Relato erótico
Como un sueño
Estaba en la una playa nudista alejada del bullicio y que servía de refugio de algunas parejas a las que les gustaba el sol y el sexo. De pronto notó que alguien la miraba, era un hombre corpulento y muy atractivo. Si mediar palabra se acercó. Reconoce se puso cachonda y que sus piernas se abrían para “cederle” el paso a su visitante desconocido.
Miranda – Alicante
A mis 20 años yo era una mujer cálida y sensual. Tenía el pelo castaño, los ojos verdes y un pubis dorado que hacía mis delicias cuando me miraba, desnuda, al espejo de mi habitación. Mis labios gruesos y mis excesivamente grandes tetas, aportaban un sublime encanto a mi cuerpo. Habitualmente, durante las vacaciones, que pasaba con mis padres Benidorm, iba a una de las playas donde se perdían todo tipo de parejas. Se trataba de una playa atractiva porque proporcionaba las sensaciones de relajación propias de la naturaleza y permitía esconderse en cualquier momento para tomar el sol.
Recuerdo un día concreto que estaba sola. Busqué una duna solitaria, algo perdida. Sentía con intensidad la fragancia de una planta aromática típica del contorno y el sol, que tímidamente salía de las nubes, empezaba a acariciar mi cuerpo. Notaba las delicadas caricias en la piel como si una mano espiritual me recorriera con insinuación y todo el camino seguido de la luz sobre mi cuerpo no fuera sino una fuente de calor cuya falta sentía desde algún tiempo. Mi cuello y orejas, los pechos, con los pezones erizados, el vientre que me palpitaba como un corazón latiendo, la carne de gallina y una incipiente humedad de mi sexo que anunciaba la subida de la marea cercana. De pronto sentí la necesidad de desnudarme. Entonces no sabía que estaba siendo observada por un hombre, igualmente desnudo, apostado en la cima de la duna.
Me desprendí del sujetador, acariciándome suavemente los largos pezones para electrizarlos y llenarlos de partículas de aire. Estaba excitándome y necesitaba una penetración profunda. Mis pechos se endurecían y todo mi vientre hervía con un calor insoportable. Me revolvía de un lado a otro con los ojos cerrados, mientras aquel hombre seguía observándome. Gracias a un movimiento impulsivo, pude verlo. Era corpulento y peludo. Muy viril, y con los rasgos muy marcados. Estaba tumbado y por eso no pude verle la polla pero él tampoco se dio cuenta que yo lo estaba mirando. Mi vagina era ya un lugar tórrido, lleno de deseo, de abrirse al mundo para ser bebida como una fuente. Empecé a desprenderme de la parte inferior del bikini, que ya estaba calada, y la dejé sobre la arena con algo de vergüenza.
Ya estaba desnuda por completo y abierta, mostrando descaradamente mi coño a un desconocido, aunque no sabía si él me estaba mirando, ofreciéndome libertinamente.
En mi memoria tenía acumulados todos mis sueños eróticos, nunca cumplidos en su totalidad, imaginándome que follaba como una loca, abriéndome y cerrándome, aprisionando la verga de los hombres a mi antojo, controlando el ritmo. Sus pasos, los del hombre se entiende, se dejaron sentir por la duna hasta llegar a mí. Yo tenía los ojos cerrados cuando él se puso de rodillas sobre la arena. Tenía una polla enorme, cercana a los veinte centímetros. Gruesa y dura como la piedra y muy caliente. Estaba excitado y se auto estimulaba. Mis grandes tetas se movían conscientemente y él me miraba con la profundidad de un sátiro. Me tomó por los tobillos y me arrastró hacia él.
Eso significaba que iba a ser poseída por un animal, más que por un hombre y por ello me excité más aún. Me salía flujo por la entrepierna para mezclarse con un sudor extraño. Mi bikini, vuelto del revés, tenía manchas y yo no pensaba en otra cosa mejor que aquel endemoniado diablo me follara de una vez. Bajó con su boca a mi coño. Sus lamidas eran de perro. Ansiosas, sin ritmo, descomunales e inacabables, profundas. Sentía el roce de sus dientes sobre mi sexo y su saliva mezclada armoniosamente con mi apetitoso jugo vaginal. Era una lengua larga que se enroscaba y no acertaba, pero era brusca, o todo lo que al fin yo necesitaba. Amor entregado visceralmente como cualquiera del principio de los tiempos. Yo le acariciaba la cabeza y lo tenía rendido y sumiso como a un orangután. Su polla dejaba caer un incipiente hilillo de flujo.
Me dio la vuelta bruscamente y me tanteó con los dedos para buscar mi coño desde la perspectiva trasera, palpando como si tuviera patas y gruñendo como si no tuviera palabras. Pensé, casi lo deseaba, que me iba a encular, pero su instinto era primordialmente brusco. Me la metió de un solo envite hasta dentro con tal fuerza que me deshice en un grito, más que nada un estertor, propio de una víctima, donde mezclaba dolor y placer casi virginalmente. No había tacto en él, sino deseo de descargar su instintiva fuerza bruta. Yo cabalgaba hacia un orgasmo espasmódico, lleno de dolor que me cautivaba más y a más a medida que él duraba y prolongaba su erección y mi flujo se consumía para ceder el paso a una sequedad que me dejaba dolorida.
Me corrí una vez y dos, antes de llegar a un tercer y definitivo orgasmo, después de que una cantidad desmesurada de semen habitara mi caverna y yo aprovechara su pene erecto para frotarme y rendirme a la vergonzosa animalidad de un placer semisalvaje que me había hecho sentir una tigresa.
Se marchó siguiendo el sendero de sus huellas, sin decir nada. Me quedé tumbada de lado con la mano hundida en el pubis y un dedo dentro de mi coño que incitaba la necesidad de un orgasmo de mi tiempo, rítmico y sensual, organizado y elaborado con las imágenes más intensas de mi vida sexual a lo largo del tiempo. Pensé entonces en la piel suave de mi amante de siempre y me quedé dormida soñando que volvía a ser una mujer liberada y no una esclava de una bestia.
Besos para todos.