Relato erótico
El tendero me pone cachonda
En sus fantasías eróticas es poseída por un hombre de una masculinidad “grosera” y tosca. Su marido es un hombre culto, elegante y un excelente amante, pero… El tendero de la esquina reúne todas las condiciones físicas que a ella le gustan y se había propuesto tirarle los tejos.
Anabel – Bilbao
Mi marido es un hombre guapo, culto y además un excelente amante. Esto bastaría para hacer feliz a cualquier mujer y yo, ciertamente, no lo paso mal con él en la cama, pero en mis fantasías eróticas deseo ser poseída por un gorila, un hombre zafio y brutal. Desde jovencita me sentí atraída por los tipos de una masculinidad grosera y deseaba ser penetrada por una especie de ogro. El tendero de la esquina, donde suelo hacer mis compras, reúne todas estas condiciones. Hombre de mediana edad y baja estatura – yo soy más alta que él – posee una fealdad varonil y grosera que a mi tiene la virtud de ponerme cachonda, aunque debí haber dicho excitarme sexualmente, pues soy una mujer culta, licenciada en filología inglesa. Cuando bajaba a la tienda, procuraba acicalarme lo mejor posible para llamar su atención y me consta que lo conseguía porque ya me había piropeado en varias ocasiones, pero él parecía más dado a charlar y bromear con mujeres de un nivel parecido al suyo.
Estábamos a últimos de mayo y el tiempo era prácticamente veraniego. El fresco de la noche me serenó momentáneamente y hasta me reía de mi misma por lo absurdo de mi excitación. Ya me disponía a volver a la cama cuando apareció un coche al final de la calle y aparcó en frente de nuestra casa. Me picó la curiosidad por saber quien se retiraba a tan altas horas. Del vehículo salió un hombre que no tardé en reconocer. Era Eugenio. Mi primera intención fue la de entrar en casa, pero luego me quedé apoyada en la barandilla para demostrarme a mí misma, que aquel individuo no me impresionaba lo más mínimo. Él levantó la cabeza, atraído por la luz y cuando descubrió mi presencia, me dio las buenas noches en voz baja. Yo le contesté con un simple gesto de la mano y fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en combinación. Se dirigió hacia su tienda pero, antes de entrar, volvió a mirarme con descaro. Volví a la cama más excitada que cuando me levanté de ella, tomé una tila, que no me hizo el menor efecto, y por fin me quedé dormida poco después de las cinco.
Al día siguiente, o sea al cabo de dos horas, me propuse firmemente no volver a la tienda de Eugenio, aunque en realidad no tenía ningún motivo para ello. Hice mis compras en el supermercado pero al volver a casa, me di cuenta de que me había olvidado de algo y como ya estarían a punto de cerrar, lo mejor sería comprarlo en la tienda de la esquina. Esa fue la razón que me di a mí misma, pero la verdad es que deseaba ver a aquel hombre. Bajé apresuradamente, aparentando naturalidad. Cuando entré en el comercio, Eugenio estaba atendiendo a una vecina con la que yo tenía una cierta amistad. Charlamos los tres de tonterías y cuando, por fin, se fue y quedamos los dos solos, me preguntó qué quería, con aquella amabilidad suya. Al decirle que un paquete de arroz, me respondió:
– ¿Solo eso?
Fingí no captar la indirecta y le pedí otra cosa sin darme cuenta de que ya la había comprado en el supermercado. Me encontraba nerviosa y excitada en su presencia pero, al mismo tiempo, a gusto con él.
De pronto empezó a piropearme con aquella facilidad suya y me dijo:
– Anoche, cuando la vi en el balcón, sentí deseos de trepar hasta él.
Sonreí coqueta y hubiera querido decirle que aquello era justo lo que estaba deseando. Seguro de sí mismo al ver el efecto que sus palabras hacían en mí y con aquella llaneza suya que rayaba en la brutalidad, añadió que yo le gustaba mucho y que me deseaba desde la primera vez que entré en la tienda. A punto estuve de decirle lo mismo pero, con un fingido enfado que hasta a mí me pareció ridículo, le contesté:
– ¡Por favor, Eugenio, que soy una mujer casada!
Él sonrió, con aquel cinismo suyo y al darme el cambio tomó mi mano con aquella zarpa que yo tanto deseaba sentir en todo mi cuerpo y durante unos segundos le permití que me la oprimiera para apartarla después con falso pudor. En aquel momento deseé que me hiciera suya, pero la entrada de otra parroquiana puso fin a la situación. Me despedí como si tal cosa pero al salir sentí sus ojos clavados en mí, como la mirada de un animal en celo.
