Relato erótico

El tanga rojo

Charo
1 de agosto del 2020

Estaba paseando y mientras miraba el escaparate de una tienda de lencería lo vio. Era un tanga rojo, llamativo, pero a la vez con un toque de elegancia. No se lo pensó y lo compró. Le entraron ganas de enseñárselo a su marido y ni corta ni perezosa se fue a su despacho.

Virginia – Madrid
Lo vi y me encantó. Simplemente iba paseando y apareció ante mí como por arte de magia. Aunque más que rojo, aquel tanga era de un suave color granate. ¡¡Y no tenía costuras!! Era fantástico. No dudé en entrar a la tienda y comprármelo.
Camino de casa no podía dejar de pensar en Héctor. Estaba segura de que le encantaría, porque yo jamás había tenido un tanga de aquel color y… ¡¡¡ vaya, que creo que estrenar ropa interior es un motivo de fiesta!!! Así que iba ideándomelas para sorprenderle. Aquel día era viernes por la tarde y casi iba siendo ya la hora de que mi marido saliera de la oficina para volver a casa… ¡era perfecto! Decidí ir hasta allí, entrar a su despacho y mostrarle mi última adquisición de lencería.
En menos de 15 minutos me planté allí. Subí a la 8ª planta, donde él trabaja, y me metí en los aseos de mujeres para cambiarme y ponerme mi tanga rojo. Al salir, después de saludar a algunos de sus compañeros de trabajo -mi marido es el subdirector de la empresa- me colé en su despacho. Antes me tuve que librar de la pesada de Victoria, su secretaria, porque decía que él estaba muy ocupado y bla bla bla… ¡Habrase visto! ¿Desde cuándo una secretaria puede tratar de impedir que una mujer entre al despacho de su marido?
El caso es que entré. Me lo encontré hablando por teléfono y rellenando una serie de gráficas. Me senté delante de su mesa de caoba y me crucé de piernas a lo Sharon Stone, echando la cabeza hacia atrás, mesándome el pelo… después le miré con cara de viciosilla calenturienta, pero, él no me miró.
-Héctor… ¡que estoy aquí!
-Si, cariño -dijo tapando la horquilla el teléfono, enseguida estoy contigo.
Héctor y el trabajo. Me casé con él hace ya 3 años. Es un prestigioso arquitecto. Un poco mayor que yo, eso sí, nos llevamos 16 años de diferencia. Yo tengo 29 y él tiene 45, pero es una fiera en la cama.
Jamás he deseado a otro hombre. Pero lo malo de mi matrimonio es que él tiene demasiado trabajo y yo… bueno, yo no estudié, nunca me gustó, así que me ocupo de la casa. La verdad es que fue un milagro que un hombre como él se fijara en mí, no sé, es tan culto. Era amigo íntimo de mi padre, y así nos conocimos, porque Héctor siempre venía mucho a mi casa. Es un hombre encantador. Pero creo que es demasiado ambicioso y apenas sabe disfrutar de la vida, de las pequeñas cosas, de cosas como mi tanga nuevo, por poner un ejemplo.

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Permanecí un buen rato con los brazos estirados sobre los brazos del sillón (valga la redundancia), muy recta en la silla y con las piernas cruzadas. Pero ni caso. Al rato colgó el teléfono, se levantó, me besó ligeramente en los labios y, cogiendo su chaqueta, me anunció que tenía que salir un momento a recoger unos planos, pero que le esperara allí porque volvería enseguida, que tenía prisa y no sé que más historias.
Al verme sola en aquel enorme despacho no supe qué hacer. Me levanté, bajé las luces para tener más intimidad y me tumbé en el sofá como una muñeca rota. Lo cierto es que tenía una postura bastante indecorosa para ir vestida con mi carísimo traje, pero daba lo mismo, porque estaba sola.
Pasó tanto tiempo que me quedé dormida. Me despertó la puerta del despacho al abrirse y cerrarse de nuevo. Yo estaba tumbada boca abajo, me gusta dormir así, y creyendo que era mi marido quien acababa de entrar, me incorporé de tal suerte que me levanté la falda hasta la cintura y me puse a cuatro patas, con lo cual le estaba dando una magnífica perspectiva de mi voluminoso y bien formado culo. Tengo que decir que yo estaba de espaldas a la puerta de entrada.
Al ver que mi marido no me decía nada, comencé a ronronear suavemente y le dije, melosa:
-Cariño… ¿vas a permitir que este culito pase hambre? -mientras me contoneaba insinuante-
Como no decía nada, mosqueada, miré hacia atrás.
Y quien estaba allí no era mi marido, sino el director de la empresa.
Rápidamente me puse de pie y me bajé castamente la falda, que me llegaba a medio muslo. Era un chico joven; le calculé que tendría unos treinta y tantos años. Tenía un cuerpo muy bien formado, tan atractivo con aquel traje y la corbata impecablemente anudada. Por un momento, una idea me pasó por la cabeza, pero en seguida la descarté. Era el jefe de mi marido. O casi. Vamos, que yo nunca le había sido infiel a mi esposo, pero lo cierto es que hacía tanto tiempo que no manteníamos relaciones sexuales, tanto tiempo que no me dedicaba algo de tiempo, que me sentía un poco abandonada, olvidada; como si yo ya no le atrajera.
Quizás dejé trasmitir inconscientemente esa sensación, porque me empecé a sentir desprotegida, en desventaja evidente ante aquel hombre casi desconocido para mí. No fui capaz de controlar la situación.
Y él lo notó. No pudo ser de otra manera, pues su gesto viajó sin transición del asombro a la seguridad y sin transbordo.
-Muéstramelo otra vez. –dijo-
-¿Cómo?
-Que me lo muestres de nuevo, princesa. Tienes un cuerpo tan hermoso, quiero verlo de nuevo. Muéstramelo.
Me quedé parada, el corazón me comenzó a latir tan violentamente y tan deprisa que me dio la sensación de que se me saldría del pecho en cualquier momento.

