Relato erótico
Doma salvaje
A veces navegaba por webs de contactos, leía los anuncios, pero nunca se decidió a contactar. Aquel día vio un anuncio de una mujer madura que, quería que la domaran. Le contestó y a los pocos días la mujer le respondió.
Martín – Bilbao
Siempre había sido algo escéptico respecto a los contactos, a mis 36 años nunca había decidido. Miraba las webs especializadas pero no hacía nada. Una mañana con poco trabajo, entre en internet y navegando por una web de contactos, uno de ellos llamó mi atención: “Mujer madura busca hombre mayor de 30 para compartir nuevas experiencias “, firmaba yegua salvaje. ¿Por qué no contestar? Quizá no respondiera, pero por probar. Así que mandé un breve mensaje: “Soy hombre 36 años, que desea ser partícipe de esta tentadora oferta”, firmado rudo vaquero.
No esperaba respuesta, y me sorprendió mucho ver parpadear el aviso del mensaje en la pantalla. Abrí el mensaje: “Pura sangre árabe, briosa y de negras crines, está deseosa de saber cómo la domaría el rudo vaquero” firmado, yegua salvaje.
Empecé a pensar en la respuesta cuando la adusta cara de Rosa, mi jefa, asomó por la puerta de mi despacho. No podía ser más inoportuna, quería un informe de gastos de nuestro último cliente. Pasé el resto de la tarde con el informe mientras mi mente, de cuando en cuando, fantaseaba con yegua salvaje. Cuando terminé me acerqué al despacho de mi jefa, esperando a que me dijese lo que ya sabía: “Espera que lo mire y luego lo comentamos”.
No es porque fuera mi jefa, es que normalmente era insoportable. Mientras esperaba la llamada de la “Viuda Negra”, así la llamábamos en el trabajo, respondí al mensaje de yegua salvaje. “El vaquero realizaría una doma esmerada, con mano de hierro envuelta en guante de suave gamuza, logrando que solo con su voz, su yegua cabalgue desbocada, trote alegre, o camine despacio”. La respuesta parpadeó casi al instante: “La yegua salvaje está mojada pensando en ser domada por las manos de hierro de su vaquero, relincha de placer imaginándose doblegada por ataduras y fustazos. ¿La doma sería así de firme?”.
Así que a la yegua salvaje la va la marcha dura, pensé. Podía ser una experiencia muy interesante, había jugado alguna vez con cuerdas y esposas, pero esto parecía ir un poco más lejos. Probé a ser más enérgico: “La yegua salvaje aprenderá a respetar a su jinete, el castigo será la lección, y se someterá dócil a mi fusta”. Quizá me haya pasado y se asuste, reflexioné. La respuesta llegó enseguida: “Mi piel está caliente, mi respiración agitada y mi espíritu inquieto deseando sentir el doloroso placer de tu doma, ¿tienes cuadra adecuada para domarme? No estaba nada asustada.
Contesté deprisa: “El rudo vaquero dispone de un rancho tranquilo, con una cuadra digna para la doma de una salvaje pura sangre”. Vivo en un pequeño chalet, que además dispone de un maravilloso garaje insonorizado por el anterior inquilino, que era músico.
Yegua salvaje respondió: “Mi raza late en mi pecho soñando, pero antes de ser domada me gustaría que vaquero y yegua nos viéramos y hablásemos, ¿qué tal en el Old River?”. Normal, pensé, por muy cita a ciegas que sea, es sensato verse antes. Era un local de moda cercano a mi oficina. “El rudo vaquero accede a ver a su yegua salvaje, ¿el miércoles sobre las siete?”. Su contestación fue: “Tu yegua salvaje, vestida de negro, te espera el miércoles en el Old River, sentada en la mesa libre más próxima a la puerta, bebiendo vino rojo como la sangre caliente de sus venas”. Me gustaba el juego, parecía una de espías. “El rudo vaquero aparecerá a las siete ansioso de ver a su yegua salvaje”. Aquello prometía. El embrujo del momento se rompió por el sonido del teléfono, mi jefa. Me levanté dispuesto a escuchar sus muy probables críticas a mi informe. Pero me equivoqué, estaba extraña, pero poco borde, creo que hasta brillaban de modo especial sus ojos. Llegó el miércoles, a las siete tomé aire y entré en el Old River haciendo un barrido visual del local. La vi enseguida, con un suéter negro ajustado.
