Relato erótico
El inquilino ideal
Se había jubilado, vivía con su hermana y pensaron que les iría bien alquilar una habitación. Buscaban a un hombre mayor, jubilado o separado. Después de un tiempo se presentó el candidato ideal.
María – Valladolid
Me llamo María, nací hace 67 años, en una localidad de Valladolid, ciudad donde resido actualmente y donde sucedió esto que voy a relatar. Hace unos años publiqué un anuncio solicitando un señor, viudo, separado o jubilado para que, a cambio de una módica cantidad, ocupase una habitación junto a mi hermana y yo misma. Se presentaron muchos pero ninguno me gustó. Cuando ya había perdido toda esperanza, una mañana llamó un señor, con la voz joven, que no sé por qué, me fié y accedí a que viniese. Mi instinto no me falló. Se llamaba Fernando. Alto y bien parecido, se quedó como inquilino. Durante dos años todo fue bien y a la muerte de mi hermana, se portó mejor que la propia familia, motivo que me llevó a confiar en él mucho más hasta el punto de contarle algunos secretos íntimos. Él, hizo otro tanto. Nuestra confianza mutua llegó a tal extremo que, cuando apretaba el calor, ambos circulábamos ligeritos de ropa por la casa. Así supe que usaba slips tipo tanga. Me fijé en sus apretadas nalgas y en el tremendo bulto que quien sabe cómo podía guardar en tan minúsculo recinto.
Un día estaba haciendo gimnasia y los testículos asomaban por los bajos. Eran enormes. Él, sonriente y sin dejar sus ejercicios, me dijo:
– María, no mires tanto, que se te salen los ojos.
Sin más, salí de su cuarto y me fui a dar una ducha de agua fría ya que, a pesar de llevar muchos años en dique seco, me hacía cada paja de campeonato. Una, a pesar de los años, no es de piedra.
Una tarde, estando viendo la tele, hablamos de sexo. Me dijo que le gustaban maduritas e incluso me confesó que estuvo con alguna de sesenta y tantos. Lo que más le gustaba eran las grandes y gruesas tetas, añadiendo:
– Como las tuyas.
Puestos a confesar, le dije que yo me masturbaba por las noches en mi cama y durante el día, cuando estaba sola, andaba desnuda. Él me miró y sin decirme nada, se levantó y se sacó el slip. Yo tenía razón. Ostentaba un tremendo pollón que, en estado de descanso calculé cuarta y algo, de un grosor no muy grande pero con huevos de gran calibre. Debían guardar, al menos, medio litro de leche. Aquella visión me hizo empapar el coño. Se puso frente a mí. La tenía al alcance de la mano. Tan solo tenía que incorporarme para olerla.
– Levántate y desnúdate – me dijo.
No sé porque lo hice. Podía sentir el calor de su cuerpo, ese calor de macho en celo. Me estaba poniendo a más de cien. Quería estirar los brazos y abrazarlo, atrapar con una mano la masa de sus cojones y con la otra la gran polla. Sentí sus manos sobre mis hombros y me sentó en el sofá diciéndome, seguro de que iba a hacerlo:
– Chúpamela y mastúrbate.
Con las dos manos acaricié su polla y la metí, ya morcillona, dentro de mi boca. Apenas si entraba. Lamí y succioné como pude. Era la primera polla que metía en mi boca. Mi otra mano, no sólo acariciaba mi coño, metía y restregaba mi clítoris. Su polla estaba tan gorda que me llenaba la boca. Me cogió la cabeza con las dos manos y comenzó a moverla de delante a atrás. Me estaba follando la boca y me gustaba. Una de sus manos bajó hasta alcanzar la parte superior de una teta. Me ordenó que la subiera y lo hice. Pellizcó el pezón, luego el otro. Justo en el momento en que me iba a correr, me dijo:
– Levántate y date la vuelta.
Me agachó la cabeza, separó mis piernas y me hizo separar las nalgas. Pensé que me iba a desvirgar el culo pero sentí que el pollón penetraba, lenta pero inexorablemente, mi vagina. Sentí dolor, pero no dije nada. No quería que retrocediese. Un hombre de cuarenta y tantos me estaba follando. Un lento mete y saca hasta que sentí el vello del pubis en mi culo. Supe que lo tenía todo dentro. Pasé una mano por debajo y acaricié sus huevos. Noté sus manos sobarme las gruesas y grandes tetas. Me estaba dando un placer tremendo. El mete y saca arreció y en el mismo momento en que me iba a correr, lo hizo él. Era tal la densidad y cantidad de su leche que resbalaba por mis piernas.
Cuando aflojaba la dureza, me la sacó y me la restregó por el ano. Yo no me iba a negar. Debía darle algo que él deseara por aquel rato de tanto placer. Pero no me penetró. Se sentó y, como si nada, me senté a su lado, sentí su mano acariciarme el coño, las tetas, repartirme el semen por el cuerpo y de vez en cuando, bajaba los dedos hasta mi culo, metía uno, dos, tres y los sacaba. Yo acariciaba con las manos, con la boca y con las tetas, su polla.
