Relato erótico

Experiencia interracial

Charo
13 de septiembre del 2019

Su familia decidió cambiar de barrio. Al principio le molestó tener que hacer nuevos amigos, pero lo consiguió. Un día, se les coló la pelota en una chalet y salto la valla para recuperarlo. Lo que vio y más tarde “probó”, nunca lo ha olvidado.

Juan – Valencia

Cuando llegué a aquel barrio residencial, pensé que mi vida era un desastre. Mis padres habían vendido nuestro piso, donde yo había pasado toda mi infancia y parte de mi adolescencia, para irnos a vivir a este barrio. El chalet que habían comprado estaba bien, había una piscina, no tenía que compartir mi cuarto con mi hermano Luis, pero me preocupaba el cambio de ambiente y el que todos mis amigos de la infancia habían quedado en aquel barrio. Tenía 19 años y me tocaba “volver a empezar”.
Así que pronto me vi integrado en el grupo de chicos que vivían por mi zona, nos pasábamos todo el tiempo en una pista de fútbol sala jugando. Y así entre partidillos y noches en la playa, pasaba el primer verano en mi nuevo barrio.
Un día, mientras íbamos por la calle rumbo a la pista de fútbol, en una de nuestros juegos tonteando con el balón, éste acabó en el jardín de uno de las casas.
Llamamos al timbre, pero no contestaban. Acabé por decidirme a ir a por el balón. Salté y levanté la cabeza por encima de aquel muro de dos metros, no vi a nadie y me aventuré a saltarlo para coger el balón. De pronto apareció una mujer, escultural, era negra y en cuanto la vi, se me levantó la polla. Ella se dirigió hacia la piscina y yo vi esas nalgas enormes grandes y firmes en su posición, además, entre ellas se podían ver esos labios oscuros con algo de vello más oscuro aún y ensortijado.
Yo aproveché que estaba de espaldas y me dirigí al muro para escalarlo. Pero cuando estaba en lo alto, no pude evitar mirar hacia ella y me quedé helado con nuestras miradas conectadas. Ella me miraba y yo a ella, yo con una tienda de campaña y ella desnuda como vino a este mundo. Cuando salí del trance, salté al otro lado y me fui con mis amigos. Ellos me preguntaron por qué había tardado y les dije que había visto una mujer muy bella desnuda, pero ellos pensaron que me estaba burlando de ellos y no hablamos más acerca de ello.
Unos días más tarde, mi madre me dijo que no me veía muy estudioso y que no podía seguir así, que sólo había sacado un suficiente en inglés y que debía apretar ese verano para que no sacase otro aprobado raspado el curso siguiente. El caso es que había llamado a una profesora de inglés y que debía ir dos horas al día, tres días por semana a su clase.
Me presenté el siguiente lunes en la dirección que mi madre me había escrito, era un chalet de nuestro barrio, así que podría ir a jugar a las pistas deportivas cuando acabase.
Llamé al timbre, pero nadie contesté, sin embargo, la puerta estaba abierta y pasé preguntando por la señorita Kensington en voz alta. Hasta que apareció mi profesora. Era una mujer negra de unos cuarenta y pico años, me dijo que la llamase Amanda y que venía de Estados Unidos. Amanda era una mujer grande, tan alta como yo por aquel entonces, 1.80, de piel muy oscura, con unos pechos y un culo enormes en comparación con una relativamente estrecha cintura. Era una mujer bastante voluminosa, pero no demasiado gorda. Sus labios gruesos y sus ojos negros daban carácter a sus facciones.

