Relato erótico

Fue un acierto

Charo
1 de agosto del 2018

Vivía con sus padres y creyó que ya tenía edad para independizarse. Busco pisos, apartamentos y al final encontró un apartamento con todos los servicios que le convenció. Fue una buena decisión.

Mario – Madrid
Quiero contaros la historia más inesperada, pero hermosa, que me ha sucedido en la vida. Yo, que vivía en Madrid en compañía de mis padres, pese a mis 32 años, necesitaba un nuevo domicilio que me diera mayor autonomía y albergara muchos actos íntimos que me estaban vedados en el hogar paterno. Pensé alquilar un estudio, pero me recomendaron aquel edificio de apartamentos, perfectamente dotado y de unos precios que podía afrontar holgadamente, lo que me liberaría de los siempre molestos capítulos de pago de recibos de agua y luz, limpieza, comunidad, averías caseras y un largo etcétera de obligaciones ineludibles. Tras una gestión de mi secretaria, fui allí a informarme y ver el apartamento. Cuando entré en el edificio y la vi tras el mostrador de recepción, supe que aquella mujer acabaría siendo mía. Estaba tras el mostrador de recepción. Tendría, más o menos, unos 36 años, en plena sazón y belleza. Morena, bastante morena, alta, generosa de busto y amplia de caderas, como pude apreciar cuando salió de su parapeto y avanzó hacia mí.
Una mujer imponente, de pícaros ojos negros, labios glotones y cuerpo sensacional. Nos sentamos en unos cómodos sillones y me informó detalladamente de las condiciones de arrendamiento, que fueron de mi agrado, incluso la posibilidad de adquisición, si así me interesara. Entonces se levantó y fue hacia el mostrador de recepción.
– ¡Alejandra… Alejandra…! – exclamó.
– ¿Sí…? – dijo una joven que salió de una habitación del fondo -¿Qué quieres?
– Mira, quédate un rato tras el mostrador, que yo voy con el señor a enseñarle su apartamento.
– De acuerdo – asintió la muchacha, de unos 18 años y muy parecida físicamente a Ana, como me había dicho que se llamaba mi acompañante.
Entramos en el ascensor, que suavemente se fue impregnando del delicado perfume de Ana. Apretó el botón del 5 y último del panel, iniciándose un lento ascenso que daba más sensación de seguridad e intimidad al cubículo. Ana me miró fijamente a los ojos y sonrió.
– Ha tenido suerte –dijo- pues el apartamento está en el quinto, en un conjunto de dos y con grandes solanas ajardinadas.
Llegamos. Al salir tropezamos uno con otro, lo que me dio ocasión de comprobar la suavidad de su cuerpo y la dureza de sus senos. Nos encontrábamos en un amplio vestíbulo con cómodos butacones y con una puerta en cada lateral. El fondo lo ocupaba una gran cristalera a través de la cual se contemplaba un bien cuidado jardín. Ana abrió la puerta de la derecha y me encontré en mi nuevo domicilio. Era sensacional, aquello era una belleza digna de contemplarla muy detenidamente, mi atención se perdía observando a Ana. Al deambular por las diversas habitaciones, mostrándome sus detalles, me precedía unos pasos, por lo que yo podía apreciar el suave y sensual balanceo de sus caderas.