Nos miramos y yo le sonreí para darle a entender que su brutal declaración no me había ofendido lo más mínimo, sino más bien lo contrario. Subí a casa llena de gozo, jurándome a mí misma que no dejaría escapar aquella ocasión y sería suya cuando me lo propusiera. Preparé la comida sin dejar de pensar en él y solamente cuando llegó mi marido, tomé conciencia de aquella vorágine en la que había entrado, pero estaba dispuesta a seguirla hasta las últimas consecuencias. La comida transcurrió normalmente, como todos los días, con la única excepción de que yo volqué una copa de vino. Los dos reímos de mi torpeza. Mi marido se fue al trabajo y me tumbé en el sofá con ánimo de hacer la siesta pues empezaba a sentir el cansancio de una noche de insomnio. Por fin quedé dormida. Me despertó el timbre de la puerta del patio. Contrariada, pregunté quién era y una voz ronca, que yo conocía muy bien, respondió:
– Soy yo…
Le abrí inmediatamente, deseando que subiera lo antes posible. Mientras llegaba el ascensor, me creí obligada a representar el papel de esposa honrada dispuesta a defender su virtud, pero odio la hipocresía. Nos saludamos con una sonrisa de complicidad. Él llevaba la misma ropa que usaba en la tienda y ni siquiera había tenido el detalle de afeitarse. Nada más entrar, me ciñó por el talle, intentando atraerme hacia él, pero me desasí ofendida.
– Espera un momento – le dije verdaderamente enfadada – No quiero que pienses que soy una mujer fácil.
Como estaba en mi casa, hablé con autoridad y al ver que él quedaba momentáneamente confuso, me crecí:
– ¿Por quién me has tomado?
Aquello pareció aumentar aún más mi estatura sobre él.
– Mira… – me respondió con tranquilidad – Después de lo que nos hemos dicho esta mañana en mi tienda, todos estos remilgos sobran, así que no te hagas ahora la estrecha. Si no sabes lo que quieres, mejor será que me vaya, no soporto a las pijas que juegan con fuego y no quieren quemarse.
Me arrepentí inmediatamente de mi orgullosa salida de tono y le dije amablemente que sabía muy bien lo que quería y que si le había dejado subir no era, precisamente, para discutir con él. Con un gesto de chulería, que sin duda él creyó de gran señor, dio a entender que me perdonaba. Fui yo entonces la que tomó la iniciativa. Abrazándole, le besé en los labios metiendo la lengua en su boca.
Sentí el sabor del carajillo que acababa de tomarse y su corta estatura hacía que yo tuviera que baja la cabeza para besarle. Permaneció pasivo durante unos segundos pero luego me levantó en sus brazos, como si fuera una pluma, y con paso tranquilo me llevó, en ellos, hasta la habitación que yo le indiqué, mientras introducía mi lengua en su oído y le decía cuanto deseaba ser suya. El sonrió satisfecho pero cuando me dejó sobre la cama, y se desnudo rápidamente.
Siempre pensé que tenía que estar bien dotado pero aquellos genitales parecían los de un caballo orgulloso. Al comprobar la sensación que producía en mí la contemplación de sus atributos, me desnudé rápidamente para no hacerle esperar. Él me abrazó con aquella brutalidad suya que tanto me gustaba. El contacto de su cuerpo, fuerte y velludo, hizo que me estremeciera de placer. Aquel hombre grosero, me enloquecía. Cuánta razón tenía aquella teoría que dice que los polos opuestos se atraen. Se tendió en la cama, boca arriba y apoyándose en los codos, me invitó a lamer aquella enorme verga. Después de chupársela durante un rato, le miré a los ojos y me dijo:
– No lo haces nada mal… sigue, que ya te diré basta.
Comprendí que quería correrse en mi boca y seguí trabajándolo hasta que aquella leche de toro salió con fuerza, inundando mi cavidad bucal. Durante unos minutos, el tiempo que tardó en recuperarse, hablamos de lo que nos deseábamos mutuamente, él relajado y yo cada vez más excitada y ansiosa.
Cuando, por fin, me penetró con ariete, creí enloquecer de placer, o de gusto como dice él. Por un momento pensé que mi vagina no sería lo suficientemente honda para alojar tamaña verga de equino, pero me la tragué toda. La brutalidad de Eugenio, al que ya empezaba a venerar con cierto masoquismo, me fascinaba y finalmente llegamos los dos al orgasmo, yo el más intenso que he tenido en mi vida.
– ¿Ya te has corrido, pendón? – me preguntó con aquella procacidad suya.
Después del coito más vejatorio y placentero que había tenido en mi vida, pues mi marido jamás me hizo gozar tanto, quedé sentada en el borde de la cama, agradeciéndole a aquel bruto la locura que me había hecho sentir.
– En adelante puedes disponer de mi cuando te venga en gana – le dije mientras él me daba la espalda con desprecio. Cuanto más finas y delicadas sois las mujeres, más putas y viciosas resultáis en la cama.
Aquella última humillación de ese Amo del que soy su esclava, me hizo más feliz todavía.
Un beso de una amante del sexo salvaje.