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La clase fue amena e hicimos un descanso tras la primera hora para tomar un refresco en la cocina porque hacía mucho calor. Mientras ella tomaba un té helado, yo bebía un vaso tras otro de agua, la mejor bebida del mundo. Llamaron a la puerta y casi me caigo de la silla cuando la vi. Era la mujer del chalet, se presentó como Diana, la hermana menor de Amanda. Debía tener unos treinta y pico años.
Cuando la clase se terminó, dejé a Amanda en el cuarto que tenía preparado para las clases y salí de la casa. Iba caminando cuando algo se interpuso en mi camino, levanté mi mirada y era Diana, con cara de pocos amigos, me empezó a increpar el haberme introducido en su casa a espiarla. Yo, rojo como un tomate, le expliqué que había ido a por el balón mientras miraba el suelo, pues era incapaz de mirarla a la cara. Ella debió apiadarse porque me dijo que estaba bien, que me creía pero que le llevaría las bolsas de la compra como castigo por mi osadía. Yo me resigné y la acompañé hasta el súper, luego, cargué las bolsas hasta la cocina del chalet que había visitado días atrás.
Cuando dejé las bolsas en el suelo, ella, muy seria, dijo que ya había pagado por meterme en su casa, pero que yo la había visto desnuda, así que tendría que desnudarme allí, delante de ella, para estar empatados. La obedecí. Verla sudorosa y con la ropa ligera que vestía, me había puesto más caliente aún de lo que la temperatura provocaba. Con valor y resignado, de un golpe me bajé el pantalón corto y los calzoncillos. Ella me miró sonriente y se acercó un poco a mí. Yo estaba excitado, avergonzado, acalorado,… hasta que mi mente salió de su confusión para entrar en estado de shock cuando noté que su mano asía mi erecto miembro y decía:
– Y esta cosita, ¿para quién es?
– Estoooo…, yoooo….- balbuceé.
Con una mano masajeaba mi rabo y con la otra acariciaba mi cara, mi cuello, mi pecho. Yo sólo me dejaba hacer absorto en las sensaciones que invadían mi cuerpo. De repente, paró y se dio la vuelta. Sin soltar mi rabo, caminó hacia el salón y me llevó, tirando de mi duro extremo, hasta un sofá donde se sentó y comenzó unas dulces caricias con su boca y sus manos. Besos en la punta y el tronco, caricias en mis huevos, lametazos que recorrían el falo desde su base hasta la punta haciendo diversas formas geométricas, rectas curvas, hélices,… Yo sólo podía dejarme hacer, pues esas sensaciones, la excitación del momento y el aroma del lugar me tenían anonadado.

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Pronto, descargué en su boca mientras nuestras miradas conectaban por segundos. Diana se quitó la ropa y me invitó a besar y disfrutar de su cuerpo. Me lancé a por sus pechos, esos pezones negros como granos de café, los saboreé con todo la pasión que ese momento llevaba en mí. Masajeé sus pechos y mi boca bajó por su esternón hasta su ombligo mientras mis manos agarraban sus carnosas nalgas. Luego, la volteé sobre el sofá y comencé una serie de besos por su espalda desde los lóbulos de sus orejas hasta la curva de la espalda que donde ésta pierde su nombre pasando por la parte del cuello donde nacen los cabellos.
Acabé con una nalgada en esas nalgas poderosas y me di cuenta que otra erección había aparecido. Ella gemía con mis juegos y más cuando mis dedos inspeccionaron desde atrás su cueva. Algo de vello negro y ensortijado decoraba unos labios oscuros. Esa gruta derramaba humedad como si de otra boca estuviésemos hablando. Me armé de valor y como había visto en alguna película en la tele de madrugada, la penetré poco a poco. Ella se sobresaltó e intentó resistirse, pero estaba echada sobre el sofá con el culo en pompa y no podía rivalizar en fuerza conmigo que apoyaba mis manos sobre su espalda. Pronto el movimiento comenzó y sus gemidos sustituyeron las palabras que me instaban a detener esa acción. Yo entraba y salía repetidas veces en un movimiento cíclico que pronto la llevó a chillarme cosas que no entendía, yo al final descargué dentro de ella.
Descansamos uno junto al otro y comenzó a besarme. En esas estábamos cuando se oyeron unas llaves en la puerta, ella dijo que era su marido y yo cogí mi ropa de la cocina y salí pitando por la puerta del jardín. A través de la ventana, vi a un enorme negro de casi dos metros ancho como un armario ropero y con una pinta de mala hostia acojonante. Salté la tapia como la última vez y fui a mi casa pues, la verdad, no tenía ganas de ir a jugar un partidillo.
Al día siguiente, cuando el enorme negro salió de su casa, yo salté la tapia y sorprendí a Diana desnuda nadando en la piscina. Me desnudé y allí lo hicimos, toda la tarde bajo el sol. Pronto, nos sincronizamos para estar juntos siempre que su marido estaba fuera. Él trabaja de portero y vigilante en un local de copas del centro de la ciudad, así que muchas noches, en vez de ir con mis amigos, pasaba la noche con Diana.

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Pero, como todo es fugaz en esta vida, mi padre se enteró de mi nueva actividad y me echó una bronca descomunal. Me dijo que si me hubiera pillado el marido, se habría liado la gorda.
Estuve de acuerdo con él y deje de visitar a Diana. Pronto conocí a una chica que frecuentaba nuestro campo de futbol y empecé a salir con ella, pero nunca olvide mi primera experiencia interracial.
Un saludo para todos.

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