Al pasar ante los ventanales que iban de piso a techo, el contraluz definía sus largas piernas y el cruce de ambos muslos. Cuando se inclinaba para enseñarme alguna cosa, lo que yo observaba era su escote o las gloriosas redondeces que medio mostraba su corta y leve minifalda. En fin, que comencé a sentir una tremenda erección que ella notó perfectamente, pues en uno de los desplazamientos se detuvo de improviso y yo choqué contra sus caderas dándole un golpe con mi endurecida polla. Desde entonces observé que lanzaba furtivas miradas a mi entrepierna y se mojaba los labios con frecuencia.
– ¿Cuando se trasladará, señor? – me preguntó…
– Mañana mismo comenzaré a enviar mis efectos personales, por lo que pasado mañana, que es sábado, ya vendré a quedarme y ordenar las cosas.
– Usted no se moleste mucho, pues yo estaré pendiente y acondicionaré su ropa y equipaje en general, salvo las cajas cerradas, claro – añadió con aquella hermosa sonrisa en su no menos hermoso rostro – El caso es que ya encuentre las cosas algo distribuidas.
– ¡No Ana, no se moleste!
– En absoluto… ¡Será un verdadero placer!
Y así fueron las cosas. El sábado, cuando llegué, había un hombre tras el mostrador de recepción, el que Ana me presentó como su marido Pablo. Seguidamente me acompañó a mi apartamento que ya estaba en orden. Su trabajo había sido meticuloso, con intuición, pues todo estaba colocado perfectamente en el lugar en que yo lo hubiera puesto. Solo faltaba abrir algunas cajas, tarea que emprendimos rápidamente. Yo me quité chaqueta y corbata, y Ana se despojó del jersey y aflojó dos botones del escote de su camisa. Trabajamos bien, bromeando y riendo con frecuencia. Ana estaba distendida, plena de euforia, por lo que no cuidaba tanto sus movimientos y mostraba algunas cosas que me originaron una erección que ya no podía disimular al carecer de chaqueta. Yo veía el bulto en mi pantalón, lo mismo que ella, pues sus miradas a mi entrepierna eran continuas. De pronto me dijo:
– Hay una cosa que no le enseñé el otro día… venga a la habitación y verá.
La habitación era algo extraordinario. Muy grande, con las cristaleras corredizas en un costado que dejaban ver las tumbonas de la terraza, enredaderas, arbustos en enormes macetones y una ducha de verano. La habitación tenía una cama fuera de lo habitual, con dos metros de largo y ancho, mesillas de noche, televisión de 30 pulgadas y armarios empotrados. Ana avanzó a un lado de la cama y me indicó que fuera por el otro.
– Resulta – explicó – que el antiguo dueño del bloque, que luego nos vendió, hizo algunas instalaciones muy personales en este apartamento que ocupaba. Vea, siéntese en la cama, o mejor dicho, tiéndase.

Ella, predicando con el ejemplo, realizó la misma operación por su parte. Luego oprimió un botón que estaba junto a la mesilla de noche y sentí una leve vibración bajo la cama. Por los pies comenzó a alzarse un espejo a todo lo ancho que ofreció la perspectiva total de la cama, más acusada al tomar una leve inclinación hacia adelante. Allí me contemplé yo, y allí vi a Ana en todo su esplendor. Había doblado las rodillas y abierto las piernas, por lo que ante el espejo no ocultaba nada. Quedé atónito y observé cómo se acercaba hacia mí y me musitaba en el oído:
– ¡Fóllame, por favor, Mario, fóllame! estoy caliente solo de pensarlo.
Tardé un poco en reaccionar. Comencé a sentir una sensación como cuando uno va en un ascensor que baja demasiado rápido, o se asoma a un precipicio muy alto. Era como un torrente que me subía por todo el cuerpo y se irradiaba por el pecho y brazos en emocionante congoja. Ana estaba casi encima de mí.
Me besaba metiéndome la lengua hasta la garganta y su falda se le enrollaba en la cintura mostrándome sus fabulosos muslos que se deslizaban en los míos. Y ya no esperé más. Saltando de la cama comencé a desnudarme febrilmente, tarea en la que me imitó Ana que se dio más prisa y pudo lanzarse a la cama abierta de piernas y brazos esperando mi llegada. No tardé mucho. Nos abrazamos entre gemidos y besos. Ana hablaba poco, pero se movía tomando la iniciativa en una nerviosa exploración de todas mis zonas, que luego fue seleccionando más pausadamente. Así sentí como se introducía mi verga en la boca e iniciaba un sabio chupeteo que combinaba con ondulaciones de la lengua sobre el miembro. Con el glande dentro de su boca, absorbía y giraba al mismo tiempo a su alrededor la punta de la lengua, haciéndome lanzar roncos gemidos. Yo, entretanto, acariciaba sus pechos, la espalda, la suave grupa aterciopelada que vibraba con sus movimientos, aunque mi mayor actividad era controlar los espasmos que me originaba aquella alucinante mamada. De pronto la soltó y farfulló:
– ¡Chúpamelo tú, chúpamelo… chúpame el coño… anda, mi amor, anda!
Vino hacia mí ansiosa y gimoteante. Entonces me subí encima de ella y puse mi miembro en su boca, quedando entonces abierta ante mí la puerta del placer. Podía contemplar su vulva palpitante, que se reflejaba en el espejo, mostrándome asimismo mi cara ansiosa. Notaba las contracciones de sus grandes labios, las ninfas y el capuchón del clítoris que asomaba su erecta cabeza brillante. Lo toqué suavemente con la punta de la lengua y se contrajo vibrante.
Empecé a beber de aquellos líquidos, metí toda mi cara en aquella rezumante y caliente belleza y la moví balanceante embriagándome de su perfume. Ana estaba en un puro orgasmo. Yo escuchaba sus gritos, sentía sus contracciones y como abría y agitaba las piernas para que profundizara más.

