Relato erótico
El casino del vicio
Fueron a cenar al casino. A ella no le gustaba el juego, pero su marido insistió y al final dijo que sí. Después de una buena cena, él, fue a jugar a la ruleta, entró en racha y ella decidió ir a gastar unas monedas en las máquinas tragaperras. Mientras jugaba, se le acercó un hombre que irremediablemente, la sedujo.
Ana – Gerona
Sucedió en el casino. Aquella noche habíamos ido a cenar y jugar un rato. Había mucha gente. Enrique se había empeñado en que fuéramos elegantes. Todavía conserva esa idea nostálgica de que los casinos son lugares decadentes de refinado lujo.
Tras la cena – Enrique se empeñó en las ostras y el champagne – fuimos a la ruleta, que es el juego que más le gusta. Tras varias apuestas de menor cuantía, con escasos resultados, Enrique tuvo una racha de suerte. Y empezó a apostar más fuerte. Yo le conozco y sé que cuando la suerte le acompaña se olvida de mí. Así que aproveché para ir a poner unas monedas en las máquinas del millón, de las que me gustan sus cantos de sirena.
Había llenado un vaso con monedas. Y cuando llevaba unas cuatro partidas sin ganar nada, un hombre se puso junto a mí.
– Estoy seguro de que hoy va a ser tocada por la fortuna.- me dijo
Me llegó un olor a colonia cara y su presencia a mi lado tenía algo de inquietante. No contesté y seguí introduciendo monedas en la máquina.
– Eres demasiado guapa para que tu marido te deje sola
Sin contestar, me desplacé a la siguiente máquina. El hombre volvió a colocarse junto a mí. Todavía no había visto su rostro, pero ya sabía que era alto y corpulento.
– Me gustaría recorrer el rosario de esos huesitos tan deliciosos que tienes en la espalda – me dijo, y yo fui consciente de que llevaba un vestido cerrando por delante hasta el cuello y escotado desde los hombros hasta la línea misma de mi cintura. El sólo pensamiento de que ese hombre estaba mirando mi espalda desnuda me produjo una leve punzada en el sexo.
– Tu piel brilla como si te hubieras bañado con estrellas. -me dijo, mientras yo seguía poniendo monedas y pensaba en que, en efecto, todavía estaba morena y agradecí a mi hidratante corporal el brillo que me atribuía mi reciente admirador.
– Y en tu pelo reflejan mis rayos dorados – continuó y lo que agradecí a mi peluquero, que es un maestro de las mechas y los moños informales.
Decidí que era el momento de volver a la ruleta donde se encontraba Enrique. Divisé su pajarita medio sepultada entre varias torres de fichas.
– Estoy en vena, Ana, no dejo de ganar – me dijo mi marido excitado por su buena suerte. Y se olvidó de nuevo de mí.
Me fui a dar una vuelta por las mesas, donde los jugadores se obsesionaban más que se divertían. Empezaba a aburrirme.
Me dirigía al lavabo cuando alguien me tomó por la muñeca
– Tu marido va a estar ocupado un buen rato – me dijo la voz del hombre que había estado conmigo en las máquinas. Le miré a la cara. Era guapo. El pelo muy corto. La mandíbula cuadrada. Ojos penetrantes. Y continuó – He dado orden de que le dejen ganar al menos media hora, lo suficiente para poder estar contigo. Y sin preguntar tiró suavemente de la mano hasta llevarme a una puerta donde decía PRIVADO.
Era una especie de despachito tapizado en burdeos, con un canapé lleno de almohadas del mismo color.
Con mucha suavidad me sentó y se puso de rodillas ante mí. Me subió lentamente la ya corta falda del vestido y me bajó las braguitas hasta los tobillos. Yo me dejaba hacer. Subió mis piernas hasta la altura de su cabeza y luego las bajó hasta que mis rodillas quedaron sobre sus hombros. Las braguitas actuaban en mis tobillos como unos grilletes que entorpecían mis movimientos.
Me encontraba con las caderas levantadas hacia su cara. Me bajó los tirantes del vestido y mis pezones sintieron el estremecimiento de la presión de sus dedos pulgar e índice. Me ardía el sexo. Sin soltar mis pezones, el hombre posó los labios en mi abertura ávida. Besó mi sexo como si fueran labios y lamió si clítoris casi sin rozarlo, suavemente, despacio.
Me oía gemir y deseaba abrir aun más las piernas, pero no podía, prisionera de mis propias braguitas. El hombre se incorporó un poco. Pasó un brazo por dejado de mi cintura levantándome aún más las caderas.
Sentí su sexo entrando en el mío. El placer partía de mi centro, llegaba a mi nuca y se extendía hasta las puntas de mis dedos. Todo mi cuerpo era un orgasmo. Sentía el sexo del hombre trigueño deslizarse dentro de mí de una forma tan suave como eficaz.
Mis músculos se tensaron, me empezó a faltar la respiración y el orgasmo definitivo llegó como si mi sexo se abriera en dos, como si un cuchillo extremadamente afilado hubiera hecho un corte perfecto. El pensamiento que llegó a mi mente fue que había sentido lo que debió sentir Moisés cuando vio que se abrían las aguas.
El hombre, que también se había vaciado, se vistió rápido.
– Date prisa. Tendrá que ir a consolar a tu marido. Dentro de dos minutos empezará a perder todo lo que ha estado ganando.
Antes de cerrar la puerta me dijo “Vuelve pronto, princesa”.
Solo puedo decir que era la primera vez que le ponía los cuernos a mi marido. Seguramente por un exceso de alcohol, o quizá porque hacía días que no follaba, o no sé porqué, pero me dejé seducir. No me arrepiento, pero en el fondo, me sabe mal por mi marido.
Un beso para todos.