La conocía y mucho, era Rosa, mi jefa. En décimas de segundo tuve que decidir entre ir directo a la barra y hacerme el sueco o sentarme en la mesa. Fui a la mesa, claro, con una sonrisa y miré su copa de vino ostensiblemente. Ella me miró algo perpleja, pero devolvió una sonrisa cómplice. Pedí vino tinto al camarero y brindamos por la sangre caliente que corre en las venas de las personas sedientas de emociones nuevas. La situación era comprometida, pero a la vez tremendamente excitante. Rosa tenía cuarenta y tantos años, usaba gafas que la daban un aire de superioridad distante, pelo negro y largo, quizá no tenía el cuerpo de una modelo, pero era atractiva a su manera, y además tenía unas buenas tetas. Hablamos un rato con diplomacia absoluta, tanteándonos mutuamente. Hubo acuerdo total en que la aventura continuaba, la cita sería el viernes por la tarde. El jueves discurrió como cualquier otro día de trabajo. Aunque a última hora recibí un mensaje: “Tu yegua salvaje espera ansiosa a que llegue el día de su doma”. Respondí: “El rudo vaquero sueña con dominar a su precioso animal”. Aquella tarde después del trabajo, la dediqué a hacer los preparativos adecuados. En Internet me había documentado sobre el tipo de prácticas habituales en sadomasoquismo.
Compré pinzas, cordel de algodón, cadenas, mosquetones, tacos y hembrillas, un enorme tubo de vaselina estéril, caballetes de altura regulable, algunas verduras… También adquirí un par de grilletes. Hice los preparativos en el garaje, que vacié, coloqué estratégicamente unas cuantas argollas en las paredes firmemente sujetas con tacos. En el techo coloqué otra. Coloqué los soportes y sobre ellas un grueso tablón de madera que había quedado por la casa después de unas obras. Convenientemente sujeto a los soportes de altura regulable, y poniendo unas anillas, disponía de un excelente potro casero. En una mesa auxiliar dispuse ordenadamente los objetos que había comprado y alguno más que tenía en casa. Con un alambre y un trozo de cuerda de algodón en el que lo pinché, fabriqué un látigo. Miré el garaje, el resultado era bastante bueno, parecía una pequeña sala de torturas. Para lograr un efecto más tenebroso, coloqué unas cuantas velas gruesas, apagué la luz y comprobé que la iluminación era mucho más sugerente. Aquella noche me dormí fantaseando con el cuerpo desnudo de Rosa atado y a mi disposición. La mañana del viernes se me hizo eterna, y cada vez que veía a mi jefa, sentía un cosquilleo extraño y agradable en el estómago.
A ella parecían brillarle los ojos, estaba muy atractiva con el pelo recogido. Nos intercambiamos un par de mensajes concretando la hora de la cita y aclarando donde estaba mi casa. A las dos, como era habitual los viernes, nos despedimos hasta el lunes. Después de comer, decidí echarme una buena siesta para estar descansado. Me levanté a las seis, me duché y me vestí. Con rigurosa puntualidad, poco antes de las siete, Rosa, dentro de poco mi prisionera yegua salvaje, aparcó su coche frente a mi casa.
Salí a la puerta a recibirla, estaba muy guapa. Nos intercambiamos unas sonrisas, mezcla de simpatía y nerviosismo, y pasamos dentro. La ofrecí tomar algo, pero prefirió empezar cuanto antes. Pasamos al garaje, el resultado le gustó mucho. Me explicó que debería ser dominante con ella, podía hacer lo que quisiera siempre que no dejara excesivas marcas. Ella se resistiría, o quejaría y suplicaría, pero solo debería hacer caso si ella decía las palabras: punto final, entonces debía dejar de hacer lo que estuviese haciendo y liberarla. A mi arsenal casero para la doma añadió un par de enormes consoladores. Aclaradas las reglas, se metió en el aseo del garaje, me dijo que esperase unos segundos y sería toda mía.
Mientras la esperaba, encendí las velas, apagué la luz eléctrica y puse música. Salió sin nada de ropa, contemplé su espléndido cuerpo desnudo a la luz de las velas, sintiendo una agradable excitación. En mi papel, la obligué a ponerse mirando a la pared, y sujeté sus muñecas con los grilletes, hice lo mismo con los tobillos; apretando bien los tornillos que los sujetaban. Se dejaba hacer con una pequeña resistencia, puse sus brazos por encima de la cabeza asegurando los grilletes en una anilla a unos dos metros del suelo. Rosa estaba muy sexy con su cuerpo desnudo casi colgando de la pared.
– Eres una yegua salvaje, y voy a comenzar por domarte para que seas dócil y obediente.
– No lo conseguirás nunca-contestó.