Aquello comenzó a ser una práctica habitual entre nosotros pero mi culo seguía suspirando su polla y como, con paciencia, todo llega llegó otro día en la cocina, sobre la mesa. Un sábado estaba yo en la cocina por la mañana, serían las once y el sol la inundaba. Hacía calor, por lo que yo andaba completamente desnuda. Como la mesa de la cocina estaba llena de luz, me tumbé sobre ella de cara dejando las piernas colgando y al ser yo muy bajita, los pies no me llegaban al suelo. Puse las rodillas en el borde de la mesa, abriéndome lo más que pude para que el sol diera de lleno en mi culo.
Quise sentir sus rayos en pleno ojete y me separé las nalgas. Pensaba en el efecto que le haría a Fernando el verme así y que, sin decirme nada, me calzase su tremenda tranca en pleno culo. Por cierto que se la había medido y alcanzaba los 25cm. Mis tetas estaban aplastadas sobre la mesa así que, alzándome levemente, las saqué una a cada lado. Al girar la cabeza hacia la puerta le vi. Me estaba mirando y su polla, con la cabeza hacia el techo, estaba siendo acariciada por su mano. Al ver mi sonrisa, dijo:
– María, tengo una tremenda duda, no sé si metértela por el conejo o por el culo… pero la verdad es que prefiero la segunda puerta.
No dije nada. Despacio se situó detrás de mí. Por mi postura no podía verlo. Sentí su respiración sobre mis nalgas y su aterciopelada lengua deslizarse por mis glúteos, alcanzando la línea divisoria entre coño y culo. La noté en el coño pero cuando la noté en el culo, casi me desmayo del placer. Pude ver como se acercaba a uno de los armarios y regresaba con la botella del aceite. Lo sentí deslizarse por mi culo, noté como me penetraba el ano con sus dedos y entonces dijo:
– Ya veo que te has preparado la zona, ¿qué te has metido?
Aquella palabra me agradó y me excitó más. Le respondí que una gruesa zanahoria. Él, paseándose delante de mí, me mostró un pepino de bastante grosor y un largo y delgado calabacín. Me los enseñó y preguntó cuál de los dos prefería. Pensé que iba a metérmelos por el culo y le dije que me iba a destrozar pero él añadió:
– Es para el coño.
Elegí el calabacín pero él me metió, de un solo golpe, el pepino. Se puso a mi lado y comenzó a meterlo y a sacarlo con golpes secos y fuertes. Mi agitada respiración le anunciaba que me iba a correr. En aquella postura yo no podía apretarme contra nada por lo que mis ansias de correrme cesaron. Nuevamente comenzó las caricias pero ahora con el calabacín. Sentí como me lo metía casi entero y con las mismas agitaciones, acrecentadas ahora por mis movimientos de cadera, noté el pepino contra mi ano. Me lo estaba apretando. Noté la tremenda dilatación que estaba experimentando y un fuerte pinchazo en el ano. Él me hizo palparlo. Lo tenía hasta la mitad dentro. Mi mano volvió a separar mis nalgas. Esta vez lo hice con más fuerza. Agitaba mis caderas como una loca. Su voz continuaba insultándome.
La excitación era tremenda. Sentí como el pepino saltaba y reventaba contra el suelo. Entonces Fernando se colocó detrás, agarró con las piernas el calabacín y puso su nabo en la entrada de mi recto. De dos golpes sentí en la boca de mi coño, sus tremendos huevos. La agitación de mi cuerpo y el gustazo que sentía de tener aquella tranca dentro de mi culo, me estaba llevando a ver lucecitas, como chispas, ante mis ojos.
– ¡Me voy a correr… me destrozas el culo… no lo soporto más…! –
– ¡Calla, zorra y sigue meneando el culo que el que se va a correr soy yo! – replicó.
Vaya si se corrió. Noté como mi culo se inundaba de leche caliente y espesa que, al no tener cabida allí, salía por los lados a borbotones, deslizándose hacia mi coño y al apretar mi conejo, sentí como el calabacín me reventaba dentro. Por primera vez supe lo que era un verdadero orgasmo. En ese momento perdí el sentido y me desplomé sobre la mesa.
Cuando volví en mí y mirar de frente, lo vi sentado sobre la mesa. Su polla estaba a escasos centímetros de mi cara. Intenté incorporarme. Me dolía todo el cuerpo. Como pude me giré, me puse de espaldas a él y me agaché lo que pude. Me agarró de las piernas, puso la polla a la entrada de mi coño y me la fue clavando poco a poco. Al sentirla dentro y en aquella pose, comencé a moverme.
Acariciaba mi espalda, amasaba mis tetas y su polla crecía dentro de mí. Al cabo de unos minutos, la agilidad regresó a mi cuerpecito. Me movía de arriba para abajo y creo recordar que me corrí varias veces hasta que, nuevamente, su semen se estrelló contra el fondo de mi chocho, llenándomela por completo. Me la saqué, me giré y me tragué cuanta leche pude. Era lo menos que podía hacer por tanto placer. Hoy, cuando viene por casa, lo mismo me folla en la cocina que mientras estoy apoyada en la ventana hablando con las vecinas. Me la calza por detrás, me levanta en vilo y se corre donde le place.
Un beso muy grande para todos los lectores.