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Tímidamente me bajé la cremallera del costado de la falda y dejé que resbalara hasta el suelo. Salí de su círculo y le miré. Él me miraba serio y noté que se había acercado a mí.
-Muy bien, princesa, ahora date la vuelta y agáchate sin doblar las rodillas, por favor.
Obedecí, desde luego. Tenía una voz tan sensual que ni pude ni quise resistirme. Estaba muy excitada, y máxime pensando que mi marido podría regresar al despacho en cualquier momento. Yo solo me había acostado con dos hombres en toda mi vida. No me importa admitirlo: con un novio que tuve en la adolescencia, con quien estuve más de cinco años, y con Héctor, mi marido. Podría decirse que siempre fui una chica difícil… qué paradoja pensar en eso en el momento en el que un desconocido le pone a una cachonda.
Me sentí tan húmeda que imaginé mis flujos vaginales deslizándose por el interior de mis muslos y me puse mala.
Entonces él se acercó a mí, se agachó y pegó su cara en mis nalgas, cogió con un dedo la parte de atrás el tanga y, mientras lo sujetaba con los dientes, buscó y me acarició suavemente el clítoris.
Yo me incorporé un poco para apoyarme en la mesa del escritorio, ya que sentí cómo me comenzaban a flaquear las piernas. Estaba tan caliente que ni me inmuté cuando me mordió en la nalga derecha, aún con la cuerda el tanga entre los dientes. Yo estaba que me iba a dar algo, apenas podía creerme la situación en la que me hallaba, pero daba igual, ya no podía pensar, ya solo podía sentir y entregarme al placer.
Me cogió el tanga por los costados y me lo fue deslizando hacia abajo lentamente mientras me pasaba la lengua por la rajita del culo, hacia abajo. Cuando ya me lo había quitado, me giré y, al verle arrodillado, con su cara a la altura de mi entrepierna, le cogí la cabeza y le hundí su rostro sobre mi sexo.
Él me succionó con ansias, sediento, apretándome suavemente con los labios, besándome… le separé de mí y me tumbé en el suelo. Él se echó sobre mí y, aún vestido, me empezó a besar por el cuello, acariciando el interior de mis muslos, hasta que yo ya no pude más y le supliqué, entre sollozos, que me penetrara.
Se quitó la chaqueta, los pantalones y los slips, y se quedó con la camisa y la corbata, lo que me excitó sobremanera. Me penetró con tanta facilidad que casi me pareció imposible, pues siempre me había costado bastante con mi marido, pero eso no impidió que me doliera un poco, porque lo cierto es que, ni mi antiguo novio, ni mi marido tenían una polla como aquélla. Era tan larga, tan suave y tan gorda…
A punto de llevarme al orgasmo, le cogí con ambas manos de las nalgas y me impulsé rápidamente con mis caderas hasta que llegué al éxtasis.

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Permanecí con los ojos cerrados, respirando entrecortadamente, como si el mundo me perteneciera y no me importara. Fue entonces cuando oí un portazo, la puerta del despacho se acababa de cerrar. Abrí los ojos y vi al director tumbado jadeante a mi lado y comprendí que mi marido ya sabía lo que acababa de ocurrir.
Me levanté trabajosamente, con los mis fluidos y los de él resbalándome por entre las piernas. Busqué mi falda y me la puse. Busqué mi nuevo tanga rojo, tan bien estrenado y, cuando lo hallé, lo pensé mejor y, en lugar de ponérmelo, se lo tiré a la cara al director de la empresa de mi marido.
Mi esposo tendría que quedarse sin sorpresa.
Un beso para todos vosotros.

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