Cogiendo mi engañoso látigo de cuerda de algodón, golpeé su espalda arrancándole un gemido, no sé si de dolor o de placer; creo que de ambas cosas. Continué con los golpes en la espalda un poco más fuerte, el siseo de la cuerda y el ruido de los golpes, me ponían a cien. Empezaba a entender a la gente que practica estos juegos. Decidí dar la vuelta a su cuerpo para castigar su parte delantera, sus pechos expuestos hacia mí resultaban atractivos y sugerentes. Su rostro, con los ojos cerrados, y una expresión provocativa, me enardecía. Le golpeaba las tetas y notaba como sus pezones de intenso color rosado se ponían erectos al sentir el contacto del cordón con alma de acero. Mover mi brazo para azotarla resultaba más trabajoso de lo que suponía, además estaba muy excitado ante la nueva experiencia, así que para atenuar el calor que sentía, me quité la camiseta. Con el torso desnudo, la suave iluminación de las velas, la música medieval y el látigo en mi mano, podía imaginarme que era el cruel verdugo de la mazmorra tenebrosa de un perdido castillo, y me gustaba. Tenía a mi merced el cuerpo desnudo de Rosa, ella a la que tantas veces había odiado secretamente por sus manías. A veces el destino es tan maravilloso como una cerveza helada empañando la copa en un día de calor.
Paré y me acerqué a su cuerpo pasando mis manos por su piel maltratada, que tenía pequeñas marcas rosadas. Las deslicé por sus pechos hasta sus caderas y jugué con el vello del pubis. Se agitó inquieta, pero no dijo nada, mi mano rozo la entrada de su sexo y un par de dedos entraron en su interior, ¡estaba mojada!
– Vaya, así que la yegua salvaje está en celo.
– No me toques, cabrón.
– Bien veremos quién manda aquí.
Dije mientras pellizcaba su pezón, y luego tiraba de su vello púbico. Con cierta rudeza, la recoloqué, ahora con los brazos en cruz y la espalda contra la pared, necesitaba su piel menos tensa, y las piernas algo más separadas. Para estar más cómodo me quedé solo con el bóxer, del que sobresalía el volumen de mi erección. Cogí un montón de pinzas de la ropa, que eran de madera. Fui colocándolas cuidadosamente por su cuerpo de modo que no se soltasen. Comencé por sus axilas, cogía un pliegue de su piel entre mis dedos y colocaba la pinza. Cada vez que ponía una, ella gemía y se movía. Luego bajé a su sexo, tomé los labios y estirando de ellos coloqué pausadamente una decena.
Continuaba mojada. Mi pene latía. Tomé su pecho en mi mano y aplasté su areola para poner un par de pinzas, repetí la operación con el izquierdo. Me separé un poco para ver el resultado, su cuerpo desnudo sujeto a la pared y las pinzas pellizcando su piel; me quedaban tres para rematar el castigo. Coloqué una pinza en cada pezón y después de estirar de él con los dedos, puse la última en el clítoris, Rosa cada vez estaba más húmeda. Gritó de dolor y se retorció con los ojos cerrados y un extraño rictus, creo que a pesar del daño se estaba corriendo. Fui por el bote de vaselina, un pepino y una zanahoria de considerable tamaño.
Unté la sustancia y se la metí por la vagina, con cuidado de que no se soltasen las pinzas. Respiraba jadeante. La desaté para colocarla a empujones en el tablón. Sujetas sus muñecas a los extremos y apoyando la tripa en la madera de modo que sus pechos colgaban libres con sus pezones aprisionados por las pinzas.
Como el potro casero estaba colocado a medio metro de altura, ella debía estar de rodillas, sujeté sus piernas con cuerdas a los caballetes para dejar accesible y bien separada la raja de sus nalgas. Me ponía a cien la disponibilidad de su culo, y más cuando empecé a dar vaselina a su ano. Por los sonidos que hacía, le pasaba lo mismo. Lo dilaté ligeramente con mi dedo pulgar y después introduje lentamente la zanahoria bien lubricada al compás de sus crecientes gemidos. Rosa gritó de placer. Ahora era yo el que se merecía una buena corrida. Comencé los preparativos, le quité las pinzas y saqué con brusquedad las hortalizas de sus orificios íntimos. La desaté y le ordené que permaneciera de pie. Coloqué una cadena delgada de varios metros rodeando su cuello cuyos extremos libres caían por la espalda cruzándose. Los hice pasar entre sus piernas y luego los metí por el trozo de cadena del cuello, para luego rodear su torso y cruzarse en la espalda.
Luego los crucé de nuevo bajo los pechos para volverlas a cruzar en la espalda, aprisionando las tetas con la cadena, y asegurando el metálico corsé con un mosquetón. Le coloque los grilletes sujetos a las cadenas por la espalda, de forma que solo podía permanecer de rodillas con los brazos hacia atrás. Estaba muy sexy con las cadenas apretando su carne en pequeñas montañitas y las tetas aplastadas. Ahora iba a disfrutar yo. Me situé ante mi yegua arrodillada y encadenada para quitarme el bóxer y presentarle mi pene en estado de erección total. Cogí la fusta y dije:
– Quiero que la lamas y la mames -ordené acercándome a su boca.
