la mano y lo guió hacia el dormitorio. ¡Todo iba a ocurrir en nuestra cama matrimonial! Giró la cabeza hacia mí y me invitó:
– ¿Quieres venir?
No me lo hice repetir. Fui tras ellos, como un perrito y mientras se arrojaban abrazados sobre la cama, me instalé en una silla. Nunca hubiera pensado que actuaría de esa manera. Ser cornudo puede ocurrirle a cualquiera, pero que te pongan los cuernos en tu cara y te quedes mirando es algo inusual. Pienso que, sin saberlo, siempre tuve pasta de cornudo sumiso. O tal vez fue el descaro de Carmen lo que me avasalló. Sea como fuere, allí me senté.

Miguel le manoseó las tetas, deteniéndose a pellizcarle los pezones, lo que arrancó a Carmen ahogados grititos de placer, luego se inclinó sobre su pecho y le chupó una teta primero y la otra después, con lentitud y, a juzgar por la cara que ella ponía y sus risitas ahogadas, con buena técnica.
Carmen se apartó y gateó hasta los pies de la cama, dándole una amplia visión de su gran culo, se situó entre las piernas del hombre y reinició su interrumpida sesión de mamada, desplegando todo el arte que yo ya conocía bien. Besó, lamió y chupó repetidamente cabeza y tronco, descendió hasta los cojones y los chupó con deleite. Bajó aún más y lamió la sensible parte que va de los cojones al culo. Miguel arqueó y separó las piernas para facilitarle el acceso, rugiendo:
– ¡Ay, putita, cómo me haces gozar!
Carmen culminó la tarea metiendo la lengua en el mismísimo agujero del culo del macho, cosa que a mí nunca me hizo. Yo permanecía fascinado, paralizado, ante semejante espectáculo en mi propia casa y cama. Entonces Miguel se incorporó, la tomó de los brazos y la situó junto a él en el centro de la cama, se instaló entre sus piernas y comenzó a penetrarla. La calentura de Carmen era tanta que, entre gemidos y convulsiones, tuvo su primer orgasmo pues no sería el último de la noche. Miguel comenzó un lento metisaca, mientras le besaba y mordía el cuello haciendo que Carmen gritara como una loca:
– ¡Dame, mi amor, mi macho, dame fuerte… más, más…!
– ¿Te gusta cómo te follo, putita? – le preguntaba él.
– ¡Sí, mucho, fóllame así… sigue… sigue… más, más…!.
Jadeos, gemidos y gritos descontrolados marcaron que ambos amantes tenían un orgasmo simultáneo y desde mi punto de observación pensé preocupado que nadie se acordó de los condones.
El segundo polvo se realizó en posición del perrito. Carmen apoyada sobre manos y rodillas y Miguel penetrándola desde atrás, aferrando sus manos a las caderas de ella. Con su nuevo orgasmo Carmen se aplastó sobre la almohada aullando como una poseída.
– ¡Ay, macho mío, me llenas! – gritaba enloquecida.
Miguel se pegó a la espalda de ella, llevó las manos hasta apoderarse de sus tetas y rugió convulsivamente:
– ¡Te lleno de leche, putón!
– ¡Sí, soy tu putón, tu mamona! – respondía ella.
Mi excitación era enorme. Mi polla reventaba. Pero un curioso pudor me impedía masturbarme. No podía haber una vergüenza mayor que la que estaba pasando, pacífico espectador y aún colaborador de la entrega total de mi mujer a otro hombre, escucha paciente de las frases calientes, los gritos y los gemidos que puntuaban sus escarceos. ¿Podía una masturbación ser más vergonzosa que todo eso? Y, sin embargo, algo me detenía.
Quizás la misma magnitud de la humillación que sufría hacía insoportable subrayar mi consentimiento con un mísero placer solitario. O quizás la evidencia de que un hombre recién conocido satisfacía a mi mujer mejor de lo que yo lo había hecho por años me impedía darme un placer no merecido.
Cuando Carmen salió de debajo del peso de Miguel, ambos amantes quedaron tendidos recuperando la respiración y yo, sin necesidad de que ella me lo ordenara, me acerqué y metí mi cabeza entre sus muslos, para chupar su anegado coño. Pero me esperaba una nueva y peor humillación pues aunque Carmen aceptó las caricias de mi lengua por un momento, luego extendió una mano, apartó mi cabeza, la dirigió hacia el ahora fláccido miembro de Miguel y volvió a usar ese novedoso tono imperativo:
– ¡Límpiasela y ponla dura otra vez para mí!
Nunca me he considerado homosexual, ni me considero tal ahora. Tocar o, menos aún, chupar la verga de otro hombre no me causa placer. Sin embargo, estaba descubriendo un agridulce placer en someterme a la voluntad, los caprichos y los placeres de aquella hembra que, tras años de casados, solo ahora estaba descubriendo en su verdadera condición de zorra caliente.

Obedecí y besé, lamí y chupé aquel miembro cubierto de semen y jugos vaginales hasta que Miguel empujó mi cabeza hacia sus cojones y no me resistí. Volvió a empujarme y arqueó su cuerpo para que mi boca estimulara su ano. No pasó mucho tiempo para que sintiera que la raíz de la verga comenzaba a endurecerse bajo la piel, al roce de mis labios y lengua. Un nuevo movimiento de Miguel y mi boca quedó en contacto con su culo. Pese a su desagradable olor y sabor, me apliqué a chupar aquel agujero oyendo la risa de Carmen diciendo:
– ¡Qué bien que lo haces! Desde ahora, lo harás todas las noches.
Miguel también rió y nuevamente excitado, la tomó de las caderas con ambas manos y la guió hasta sentarla sobre su verga. Desde mi incómoda posición pude ver cómo la polla penetraba lentamente en el coño. Carmen gimió. Miguel gimió. Yo no me atreví, a falta de una orden, a abandonar mis caricias orales en el culo y los cojones del semental. Seguramente por eso, el tercer polvo no fue tan largo como podría haber sido, puesto que precisamente era el tercero. Así empezamos una nueva y especial relación mi mujer y yo.
Besos para todos.

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