Relato erótico

Fue mi gran amor

Charo
28 de junio del 2020

Era su profesor y durante todos los años de instituto estaba loca por él. Habían pasado 10 años y recibió una invitación para un baile de antiguos alumnos. Era su oportunidad. Le dijo a su marido que mejor que fuera sola, ya que a él no le gustaban aquellos rollos.

Isabel – Zaragoza
Se llamaba Lorenzo y había sido profesor mío en el instituto, hace años. Tenía una mirada magnética y una media sonrisa sarcástica que hacía imposible el pasar inadvertido. Con él era todo eran extremos: tan fácil era amarle como odiarle. Y muy a mi pesar yo me había pasado un par de años en el instituto perteneciendo al aquel primer grupo. No puedo decir que me enamorara de él, como ocurre a menudo con las alumnas y sus profesores. No, lo mío era sólo deseo. Era el primer hombre al que había deseado en mi vida, y a pesar de todos mis esfuerzos, seguía deseándolo diez años después. Recurría a su imagen casi a diario; le imaginaba en la ducha a mi lado recorriendo mi cuerpo con sus manos mientras el sonido del agua apagaba los gemidos de mi solitario placer; le imaginaba a mi lado en la cama, cuando mi marido se quedaba dormido después de hacer el amor, haciéndome gritar de gozo entre sus experimentados brazos. Era mi fantasía favorita, el mejor amigo imaginario que una mujer podría tener.
Sin embargo hace un mes todo cambió. Recibí una carta de mi instituto invitándome a un baile de antiguos alumnos, allí acudirían todos mis viejos compañeros y mis profesores también. La idea de volver a verle hizo que un estremecimiento recorriera todo mi cuerpo. Me las apañé para convencer a mi marido de que no me acompañara y que se quedara en casa, al fin y al cabo él era bastante tímido y aquellas fiestas le agobiaban. Quería volver a verle a solas para contarle que siempre había sido mi profesor favorito, para contarle todo lo que había significado para mí.
Al fin llegó el día del baile y al anochecer me planté en mi antiguo instituto con la mejor de las sonrisas. Al llegar, reconocí a muchos de mis compañeros y allí entre la multitud, le vi a él. Con excepción de unas cuantas canas más, estaba igual que hacía diez años. Le vi conversando con otro profesor en el fondo de la sala, y al verme entrar me miró fijamente. Sin duda me recordaba. Me dirigí hacia él y después de los típicos saludos y de una breve exposición de lo que había sido mi vida desde que dejé el instituto, me di cuenta de que había algo muy especial en la forma en la que me miraba. Entonces le pedí hablar con él a solas. Sin preguntarme nada, me sacó de aquella sala cogiéndome de la mano y me llevó a uno de los seminarios.
– Y bien, ¿qué quería contarme mi alumna favorita? – dijo sentándose en una mesa, mientras me acariciaba suavemente la mano.
– Quería darte las gracias, Lorenzo.

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– A mí, ¿por qué? -sonrió extrañado.
– Siempre has sido mi profesor favorito, ¿lo sabías? Quiero darte las gracias por todas las noches en las que he recurrido a tu recuerdo para poder dormir, por todas las salvajes fantasías que me has proporcionado a lo largo de estos años, sin tú saberlo. Tu recuerdo siempre ha estado aquí conmigo, y por ello quiero darte las gracias.
Él, que había permanecido serio, impasible, mientras le hablaba, me agarró de la cintura y me atrajo hacia sí.
– Tú me das las gracias -me dijo mientras sentía su respiración en mi boca. -Desde que has entrado por aquella puerta estoy deseando devorarte la boca y hacerte mía, y ahora me dices eso. Gracias a ti preciosa, porque ahora nada ni nadie va a impedir que cumpla mis deseos.
Entonces puso su boca sobre la mía y empezó a besarme suavemente. Sentí como sus cálidos labios mordisqueaban los míos una y otra vez mientras estrechaba mi cintura entre sus fuertes brazos. Y con el primer roce de su lengua sobre la mía, un quejido de placer se me escapó de dentro y me volví loca.
Como una loca le devoré la boca mientras él comenzaba a meter sus manos por debajo de mi jersey, buscando como un desesperado mis duros pezones que destacaban descarados por debajo de la fina tela, deseando ser tocados, pellizcados, mordidos.
Como una loca gemí al sentir su boca en mis pechos, mordiéndome y chupeteándome sin ninguna consideración, excitándome cada vez más con su hábil lengua. Y como una loca caí al suelo de rodillas, desabrochándole los vaqueros codiciosamente, imaginándome el suculento manjar que me esperaba en aquel bulto enorme. Entonces le bajé los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y pude contemplar asombrada, la polla más magnífica que había visto en mi vida. Alcé la vista unos segundos buscando sus ojos, como para pedirle permiso para probar aquel grandioso miembro que se alzaba frente a mi rostro. Él, con la respiración entrecortada, asintió varias veces con la cabeza dando su beneplácito. Y en ese momento mi lengua pudo deleitarse acariciando el suave tacto de su glande rosado.
Fuera continuaba la fiesta, y el volumen de la música era tan alto que nadie podía escuchar los incesantes gemidos de mi amante, quien me sujetaba con fuerza la cabeza, mientras yo insistía una y otra vez en la imposible tarea de abarcar toda su polla con mi boca. La sentía caliente, enorme, a punto de reventar.

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Súbitamente, me agarró por los hombros obligándome a ponerme de pie y me tumbó sobre la mesa en la que había estado apoyado. Volví a sentir su boca en la mía mientras metía su mano entre mis piernas por debajo de la falda, empapándose en mí al tocar mi sexo mojado por aquel fuego que me consumía. Me arrancó la única prenda de ropa interior que llevaba y de una sola vez me penetró. Grité. Grité y creí morir al sentir aquel salvaje embiste que me quebró las entrañas, que me hizo apretar los ojos de placer y me llevó al borde del éxtasis. Se movía encima de mí enardecido, mordiéndome el cuello y gimiendo como un loco en mi oído mientras me agarraba con fuerza de las caderas. Yo, desde abajo, le aprisionaba entre mis piernas moviéndome al compás de su fiero vaivén para no perder un centímetro de aquel extraordinario apéndice que exaltaba mis sentidos llevándome al límite de la demencia. Le abrazaba, clavándole las uñas; y le besaba, sintiéndole muy dentro. Y le lamía, acariciaba, mordía, estrechaba, gritaba, sentía, suplicaba, gemía, amaba, gozaba y, estallé. Un estremecimiento como jamás antes había sentido recorrió todo mi cuerpo; sentí cómo él se vaciaba en mi interior, y todo el silencio del mundo reposó durante unos segundos en mis oídos. Después de aquello, volví a escuchar la música de fondo. Él levantó la cabeza, respirando aún con dificultad y me besó tiernamente.
Estuvimos algún tiempo así, el uno sobre el otro empapados en sudor y placer, regalándonos caricias y susurrándonos al oído. Después nos vestimos y nos marchamos de la fiesta sin despedirnos de nadie, impacientes como estábamos de seguir derrochando placer en aquella interminable noche.
Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche. Ahora mi marido ya no es mi marido. Su novia ya no es su novia. Y cada anochecer, mi querido profesor y yo volvemos a quemarnos en el fuego de nuestro propio deseo, consumiendo nuestro amor entre caricias hasta no dejar más que cenizas. Gracias profesor.
Un saludo.

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