Ella torpemente pasó su lengua por la punta. Le aticé y su lengua se movió más deprisa por todo mi miembro. La golpeé de nuevo exigiéndole más saliva y comenzó a mojar mi polla dejándola brillante. Se la metió entre sus labios y se la tragó con glotonería; creo que Rosa disfrutaba mucho comiendo pollas. Excitado por el eficiente masaje de su boca en mi verga, me corrí abundantemente, notando como ella se tragaba el semen. La desencadené, quité los grilletes. Situé el tablón bajo la argolla del techo, gradué la altura de los caballetes al máximo.
La tumbé boca arriba sobre el potro casero. Até con cuerda sus muñecas juntas, después bajando sus piernas anudé los tobillos firmemente bajo el tablero de modo que este quedaba entre su ingle y sus piernas unidas, até una cuerda que anudé a la de las manos. Pasé la cuerda de las manos por la argolla del techo y tiré de la cuerda hasta dejarla casi colgando de pies y manos. Tomé uno de los consoladores que había traído y se lo introduje en la vagina con brusquedad.
La base sobresalía unos centímetros de su sexo. Encendí el aparato y vi como su expresión demostraba el placer que le causaba el movimiento vibratorio. Aflojé la cuerda hasta que todo el peso de su cuerpo descansaba en su ingle.
– Vas a estar así un buen rato, hasta que supliques que lo pare.
Con desprecio me sacó la lengua. Me acomodé sentado en el banco para observarla. Pasando los minutos su cara varió del placer inicial al éxtasis del orgasmo, para luego reflejar molestia y finalmente dolor ante la fricción excesiva. Aflojé la cuerda dejándola caer del todo, la desaté y la dejé ir al cuarto de baño. Me había calentado mucho la sesión y me apetecía mucho penetrar analmente aquella yegua juguetona. Así que la puse boca abajo, con piernas y brazos colgando por los lados, que amarré cuidadosamente. Para separar sus tetas y que los pezones quedasen hacia los lados, coloqué un grueso taco de madera entre ellos. Me coloqué junto a su apetitoso trasero, mi polla estaba muy gorda pensando en entrar por aquel delicioso agujerito. Temí que no quisiera seguir y meter la pata, pero Rosa seguía aguantando todo lo que hacía y además parecía disfrutar con ello, así que presioné con la punta del pené su ano y la metí poco a poco, hasta que por fin los testículos tocaron su cálida piel. Resultaba muy agradable sentir el calor de su esfínter envolviéndome. Sugerí que se moviera para darme gusto, pero se negó, así que la di un latigazo. Empecé a sentir como movía los músculos del esfínter dándome un agradable masaje, pero paró enseguida. Volví a azotarla, comenzó a moverse de nuevo con bastante habilidad y me corrí con un rugido salvaje dentro de su culo.
La desaté y la dejé descansar un rato, mientras pensaba en un buen final de fiesta. Llevábamos ya unas horas de juegos y creí que la doma ya era suficiente para los dos. Coloqué a Rosa en la tabla, boca arriba; con sus brazos estirados en cruz bien sujetos a los caballetes, sus piernas atadas por los tobillos colgando de la argolla del techo, y el culo junto al borde de la tabla justo a la altura de mi polla. De este modo podía metérsela entera por el coño con toda facilidad. Su rostro y sus miradas eran una mezcla de satisfacción, desafío y ganas.
Le metí un vibrador por el culo, todo aquello parecía gustarle dados sus murmullos de aprobación. Encendí el vibrador anal y ella comenzó a jadear agitándose, metí mi polla en su coño mojado y Rosa gritó de placer sin pudor. Empecé a moverme metiendo y sacando mi rabo duro por la excitación de sus gritos, que iban en aumento, insultándome. Me emplee a fondo, pero aun así tarde un rato en correrme, ya que era mi tercera vez.
El orgasmo llegó y fue más sostenido que intenso, dejándome las piernas temblando. Ella estaba también exhausta cuando la solté. Después de unos momentos de descanso, Rosa se acercó a mí, me rodeo el cuello con los brazos y sentí la apabullante presencia de sus pechos contra mi cuerpo, acercó sus labios a mi boca y me besó, luego susurro con voz sensual: “Mi rudo vaquero me ha domado para siempre”.
Como os podéis imaginar siguió siendo mi hembra domada y yo su vaquero dominante. Nos veíamos todas las semanas y por supuesto, en el trabajo, nadie supo nunca nada.
Un beso.