La escena, ante el espejo, era de puro alucine, con una mayor perspectiva que multiplicaba el placer. Entonces me corrí en incontenible manguerazo que Ana recibió moviéndose sin parar. Quedamos exhaustos. Me di la vuelta, subí hasta ella y nos abrazamos.
En este movimiento, me pareció observar una cara entre los arbustos de la azotea, pero deseché inmediatamente la idea.
– Amor, me estás haciendo muy feliz – decía Ana mientras pasaba las uñas por mi espalda y bajaba hasta las caderas – Eres el verdadero compañero que imaginé cuando te vi.
Sus caricias eran sabias, a lo que respondía mi polla, alzándose en busca de nuevas experiencias.
– Y ahora vas a metérmela, a joderme hasta que quedemos rendidos… o, no, espera que voy a joderte yo.
Diciendo esto se dio la vuelta y se subió sobre mí. Se envainó mi verga y comenzó a galoparme. Sus pechos se balanceaban ante mi cara. Sus pezones estaban enhiestos y duros, como pude comprobar al chuparlos, Ana gemía y yo descubrí una turbadora visión. Mirando entre el brazo de Ana y enmendando algo la posición, la contemplé de espaldas en el espejo. Vi como mi polla era absorbida por su chocho en un mete y saca rítmico, como se dilataba y contraía su ano, mientras las caderas alternaban cadenciosos movimientos con frenéticos espasmos.
Era algo nuevo, único, turbador. Así estuvimos mucho tiempo. Utilizamos diversas posturas y gozamos el uno del otro hasta la saciedad. Pero en un par de ocasiones volví a tener la sensación de que nos miraban, pero lo olvidé con rapidez. ¿Quien iba a estar allí?
Nos duchamos, volvimos a follar, nos arreglamos y salimos del apartamento. Ana a su casa y yo a hacer unas compras. Al salir coincidimos con las vecinas del apartamento contiguo: una rubia y una negra, ambas norteamericanas que trabajaban en la Base de Rota. Ana nos presentó y bajamos juntos en el ascensor. Pablo estaba en compañía de Alejandra. Ambos sonrieron.

– ¡Vaya, hombre, menudo equipaje! – dijo el marido – ¡Casi tres horas, seguro que se pusieron a hablar de sus cosas en la terraza y con las vecinas y se les fue el santo al cielo!
Y así estaban las cosas. El porvenir se presentaba muy abierto.
Un saludo para todos y ya os contaré si ocurre algo más.

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